Para Gisela
En la estación de ómnibus de Capilla del Monte, desierta a la mañana, ya encuentro anuncios de la mística folclórica que flota en la zona a la que me dirijo. En los vidrios abandonados de un minúsculo local comercial vacío, sigue pegado un antiguo afiche que convoca a un “II Congreso de Nooesfera”. Me advierte que estoy en la “Biorregión de las Estrella”.
Afuera, sobre una pared encuentro la huella de otra predilección del noroeste de Córdoba, el romanticismo ilustrado. El poeta ha escrito que “MI CORAZÓN ES UN MAR DE EMOSIONE” al que la suceden una cantidad de dichas y desdichas.
En el ómnibus viaja una señora que se alegra mucho de encontrar, en el asiento de la fila en la que estoy, pero cruzando el pasillo, a una amiga. No bien la descubrió vino corriendo a saludarla, gritando su algarabía, bastante apretada en un conjunto para jogging de plush lila. Llegó hasta su amiga que permanecía sentada y se inclinó para abrazarla, movimiento con el que me sacudió la cabeza con un golpe de culo. Por suerte no se resintió, ni siquiera creo que haya advertido el impacto. Se llevó a su amiga al asiento del frente y allá se pusieron a charlar, lo que era previsible, dado que se estiman tanto (o por lo menos la del culo estima tanto a la otra). Debe hacer tiempo que no se veían porque hace horas que hablan a los gritos, sin parar.
Tigre
En la biblioteca del hostel Giramundo encuentro un ejemplar del libro del horóscopo chino de Ludovica Squirru de 2011 y me pongo a hojear qué dice del tigre, mi signo. Como cualquier viaje decidido, este que emprendí tenía muchos objetivos, y entre ellos buscaba cierta recomposición de autoestima. Algo que leo me hace pensar que el tigre tiene una necesidad, afición o adicción a incendiar su mundo hasta los cimientos, para así comenzar uno nuevo. Éste brotará con la fuerza vital arrasadora del sentido que sólo el tigre puede inyectar en sus aventuras y empresas.
Cuando comenzó el año del tigre el año pasado, empecé a sentir cierta comezón bajo la forma de la pregunta: ¿no he de abandonar mi investidura de periodista empresario y construirme una vida bohemia? La prudencia me hizo desistir, pero creo que mi naturaleza se está imponiendo y la negativa no fue más que una postergación. Ahora que he necesitado reponer fuerzas y hacer un vacío para decidir hacia dónde irá mi vida, mis piernas no dudaron en traerme a este hostel parecido a una comunidad hippie.
Uno que se hace tanto problema
Hippies, hippones, alternativos, jóvenes, trotamundos, artesanos... Parece, pero no es fácil denominar la onda de los visitantes típicos del hostel Giramundo; ¿por qué digo “hippones”? No todos los artesanos son jóvenes, ni los jóvenes itinerantes que hacen actividades circenses son hippies, ni los alternativos son jóvenes. En fin.
Quizás reciban un nombre en el futuro. Son una parte sustancial de San Marcos Sierra, como lo son de El Bolsón. En una esquina me pongo a charlar con una señora que espera el colectivo. Se acerca en bicicleta un flaco muy flaco y muy quemado. Explota desde su cabeza un festival de rastas gruesas como chorizos. Va en cueros, cubierto de polvo y sudor, menos los inmensos ojos verdes, que abre como faroles furiosos. En un asientito con un respaldar hecho con una caja de cartón lleva una cría de dos años. El pequeño asoma la cara entre los cartones y sonríe. El flaco me dice que hace música y me alarga un CD. Le digo que no se lo compraré y me lo da lo mismo, con larga explicación sobre la diferencia entre don y bien de cambio, cómo el mundo de su hijito ya no intercambiará objetos por el lucro, etc. Lo admiro un poco. Me quedo pensando que el chiquito iba feliz, mientras la señora me hace ver “cómo vive esa gente, y uno que se hace tanto problema”. Quiero saber si los aprueba, pero creo percibir que no. “No trabajan. Mire los olivos, se doblan de aceitunas y nadie las junta”. La verdad, no vi los olivos doblados por el peso de las aceitunas. Me insiste que “vaya a la oficina de correo y va a ver la cantidad de plata que le mandan los padres a éstos”. Bien, animadversión, entonces. Voy por ese lado, pero la señora se cuida. ¿Molestan a los paisanos, a la gente? No, tocan los tambores, nomás. ¿Son un problema? No, hacen su vida, nomás. Y luego otra vez aquello de “cómo vive esa gente, y uno que se hace tanto problema”.
