miércoles, 29 de abril de 2020

La valiente gorra




Hay muchas buenas clasificaciones de Platón. En La República, creo, decía que había un tipo de estudiante que en las clases era pesado, se aburría y se quedaba dormido, pero que en la batalla era valeroso y determinado, y que había otro tipo de estudiante que en las clases estaba siempre interesado, era vivaz y hacía más de lo que se le pedía, pero en el campo de batalla se volvía loco de miedo y desesperación, y salía corriendo ante la mínima amenaza.

Me suelen arrojar en la cara esta verdad: “sos hipersensible”.
Y, la verdad, me cuesta un poco comprender por qué la hipersensibilidad es usada como reproche. Por qué es vista como un defecto, como si acusaras a alguien de ser demasiado fuerte, o demasiado talentoso o demasiado constante.

Sobre todo para mi trabajo, que es el de observar para comunicar, la sensibilidad es fundamental, de modo que la hipersensibilidad es una ventaja importante.

Naturalmente, mi hipersensibilidad está en sintonía con una hipercobardía. Lo que otros no sienten, para mí es ácido arrojado a mis ojos. Cómo no temer las heridas, físicas, emotivas, psicológicas, si son siempre ardientes.

Lo digo literalmente; me quemo la yema del dedo con un fósforo y me tortura un dolor desesperante, metafísico, me descompenso.

Además, la valentía, de San Martín, de los vikingos, de los ingleses conquistadores del mundo, de los belgas asesinando negros indefensos, incluso la del Che, me parece que valen muy poco.

Hay infinitos caminos alternativos para conseguir lo que se busca, cuando se cree que la única manera de lograrlo es la bravura, y por ese camino se va muy directamente a la vanidad, la bravuconada, el autoritarismo, el abuso, el machismo y la vigilancia.





ECO ECO ECO



Hace cinco años mi querido y admirado Umberto Eco, que nació en el paese de mi bisabuelo, dijo que “las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas”.
Y: “tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los necios”.
Hace cinco años que esto no deja de entristecerme mucho.
Es feo cuando alguien tuyo, a quien sentís de tu misma pertenencia, te decepciona de una manera que casi no tiene vuelta atrás.
Cada vez que recuerdo lo que dijo Umberto Eco, vuelvo a preguntarle:
¿Quiénes determinan quiénes son los idiotas, Umberto?
¿Quiénes dan derecho a hablar a las personas según su idiotez o iluminación?
¿Las personas ganan el derecho a hablar por inteligentes, Umberto?
¿Tiene más derecho a hablar un ganador del premio Nobel, por ejemplo William Shockley, que proponía la esterilización de los negros, Barack Obama, que mandó decenas de miles de soldados norteamericanos a matar gente en Afganistán, Pakistán, Libia, Somalía, Fritz Haber, diseñador de máquinas para la aniquilación masiva, Shimon Peres, que expulsó a medio millón de libaneses de sus tierras, Henry Kissinger, socio de Videla, Pol Pot y Pinochet?
¿Compartís la vereda con esa gente para no estar del lado de los idiotas, Umberto?
¿Y cuál es el problema con las “legiones”?
¿Qué son muchas personas?
¿Los derechos son sólo para pocos?
¿Los pocos que deben tener derechos tienen nombre, tienen título de Nobeleza, y los idiotas son una legión, como un malón, un camión de peronistas?
Esta sensación de que Umberto Eco estaría tan feliz con el gobierno de los ricos en Argentina, que sumaría su voz a la de Fernando Iglesias, Jorge Lanata y Alejandro Rozitchner, me hace muy, muy difícil volver a leer con respeto absoluto lo que ha escrito.




martes, 28 de abril de 2020

Aquello



Esto dijo Pablo Makovsky: “el modo en que escribís sobre el zodíaco de los chinos no es ni más ni menos que escribir. Toda escritura es oracular”.

Esto dijo Juan Rulfo: “no creo en la inspiración; en cambio, al ponerme a escribir convoco algo con mi intuición. La intuición es como una exploradora”.

Esto dijo Ernest Hemingway: “Hay dos maneras de matar al toro: yendo hacia él con la espada, o esperarlo”. La intuición puede ir hacia aquello y capturarlo, o puede esperarlo y atraparlo.

Esto dijo Juan Rulfo: “aquello es una mentira. Algo que no existía en la realidad. Una vez que la intuición lo descubre, uno se deja llevar por ello, escribiendo”.

