En el Día de la Bandera la maestra nos ordenó que
escribiéramos una composición que se llamaba “Mi bandera celeste y blanca”.
Escribí que esos colores me parecían buenos y que me
gustaba que en nuestra bandera estuviera el cielo, o sea, que tuviéramos un
país celestial. Pero ahí se me terminaron las ideas, y yo pensaba que tenía que
llenar la hoja entera, así que me puse a pensar.
Como había escuchado que Belgrano le puso a la bandera los
colores celeste y blanco porque levantó los ojos hacia el cielo, y el cielo
estaba nublado, empecé a llenar el espacio pensando en qué otros colores habría
tenido la bandera argentina si Belgrano hubiese mirado hacia otro lugar.
Sería verde y marrón si hubiera mirado el río y las islas.
Sería anaranjada y negra, si hubiera mirado el fogón.
Sería verde oscura como si hubiera mirado adentro del
mate que estaba tomando.
Sería blanca, si hubiera mirado hacia una casa blanca.
Sería violeta, si justo hubiera pasado una chica con un
vestido violeta y Belgrano no hubiera podido evitar mirarla.
¿Y que tendría que haber mirado Belgrano para que la
bandera fuera negra?
Al fin me quedé muy satisfecho con mi composición, pero
la señorita Chocha se lo tomó muy mal. Me retó, me dijo algo sobre el respeto,
pero no le entendí. Todavía no lo entiendo. Me puso un cinco y me aplastó la
hoja contra el pupitre con bronca.
Desde entonces ya la bandera se me hizo menos santa,
aunque me siguió simpatizando otro Símbolo Patrio, el hornero, nuestra Ave Nacional.
En la época en que escribí aquella olvidable composición
—salvo que, como es evidente, no la olvidé—, iba con unos amigos a cazar
pajaritos con la honda. Todos los chicos hacían eso en mi época. Perdón.
Ante la bocha de un nido de hornero discutíamos si se podía
meter la mano para agarrar los pichones. Unos decíamos que sí, por entusiasmo, mientras
los que sabían más decían que no, porque el horneo construía el nido como un
caracol, justamente para proteger a los pichones.
Unos días después vimos un nido en un palo de luz, y
conseguimos subirnos hasta llegar hasta él para juzgar quién tenía razón.
Metí la mano, y efectivamente, era como un caracol.
Porfiado, cuando ya la forma interior del nido me impedía meter
mi mano más adentro, empujé más y más. Imaginé que una serpiente se podría
meter, y entonces imité con la mano la relajación y los movimientos de una serpientes.
Esto me dio resultado y al fin con la yema de los dedos toqué algo suave.
"Un pichón”, pensé, pero una lejana alarma se sacudió
trémula en mi mente, y en vez de intentar atrapar el pichón, retiré la mano
automáticamente.
Ya con la mano afuera acerqué mi cara a la entrada del nido
y entonces, velozmente, vi aparecer desde el interior una araña negra, gigante,
que se me vino encima.
Caí desde allá arriba y mi cuerpo dió contra la tierra como
una bolsa de papas. No sé cómo no me maté.
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