Guay
Los perros son bravos en San Marcos Sierra. Casi desisto de quedarme mi primer día aquí. Son los perros de las zonas rurales. Luego, caminando por la montaña encuentro un monumento inexplicable: un gigantesco huso de cemento erecto, completamente desnudo, de varios metros de alto, que no dice absolutamente nada. Cuando llego a su pie encuentro una placa de bronce que explica que es un monumento a la espina. ¡A la espina! ¡Qué idea! La espina es el símbolo de lo defensivo, o peor, de lo agresivo. La espina mantiene lejos, advierte, amenaza, rechaza, lastima, hiere feamente. San Marcos Sierra empezó siendo un paraje habitado por paisanos, luego llegaron los jóvenes artesanos naturalistas, artistas, libres y espiritualistas, y desde hace unos años parece inundado por un embate turístico como una marea irrefrenable.
¿Y yo?
Y yo, ¿qué carajo hago en el hostel donde vive esta gente? ¿Piernas: por qué me trajeron a este preciso lugar? ¿Qué hace acá el mismo que se aloja en el Hotel Nacional de La Habana? La verdad es que me siento ligado al meollo del hostel por varios cables. No creo ni en la energía ni en la reencarnación, ni en la libertad inmediata, ni en que el poder no me toca si le doy la espalda; ni en las flores de Bach, ni en la sociedad sin conflicto, ni que cualquier cosa que uno quiera, lo consigue sólo deseándolo. Sin embargo, aún creo que el capitalismo no es la mejor manera de manejar la economía de la sociedad en la que quiero vivir. Aún aborrezco a quienes viven para amarrocar en detrimento de los demás. Aún disfruto la precariedad. Pienso que debemos usar sólo aquello que necesitamos en el momento. Aún disfruto de los objetos de materia noble y poco elaborada. Aún tengo fe en la comunidad, o sea el propósito de que las relaciones personales y el bien común sean lo preeminente, y de que cada personaje coincida con una persona. Aún creo que las cosas pueden ser diferentes. Aún creo que existen infinitas realidades diferentes del mundo que nos resulta familiar.
Coincido con el meollo hippón desde la crotura. Como croto, recelo de las trampas: el sistema médico, la conquista, el automóvil, la carrera profesional, el progreso, la propiedad, el prestigio, la pertenencia a un club.
Dicen, en fin, mis piernas: preguntá menos, que nos vemos forzadas a hacer estas confesiones que a lo mejor te dejan mal parado, y así disfrutás menos del festín que le hemos dado a tu costado bohemio. ¡A tomarse un descanso del mediopelo, bohemión!
Giramundo
Una vueltita por el lugar de descanso del mediopelo. Hay tres perros iguales. Hacen un escándalo de ladridos cada vez que llega un huésped —o sea, cada seis minutos. Uno encuentra el cuerno de un chivo. Está todo el día masticándolo y gruñéndole a los otros que pasan cerca. Hay también una perrita que fue muy blanca, de raza, muy peluda, que mira con los ojos vivaces tapados por mechones de pelos. Está tan roñosa como feliz. Dicen que vivía en un departamento. Y hay otros perros más, y dos gatos. Todos tienen vía libre.
En una pared que da al patio alguien pintó un mural, entre naturalista e hindú. El patio es de tierra y tiene varios árboles, tiene hamacas paraguayas, un juego de mesa y bancos hechos con troncos, y varios jardincitos. Termina en una acequia a la que le han agregado piedras para que se oiga el cantar del agua. De los árboles cuelgan atrapasueños de todos los tamaños —algunos tan altos como una persona— y de formas variadas, y móviles hechos con caracoles, llaves, piedras de cuarzo, los restos de una taza rota. También hay dispuestas latas pintadas con onda psicodélica para que se arrojen adentro las colillas. Las lámparas tienen forma de nidos de pájaros y todos los objetos de la casa, los decorativos y los útiles, están hechos por artesanos. Cada detalle está pintado. Todo es determinadamente ecologista, joven, internacional, libre, civilizado y creativo.
El canto de la acequia compite con un continuado de Calle 13, Manu Chao, folclores de Argentina y otros países, reggae, Mano Negra. Muchos de los alojados viven aquí. Hay argentinos y extranjeros. No se los distingue por el aspecto, sólo cuando hablan.
Acompañado
Atravieso un arroyo hacia una parte de la costa donde la vegetación es muy tupida. Allí tendré sombra y estará fresco, de modo que podré almorzar el queso y el pan casero que llevo en la mochila, leeré en la sombra verde que abunda y dormiré una siesta hasta que el sol deje de abrasar. Después de todo, ser croto también incluye la idealización de Hemingway y de Kwai Chang Caine. Al rato de acostarme sobre el pasto húmedo escucho un ruido detrás de mí, casi imperceptible: una vaca me observa, a no más de dos metros. Tremenda vaca de cuatrocientos kilos, a la que no oí llegar. Me mira con curiosidad, pero con una mirada tan pesada y boba, tan de nada, que no sé qué conclusión sacará. Le digo “¡bú!” y se va, medio asustada.
