Pasaron muchos años desde que Peter Handke escribió los textos para la película Las alas del deseo.
La película se estrenó hace 37 años; vaya a saber cuándo
Handke escribió el monólogo de Homero.
Handke le llamó Homero para plantar sus palabras en el
tiempo de la humanidad, esa especie de eternidad en la que viven los ángeles de
la película.
Sin embargo, en el monólogo aparece el devenir —“mis
héroes ya no son los guerreros y los reyes”, “¿Dónde están los míos, los simples,
los primigenios?”
Si abrimos la puerta al transcurrir histórico, aquel
discurso, ¿no ha perdido vigencia? ¿Escribiría lo mismo Handke hoy, cuando el
que ya no escuchaba para leer solo, tampoco lee solo, sino que ve pasar el
vacío chillón en la pantalla de su celular?
El Homero de Las alas del deseo habla de la guerra en
tiempo pasado. ¿Diría lo mismo hoy, cuando el horror por una guerra nuclear ha
quedado atrás, Israel asesina niños palestinos como un matarife y los que
tratan de escapar se mueven por los mapas en hordas de millones de
desgraciados?
Pero de algún modo la película es premonitoria de este
presente. Homero es un viejo hecho de sus últimos huesos y su cuero final. Pese
a su fe en el relato y a la relación viva que tiene con su musa, en cualquier
momento se muere. Deambula como un alma en pena. No dialoga, sólo monologa.
Está solo, en un sillón abandonado en un baldío donde sólo quedan restos
olvidados de escombros, un terreno que hace pensar en Dresden bombardeada, en el
que a lo lejos se ve una autopista por donde corren veloces los autos, anónimos.
Más tarde Homero aparece en una biblioteca, moderna,
luminosa, limpia, poblada de jóvenes. Pero nadie le pregunta nada. Es un
fantasma.
No sabemos dónde ha quedado su mundo. Él perdió el
camino, está perdido en esta realidad de zombies. La materia de sus relatos,
sus aventuras, su gente, su palabra se ha perdido. Su voz ha enmudecido.
Monólogo de Homero
Se acabó el remontarse muy atrás de antaño. El ir y
venir a través de los siglos…
Ya sólo puedo pensar de un día para el otro. Mis
héroes ya no son los guerreros y los reyes, sino las cosas de la paz, todas
iguales entre sí: las cebollas que se secan tan valiosas como el tronco del
árbol que atraviesa el pantano. Pero nadie ha logrado aún, cantar una epopeya
de la paz. ¿Qué le ocurre a la paz que no puede seguir fascinando por mucho tiempo,
que se deja apenas narrar por alguien?
¿Debo renunciar ahora? Si renuncio, entonces la
humanidad perderá su narrador. Y si alguna vez la humanidad pierde su narrador,
al mismo tiempo habrá perdido su infancia. ¿Dónde están los míos, los simples,
los primigenios?
Nómbrame, musa, al pobre cantor inmortal quien,
abandonado por sus mortales oyentes, ha perdido su voz. El que del ángel del
relato, se convirtió en el ignorado o burlado organillero, fuera, en el
umbral de la tierra de nadie.
Sólo las vías romanas conducen aún a lo lejos, sólo
las huellas más antiguas conducen aún más lejos. ¿Dónde está el puerto de
montaña? También la planicie, también Berlín tiene sus recónditos puertos, y
ahí es dónde empieza mi tierra, la tierra de la narración. ¿Por qué no todos
ven de niño los puertos, los portones, los intersticios, abajo en la tierra y
arriba en el cielo? Si cada uno los viera habría una historia sin sacudidas
mortales y sin guerra
Cuéntanos musa del narrador, del infante, del anciano
apartado a los lindes del mundo y haz que en él se reconozca cada hombre. Con
el tiempo los que me escuchaban se han convertido en mis lectores. Ya no se
sientan en círculo sino solos, y cada uno no sabe nada del otro. Soy un viejo,
con la voz quebrada, pero el relato sigue elevándose desde las profundidades. Y
la boca entreabierta lo repite, tan poderoso como apacible. Una liturgia para
la que nadie necesita estar iniciado en el sentido de las palabras y de las
frases.
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