Esto dijo Jorge Luis Borges: “cuando escribo tengo la sensación de que aquello preexiste. Tengo la sensación de que las cosas son así. Las cosas son así, pero estaban escondidas”.









Venga ese abrazo


Quizás quieran obligarnos a que no nos toquemos nunca más.

Los que cumplimos la puta cuarentena con obediencia de aterrados soldados prusianos o de japoneses después del tsunami, vamos a poner como límite el abrazo: cuando nos veamos al fin, nos vamos a abrazar hasta fundirnos, hasta confundirnos, hasta no saber dónde empieza uno y termina el otro.

Nos vamos a abrazar hasta la orgía, hasta el incesto, hasta fecundarnos.

Porque para eso nos alineamos y nos sacrificamos con entrega y valor cívico.

Para eso sobrevivimos.



 

martes, 21 de abril de 2020

Guillermo



Me causa complicidad cuando alguien exterioriza su gusto por algo.
Chicho Serna.
El dulce de leche.
El mató a un policía motorizado.

Y me causa algo parecido al amor cuando alguien ama algo y no lo dice.
Comprar cosas en el tren.
La brisa que apenas encrespa el agua quieta.
La cara de su viejo.
Cuando un chico le agarra la mano.
Un libro.
Los chistes de Stronati.



domingo, 19 de abril de 2020

Los grasas




Cualquiera de mi edad puede recordar que a Luca Prodan —que fue a la misma escuela a la que la Reina Isabel mandó a sus hijos— le gustaban los grasas.

Ayer alguien me dijo que hacer determinada cosa era una grasada.

¿Qué es lo contrario a grasa?
No sale la palabra contraria fácilmente, medio que hay que inventarla. Quizás es porque quien califica a alguien de grasa, no quiere ser comparado con el grasa.
La comparación lo pondría, de algún modo, en un mismo nivel.
Claramente, quien piensa en términos de grasa, tiene un escalafón en la cabeza. El grasa está abajo, él está arriba.

Tener en la cabeza la categoría grasa es tener el germen que acaba generando acciones nada simpáticas, como rugbiers matando a patadas a un grasa o violando y matando a María Soledad Morales, un Gobierno que promueve el odio a los extranjeros, heredero de otros que asesinaban a los indios en masa.

Los progres tenemos en la cabeza el germen del escalafón.
Está presente en nuestra fe en la posibilidad de mejorar, de crecer o desarrollarse.
Sentimos que alcanzamos la realización mejorando.
Y nos apremia la responsabilidad del desarrollo, ¿o quién va a ser tan necio y malvado de no hacer todo lo que tenga a su alcance para que sus hijos desarrollen al máximo sus capacidades? ¿No es eso lo que los hará felices?
Calvino o Lutero entendía la vida como un don de Dios equivalente a un jardín: nuestra deuda con Dios se paga haciéndolo florecer.

Hablo de progres: el Progreso es mandato moderno. Orden y Progreso.
De allí derivaron las teorías evolucionistas, que ven que los mexicanos son menos evolucionados que los WASP, los sirios son menos evolucionados que los húngaros, los chinos son menos evolucionados que los ingleses, los africanos son menos evolucionados que los chinos.

Los progres están a favor de los pobres, incluso algunos hacen obras de bien para los negros, pero aclaran con determinación de hierro que no son parte de ellos.
Cuando mi hija se puso de novia con un villero me agarró un ataque de concha.

En ese ataque estaba el germen que establece arriba-abajo, superior-inferior.
Y ya sabemos: lo superior tiene derecho sobre lo inferior.

Por mucho que un progre declame el derecho a la diferencia, a la inclusión, a la realidad multiversa, a la bandera de wiphala, el germen que lleva adentro ubica unos diferentes arriba y otros diferentes abajo.
¿Y él, dónde se ubica?
Arriba, naturalmente.

Quien entra por la puerta que abre ese germen, quien se llena la boca con la palabra “grassssa”, “grasada”, es altamente probable que acabe nazi.


sábado, 18 de abril de 2020

Guru de la cuarentena


Dice un gurú (no conozco su nombre, me avisan que es el gurú de cabecera del presidente de la india) que esta cuarentena de pandemia sirve para:

1. Comprobar cómo se llevan con su casa.

2. Comprobar cuán preparados están para estar enfermos y eventualmente, morir. “Tenéis el bolso listo para cuando sientan las contracciones y sepan que es la hora de ir al hospital para parir?”