¿Con quién compartiría yo esta vida de trotamundos desapegado? Con Laurita. No nos conocimos en un hostel hippón en medio de las sierras, pero así debió ser. Vivimos como si hubiésemos estado aquí, y no en medio del mundo ciudad. Y nos separamos porque no vivimos aquí. En la ciudad soy un animal metido en una jaula, que gasta su energía en atacar a los demás bichos. Donde quiera que estés, Laurita, rubia y flaca y a lo mejor con una orgía de rastas como el de la bicicleta, te llevo una piedra que encontré en el arroyo. Tiene poder.
Hola, perro
Habita el hostel una familia de franceses. Viajan por Sudamérica; ella profesora, él artista, los pequeños niños, niños. Llegan otros franceses. Todos son agradables y gentiles. Nos entregamos largamente a la traducción de canciones de Jacques Brel. Los últimos estarán tres años. Irán armando una ludoteca ambulante con los juguetes de cada lugar. Ella se llama Aurelia. Él es tan alto que no cabe en la cama y debe dormir en el piso. Los tres somos compañeros de cuarto. Intercambiamos ronquidos.
Hay un sector de camping, más allá de la acequia. Las duchas son cubículos de lona. En el interior tienen un espejo. De un árbol cuelga una tela para que las chicas se cuelguen haciendo malabares.
La dueña del hostel no está, pero veo en la puerta de la heladera que ha dejado instrucciones precisas: pasar cera al piso – limpiar la parte de debajo de los estantes de las ollas - etc.
Cuando estoy sentado escribiendo en la mesa del patio, un perro llega hasta mí y apoya su hocico en mi pierna. Lo miro de reojo y él me mira de reojo también, para no mover el hocico. Me mira con ojitos para que me derrita de ternura y lo acaricie. Si no lo acariciara, se quedaría de todos modos. Igual sería feliz.
El pájaro del camino en la noche
No hay calles de asfalto en San Marcos Sierra. Hay una plaza, que una tarde tenía tres chicos en skates y en un banco dos chicas artesanas almorzando. La siesta empieza al mediodía y termina a las seis o siete de la tarde. A veces sigue. Las abejas industriales —la zona es conocida por la producción de miel— andan por las flores de las casas. Un atardecer vi un zorro cruzando una calle. Y una noche volví desde un cerro lejano. En un camino distinguí un pájaro más oscuro que la noche agachado contra el piso. Pensé que era una piedra negra y me asustó cuando salió volando. Sólo voló unos metros, hasta más adelante en el camino. Cuando llegué cerca de él, otra vez voló, se diría que despatarradamente, en la misma dirección que antes. Y luego otra vez. Pensé que era pichón, o que estaba herido. No podía entender por qué se exponía a que lo dañara en vez de volar a refugiarse en los densos matorrales de los costados del camino. Durante un rato seguimos así. En un momento percibí su mirada dura, pese a su agitación, y sentí temor, porque no era posible verle los ojos en la oscuridad. Como hago con lo que me asusta, traté de acercarme más. Quería saber si realmente podía verle los ojos, pero él se echaba a volar antes. De repente dio una voltereta en el aire, muy hábil, completamente diferente al torpe revoloteo que había hecho hasta entonces, y como una ráfaga voló hacia el matorral.
Unos metros adelante estaba nuevamente en medio del camino, achaparrado, como moribundo, y reanudó el juego.
El gato no está durmiendo
Cuando un gato es llevado a una casa nueva, se esconde detrás de algo. Es muy difícil encontrarlo, pero no es necesario, porque ya aparecerá. No huyó ni volvió a la antigua casa: su objetivo es saber dónde está, para moverse bien —bien como los gatos: perfectamente. Irá saliendo de a poco, hasta que reconozca íntimamente cada particularidad del nuevo ámbito, incluso los detalles que los humanos jamás perciben, como el lugar donde la pared vibra, donde el piso está caliente, el sillón que tiene menos ácaros, donde corre una brisa seca, o donde a veces llega un aroma a nido de pájaro; donde se forma una burbuja de silencio, y vaya a saber qué más.
