Este último tiempo, en que el espíritu de mi madre muerta hace nueve años se desvanece como desaparece imperceptiblemente un aroma, se me presentó el libro “ Cuerpos y almas”, de Maxence Van Der Meersch y recordé que a ella la entusiasmaba mucho.
Me voy a pasar la Navidad con mi padre en Nueva York, donde viví con ella la última vez que vivimos juntos y mi hija Irina se va a pasarla con mi hermana y su familia en San Nicolás, en la última casa donde vivió mi mamá.
Mientras espero el vuelo leo pasajes del libro en los que mi madre está tan viva como entre mi hija y sus primos cocinando en su cocina.
En la novela hay un hospital, y en el hospital hay una monja, que anunciaba cuando un paciente se iba a morir antes que los doctores.
“ —Este no curará— anunciaba de antemano su muerte, para aquel mismo día, de alguno de los que estaban bajo su dependencia. Se lo advertían señales imperceptibles e infalibles, inaprensibles. Cambios en el rostro de los enfermos, cosas que sólo ella había visto centenares de veces durante su treintena de años de contacto con la miseria y el dolor. Así que los internos y hasta los 'patrones' creían en ella. La primera señal que revelaba en el hospital la proximidad de la muerte la constituía un biombo que sor Angélica instalaba alrededor de la cama, con objeto de aislarla y aliviar la agonía de un desgraciado. Esta señal era infalible. Luego apareció el ramito de hoy en el agua bendita. Después, una hora antes de la muerte, llegaron las moscas que, como sor Angélica, jamás se equivocaron. Por ultimo, una hora después de la muerte, cuando ya el cuerpo empezaba a enfriarse, los piojos amontonados en los cabellos, debajo de la nuca, sintieron menguar el calor humano y abandonaban el cuerpo. Se les veía correr sobre el cuello del cadáver, sobre las sábanas y sobre la almohada”.
Sé que este relato debe haberle resultado delicioso a mi madre.
Como este otro:
“A veces, se encontraba una mañana sobre el mármol a un ser a quien el día antes se había visto en la cama, a quien se había interrogado Y que os había mirado y sonreído. Eso producía una sensación penosa. Uno tenía siempre la impresión de que aquel cadáver iba a hablar”.
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