3. Comprobar cómo se llevan consigo mismos.

4. Hacer una lista de las personas con las que pasarían la cuarentena, como alguna vez jugaron a imaginar a quiénes llevarían a una isla desierta si naufragaran.

5. Descubrir qué están haciendo de sus vidas. Si no están haciendo algo con lo que estén de acuerdo, empezar a hacerlo.

El que se va


Cuando Carlos se dio cuenta de que yo me di cuenta de que se iba, hacia un costado me dejó una frase casual. "Fijate que la nena necesita zapatillas", me dijo.

Me quedé donde estaba, mirándolo. Se iba lentamente, tranquilo, inexorablemente hacia el mar.  No se volvió para mirarme. Iba como quien va hacia el galpón a buscar los enseres para ensillar el caballo.

No sé qué estaría sintiendo él, pero cuando metió los pies en el agua, sentí la necesidad de que no hiciera eso solo. Fui hasta su lado y caminé con él.

Caminamos hasta que el agua nos tapó. La pollera se me subió, me envolvió la cara.
Entonces lo perdí.  

Yo me quedé sumergida, cada tanto sacando la cabeza fuera del agua para respirar.








lunes, 13 de abril de 2020

Tiempo Maestro





Me tocó pasar unas semanas en un pueblo Santa María, de un país muy latinoamericano. Cada día que estuve allí la pasé de muy buen humor porque la gente era especialmente amable. Todas las personas con que me cruzaba por la calle me saludaban, “buenos días”, “buenas tardes”, adonde entraba a comprar algo me atendían sonriendo y jamás me cobraban demás, en cualquier bar o plaza que iniciaba una conversación con alguien, se armaba una charla reposada y encantadora.
Sin embargo, de todo nuestro continente, era el pueblo en que más asesinatos se cometían. Por la guerrilla, por el narcotráfico, por secuestros, robos y otros delitos, y por cuestiones domésticas. Eran la mar de afables, pero parecía que si se pasaban al campo de las discusiones, el recurso que tenían más a la mano para resolverlas era ponerle un tiro al otro en la cara.
Eran dos cosas las que yo no podía entender. Primero, el contraste. Segundo, que vivieran tan livianamente algo tan trágico, absoluto, como la muerte.
Sólo con los años fui comprendiendo que lo que sucedía en Santa María era que a su gente la muerte en realidad no le resultaba lo más tremendo que puede sucederle a alguien y a sus allegados.
Claro que era dramático el momento de la muerte, pero pasado el amargo trago violento, la vida seguía igual.
Con los años comprendo que en aquel lugar la muerte no valía nada porque la vida no valía nada.
El escandaloso pánico por el virus que se expande por todo el planeta resulta estos días un buen Maestro de la Muerte para muchas personas.
Nos enseña nuevamente que moriremos.
Nos da tiempo para que nos preparemos para morir.
Y sobre todo, nos pone a pensar para qué vivimos, qué sentido le damos a nuestras vidas, qué hacemos con nuestro tiempo.
Algunos no estamos del todo cómodo escondidos del virus, preservando nuestros cuerpitos en reclusión, cuando podríamos estar haciendo algo que sirva para quienes no están bien.
Algunos estamos esperando una eclosión de la epidemia que demande manos para atender situaciones en lugares complicados. Entonces pensamos que podríamos ayudar a cargar cadáveres, por ejemplo.
Luego comprendemos que nos vamos un poco al carajo con ese pensamiento, pero entonces, ¿qué estamos haciendo de nuestra vida que sea un aporte tan crítico como el de juntar cadáveres?



viernes, 10 de abril de 2020

La armónica


Vivo en un departamento que da al pulmón de la manzana, que es un verdadero pulmón, no verde, pero hay unos talleres del Gobierno de la Ciudad que están desactivados, de manera que es un pulmón de silencio.
Alejado de la calle, ni aún en los días de ciudad enloquecida escucho los autos, de manera que en pleno centro, tengo la bendición de carecer de contaminación sonora. Además, soy medio sordo.
Si no pongo música yo, no escucho nada.

En la cuarentena, este silencio, exagerado, da una sensación de irrealidad.
En el silencio perfecto, a veces pienso, o a veces mi mente está también en silencio. Entonces, agarro la armónica e improviso algo.

