Quizás la chica me miró un instante sostenidamente.
Tal vez lo imaginé.
Pero la diferencia entre mi imaginación y la brevedad de un gesto es infinitamente sutil. Y no quiero quebrar mi ilusión, como no se quiere tocar con los dedos el ala de una mariposa para no quedarse con las escamas mágicas, de esa delicadeza de otro mundo, en la yema de los dedos.
Preferiría atesorar la duda, preservar el instante perfecto y puro como la Luna entera puede verse dentro de una gota de rocío.
Preferiría.
Pero me conozco.
No me aguanto.
Si ahí está el agua y yo estoy al borde, no resisto el impulso de arrojarme. Antes de pensar, antes de escucharme, ya me he arrojado y ya estoy sumergido.
Pienso que ella es tan joven y que la vi en actitudes muy vulgares, y que su gente es tan bestial, y entonces no sé.
En otra parte de mí alguien ya está pensando en lugares de la ciudad adonde invitarla para que nos encontremos. Un bar hecho con muchos años, el puente de hierro de una estación de tren, un museo vacío, el patio de una librería, un club de ajedrez, la terraza de un hospital, una iglesia perdida, un pequeño parque junto al río.
Si la que aceptara es aquella chica que me resultó tan desagradable, me preguntará por qué la llevé allí, qué hay allí.
Me estaría preguntando qué valor turístico tiene el lugar.
Y entonces no me interesaría decirle que el lugar tiene lo necesario para que creemos un momento.
Que el lugar no es lo que fue, ni lo que es, ni lo que se le atribuye, sino que el lugar será, si sucede entre ella y yo algo que no olvidaremos, que quedará vivo nosotros y nos dará de vivir. El lugar nos parecerá algo más que hermoso: lo guardaremos como un sentimiento. Un lugar como un sentimiento un día, único, para siempre.
Mi abuelo fue un chino. Se casó con una criolla. Mis otros abuelos eran esa mezcla de europeos del sur, tan común en mi país.
Mi padre fue un pastor presbiteriano, como lo fue también mi abuelo.
Mi madre fue una enfermera y tal vez la persona más inteligente que conocí.
La hija de mi abuelo chino, mi tía, me dijo que lo mejor que tengo es lo que heredé.
Me dijo que lo que yo inventé, lo que hice de mí, lo que hago de original, no vale nada. Sólo tiene valor lo que se recibe de los padres.
Hago películas, mi alma entera está en mis películas. Mi tía no intentó lastimarme, pero tampoco le preocupó si lo hacía.
Comprendo lo que dijo si pienso en su vida. Desde niña hasta que murió mi abuelo, ella fue la sirviente de ese padre déspota. Para entonces, ya no le quedaba otra fibra que la amargura.
No sé cuál es la vida de esta chica que me clavó la mirada y la sostuvo un instante largo. Era soberbia y ordinaria hace algunos años, pero esa mirada me mostró otra persona.
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