Alguien dijo que todas las personas se merecen una vez en la vida dar una vuelta alrededor de su jaula.
Estos días iré a visitar a mi padre a Nueva York. Su casa será mi jaula.
La jaula podría estar en un lugar que no tenga nada que me interese, pero no sé cuántos lugares tienen más cosas apasionantes que Nueva York.
Cuando volví allí después de muchos años, anduve desaforado por muchos lugares que eran maravillosos, pero todos eran obligatorios, desde el Central Park hasta un templo donde se cantaba gospel, el museo Guggenheim, el MET, el memorial de las Torres Gemelas. Adonde todo el mundo va.
Eso ya se me terminó.
Además, hubiera preferido hacer otra cosa: no aquello que me era impuesto desde afuera de mí, sino hacer lo que yo quería.
¿Y que quería yo —y que quiero ahora que vuelvo?
No lo sé.
Es como tener frente a mí un espejo y no verme.
O como si Dios me llevara a un lugar y me dijera: “este es el Paraíso, y su condición de Paraíso es que lo que desees, se te dará”.
En ese momento mi deseo se pone en blanco.
Si me dan un empujón desde atrás para impulsarme a hacer lo que quiero, me aparecen las excusas. Me aferro a que no puedo hacer nada porque soy sordo, porque todo es carísimo, porque hacerlo solo no tiene gracia, porque oscurece a las cinco de la tarde, porque hace mucho frío.
Podría ser que la escena de la jaula en Nueva York sea una alegoría, didáctica, emblemática, de mi vida.
Tal vez también lo sea de otras personas.
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