El sonido de la armónica puede ser muy vivaz, pero también muy melancólico.
Cuando toco para mí, la música le hace bien a mi corazón y a la vez me hace sentir que estoy solo.
Es como si me hubiera tirado de un tren de cargas en el que me colé, luego hubiera caminado hasta un río, y en la orilla, mirando el agua pasar, hubiera sacado la armónica y me hubiera puesto a tocar.

Quizás, el sonido sale por la ventana y se cuela como un filamento en el silencio del pulmón de manzana. Puede ser que alguien de alguno de los cientos de departamentos que dan al pulmón de la manzana, escuche el sonido triste y vivo de mi armónica.
Y a lo mejor cuando termine la cuarentena,,encuentre en la verdulería o en el supermercado chino, o también en una fiesta, o en un recital, a alguien que escuchó la armónica estos días, alguien que dice “ahí está la armónica otra vez“, y se detiene a escuchar. Tal vez encuentre a esa persona, que no sabrá que yo era el músico, y yo no sabré que esa persona escuchaba mi armónica.

Anoche soñé que alguien había agarrado la armónica y se había puesto a tocarla, aquí en mi departamento del silencio.
No la veía, pero sabía que era una mamá con un bebé. En el sueño, me alegraba; ahora que estoy despierto, me hubiera gustado que fuera real.
Me hubiera gustado en esta cuarentena, estar con una esposa y un bebé.

Cuando acabo de tocar la armónica, el sentimiento melancólico se disuelve casi apenas se termina la reverberación de la última nota.
Inmediatamente me pongo a hacer cosas. Tengo tantas cosas que hacer, que no me alcanzarían siete cuarentenas para terminarlas.
Trabajar solo en mi casa no es novedad para mí. Hace una década que me vengo preparando para trabajar desde cualquier lugar del mundo, de manera que hacerlo desde la comodidad de mi casa, es casi la mejor hipótesis.







jueves, 2 de abril de 2020

Pampa de los Guanacos





Mi papá, 84 años, está en su casa de Nueva York, la metrópoli planetaria hoy sumergida en la oscuridad de una distopía amarga. Desde el cielo se ve en el mar la Estatua de la Libertad y, cerca, el barco hospital abarrotado de enfermos. Descendientes de quienes llegaban en barcos y lloraban al ver la estatua, que les daba la bienvenida a la Tierra del Mañana.
Hace unos días, antes de la época de la cuarentena, mi papá me mandó un mensaje retándome porque estuve mucho tiempo sin comunicarme con él.
Le pedí disculpas y lo empecé a llamar seguido. Al principio, me cortaba medio rápido. El hombre siempre es un chico. Ahora me llama un par de veces al día.  Hace un rato me preguntó si yo conocía Pampa de los Guanacos.
Era una pregunta un poco desconcertante. Le dije que conocía una chacarera con el mismo nombre y quise saber por qué me preguntaba por ese lugar.
Me dijo que buscara un video turístico de Pampa de los Guanacos en YouTube.
Entonces, miramos el mismo video en YouTube, él en Nueva York y yo en Buenos Aires.
Pero ¿por qué estábamos viendo Pampa de los Guanacos?
“Me puse a mirar YouTube y me pareció interesante”, me respondió.
Estábamos viendo un episodio de un programa de turismo, bastante humilde. El conductor había viajado en su auto (una escena transcurría en de la gomería “Rodar”, donde el auto se proveía de neumáticos) a Pampa de los Guanacos, un pueblo en la frontera de Santiago del Estero con Chaco. Un pueblo que tiene sólo una iglesia. Menos de 5.000 habitantes. Ningún hotel. Pero tiene una comunidad menonita.
Mi papá me empezó a contar de los menonitas, porque ya había visto el programa. Me extrañó aún más, porque no le interesa la gente rara.
“Son alemanes, o no sé de dónde. Se hace la ropa entre ellos. Los chicos no van a la escuela. No usan celular, ni nada de la tecnología”, me relataba.
Estaba interesadísimo. Era la primera vez que sabía de la existencia de aquella gente.
Y yo tenía mucha intriga. No podía adivinar qué estaba viendo que le llamaba tanto la atención.
Tuve la sensación de que quizás mirar a los menonitas le hizo pensar que nos podríamos arreglar sin máquinas, dinero, electricidad y Estado.