En este hostel hay dos gatos hermanos. Los dos del mismo color, gris suave y blanco, con los ojos igualmente ámbar. La hembra tiene el pelo largo y sedoso, diría que está cubierta de hermoso y finísimo cabello, y él tiene el pelo corto, como corresponde a un macho, que no tiene tiempo para ocuparse de él. Sólo se ocupa de las bravas heridas que trae como condecoraciones en su gran cabeza redonda, de regreso de sus feroces batallas. Es muy decidido: cuando quiere, pide. Si no quiere, permanece inaccesible. En general está sobre una plataforma que les han hecho a los gatos en lo alto de un árbol para que puedan alimentarse sin que los perros los estorben. Esas cosas que sólo consiguen los gatos. Lo observo. Parece dormir, no echado, estirado, sino acurrucado como una bola sobre sus patas recogidas, con los ojos cerrados y la cabeza ligeramente inclinada hacia abajo. Pero lo conozco, conozco a ese gato, y sé que no duerme. Ni siquiera descansa. El muy experto está percibiendo. Es su técnica perfecta para saber todo lo que sucede en su entorno, que sólo alcanzan los gatos maduros, cuando ya no necesitan exteriorizar su curiosidad. Nadie lo molesta ni corre ningún peligro en esta posición, y con toda su experiencia de una vida buscando el bienestar más puro, siente con una sofisticación inconcebible para nosotros, lo que necesita saber, con los oídos, la nariz, las cejas y los bigotes y todo el cuerpo.
La piedrita
Se llama río Quilpo y es un hilo de agua fría que corre chupando los pies de las piedras serranas, blancas, enormes, cuyas formas imitan con asombrosa exactitud las de los elefantes. Me zambullo en un pozo. Permanezco inmóvil en el fondo y veo llegar mojarras gigantes: primero se acercan precavidamente, luego toman confianza y me mordisquean el pelo. Salgo, me acuesto sobre el lomo de una roca de piel áspera y tibia. En un rato el sol se pondrá, pero en las sierras parece iluminar con mayor solidez. Observo el agua, que tiene una transparencia perfecta. Veo bajo la superficie las mojarras moverse con facilidad exquisita; veo las rocas hundidas, las algas verde claro que se dejan mecer dócilmente por la corriente, como si danzaran en un fuego líquido, y veo los rayos de sol que penetran la masa de agua y hacen brillar mágicamente un guijarro. Uno solo. Me quedo mirándolo hasta que el resto de la realidad desaparece y se acalla todo pensamiento en mí. Sólo existe esa piedrita que emana su hipnótica luz blanca sólo para mí, sólo en ese momento de toda la eternidad.
Viajes
Gilgamesh emprendió un viaje en busca de la planta que le daría la Inmortalidad. Moisés llevó a todo un pueblo hacia la Tierra Prometida. Edipo se encaminó al oráculo de Delfos para averiguar quién era. Jesús partió al desierto a probarse con el Demonio. Son viajes en los que el trazo de la ruta sobre el terreno equivale a un recorrido interior, hacia un lugar. Allí ocurre algo que transforma al viajero y a su vida.
No es gran cosa la vida sin estos viajes. No es gran cosa la vida, si no es uno de estos viajes.
FIN
EPÍLOGO / El éxtasis final
Son las tres de la mañana. No tuve la precaución de comer algo antes de emprender el regreso y estoy muerto de hambre. El micro se detiene en el parador de Bell Ville. Me asaltan: un paquete de galletitas y una gaseosa me han costado lo que una cena. De regreso en mi lugar, se apagan las luces. En los asientos que tengo detrás hay cuatro sujetos. Tres de ellos roncan furiosamente. Uno está inmediatamente detrás de mí, otro del mismo lado del pasillo pero al fondo, y el tercero, del otro lado del pasillo pero no tan lejos. Los tres hacen sonidos diferentes. El que me ronca en la nuca se ahoga y larga una variedad muy rica de entonaciones, carraspeos y semitoses. A veces pareciera que se va a largar a hablar. El del fondo suena parecido a una máquina de carpintería. Ese es muy regular. El del otro lado del pasillo ronca con voces, haciendo emes bastante musicales. A veces se turnan: el primero, luego el tercero, el segundo. El segundo, el tercero, el primero. En este momento han armado un gran concierto, casi un éxtasis orquestal, los tres juntos.
cuantas cosas que se viven en un viaje, muy lindo gus todo lo que escribiste! :)
ResponderEliminarMe encantó... y te lo leí...no todo el principio y el final... mañana sigo porque son las 2 y 30 de la mañana y tengo que trabajar... pero lo que leí me encantó que hayas estado en esos lugares...
ResponderEliminarMe gustó mucho como comienzo de una novela, o porque no?, de una hermosa historia de amor...
ResponderEliminarCreo que todo eso es lo cotidiano que no sabemos ver, pero que si nos propusiéramos podríamos vivirlo en todo momento y lugar. Como en un barrio pobre, como en un barrio rico... En una visita a una tía vieja que vive sola...la abuela que no le gusta que interrumpan su vida interior, o un linyera debajo de un puente que sólo se alimenta de pescados...
TE felicito, me gustaría leerlo en las noches como a mis libros...
Celia