Publicado en Revista REA
Es notable cuánto cambia la imagen de un hombre si en lugar de andar solo, lleva un perro. En las plazas se gana instantáneamente el ingreso a la familia de quienes tienen perro.
Nunca escuché decir que el humano y el perro tienen una relación especular. Sí se dice usualmente que el perro toma el carácter de su amo. Sin embargo, posiblemente los perros nos formaron como humanos en más de un sentido, en tantos miles, quizás millones de años de convivencia.
Una amiga me pidió que me quedara a cuidar su departamento, con sus plantas y con el Sr. Draco.
El Sr. Draco es un perro viejo, que fue rescatado o encontrado por una asociación protectora de animales y luego “dado en adopción” a mi amiga.
Llegó con la personalidad acabada: viejo, pacífico, sumiso. Parece más bien la estatua de un perro. No ladra, no rompe nada, aunque tiene hambre todo el día porque su ama le da estrictamente la poquísima comida que le indica el veterinario, no vuelca el tacho de la basura. No pide, no se queja, no llora. Está completamente vencido.
Lo saco a pasear a la mañana y a la noche.
Es notable cuánto cambia la imagen de un hombre si en lugar de andar solo, lleva un perro. Aún no sé explicar bien en qué consiste el cambio, salvo que en las plazas se gana instantáneamente el ingreso a la familia de quienes tienen perro.
De repente las personas le hablan a quien lleva un perro sin que sea necesaria una presentación.
La presentación es tener un perro. El perro es un facilitador eficacísimo de la comunicación. No se busca un tema de conversación, ni la política, ni la noticia del día, ni la inseguridad, ni el fútbol ni el clima.
— ¿Cuántos años tiene?
— Este es un alfa bárbaro.
— ¡Ah, es amistoso!
— Esta raza es muy buena con los chicos.
Me da la impresión de que se genera una charla fluida y que puede durar indefinidamente.
El Sr. Draco es un boxer. Me paro frente a un vidrio, observo nuestra imagen juntos y me surge esta extraña pregunta: ¿este perro me queda bien?
Es una pregunta políticamente incorrectísima.
Siempre me sentí bien con un airdale terrier que tuve, aunque su raza era una raza a la que yo aspiraba, por así decirlo, a pertenecer, pero la verdad es que no es la mía.
¿Qué raza me representa, entonces? (esto es un juego que algunas personas juegan). Pues ninguna. Soy un bastardo. Si fuera un perro, sería agradable para los que le gustan los perros morrudos, tendría ganas de ser macho alfa y seguramente sería muy comprador.
La combinación de una persona con el perro que lleva parece un buen tema para un ensayo fotográfico. Una anciana enclenque que pasea el rottweiler del nieto, una bestia que podría dispararse hacia otro perro para matarlo, tirando a la anciana al piso. Un muchacho fornido, vestido de cuero negro brillante y tachas de metal, barbudo, con una mandíbula prominente y casi tapado de tatuajes, que tiene en brazos a un diminuto Chihuahua. Un viejo muy, muy viejo, que va con un perro muy, muy viejo que parece embalsamado y cubierto por un felpudo. Y así.
En la plaza no puedo soltar al Sr. Draco, porque es completamente tonto con los autos. Si se fuera a la calle, un auto lo atropellaría, sin ninguna duda. No tiene chances de sobrevivir si uno lo suelta. Quiere jugar con los otros perros, pero no puede, porque lo tengo agarrado de la correa.
No lo sueltes jamás, me dijo su ama, y soy tan obediente como él, que acepta con santa resignación no poder jugar porque no lo suelto.
La resignación es el sello del Sr. Draco. Quizás eso, además de la edad avanzada, me hace identificarme con él. No soy tan resignado, pero voy en camino a serlo. Él pareciera encarnar la resignación de un modo tan consumado porque ha sido castrado.
Siendo viejo, soy muy machista superconstruido. Creo que las bolas son lo que hacen macho a un macho, en el sentido en que es una persona. Un castrado es alguien a quien le cortaron el fundamento de su persona.
Otra vez estoy derrapando hacia lo políticamente incorrectísimo. Parece ser que el Sr. Draco y yo ya tenemos marcas incorregibles. Jamás le cortaría las bolas a un macho. A ningún macho. Preferiría matarlo.
Por otro lado, esta posición radical, ¿no expresa cierta preocupación de que en algún sentido a mí me caparon, también?
Ahora que lo pienso, ciertamente temo que la gente, al vernos juntos al Sr. Draco y a mí por la calle, caminando con gravedad y civilizadamente, con una educación que revela que somos inofensivos, piense que ahí van los dos machos castrados, pobres.
No imagino que las personas supongan que mientras paseo el perro, en mi casa está mi esposa, mis hijos, mis suegros, mis hermanos. La gente sabe que somos dos solitarios.
Ver a un hombre solo con un perro solo paseando silenciosamente es algo a la vez triste y consolador. Es triste la soledad irremediable que los condena, pero uno se alegra de que estén juntos, porque por lo menos tienen un amigo, se tienen uno al otro.
Yo me siento cordial con el Sr. Draco y muy cívico al levantar con una bolsita de nylon que uso como guante, los asuntos que larga cuando llegamos a la plaza y olfatea el pasto, cerca de otros asuntos que parecen inspirarlo.
Yo nunca había hecho esta tarea. Bueno, lo hice con mis hijos, pero era muy diferente.
El Sr. Draco me da la oportunidad de servir a alguien. Es cierto que él no tiene lo que se diría conciencia de qué es lo que estoy haciendo. Como hombre no deconstruido, aunque castrado, como macho, no he servido mucho a los demás. Vengo de una familia de enfermeras. Mi madre, mis tías, ellas sí han servido. Han curado, limpiado, tenido la mano, charlado, consolado a miles de personas.
Pero eran mujeres. La experiencia de servir es importante para un hombre. Supe de un militar retirado, cuya esposa padeció desde bastante joven una enfermedad que la dejó postrada. El hombre la bañaba, la alimentaba, la acostaba, la paseaba. Estuvo más de 30 años de su vida dedicado a cuidar de su mujer, quien, como el Sr. Draco al yo levantar lo que deposita sobre el pasto, no sabía qué era lo que hacía su marido, porque su mente estaba en otra parte.
Le deseo a todos mis colegas machos que la vida le dé la oportunidad de servir a alguien.
Para mí, madurar fue asumir que los humanos me interesan muchísimo, pero que la gran mayoría de aquellos con quienes trato, no ponen en juego su humanidad.
Así, he comenzado a evitarlos, porque me aburren. En cambio, con los niños y los perros puedo comunicarme directa y plenamente. No hay necesidad de hablar. A un niño le hago una cara y eso ya fue una charla.
Con los perros, es sólo la acción, darle una galleta, palmearle la cabeza, pegarle una patadita. A veces al Sr. Draco le ladro. No entiende, pero sabe que es algo que hago con él.
Con los niños y los perros puedo ser yo, sin tener que presentarme de ninguna manera, diciendo a qué me dedico, vistiéndome con determinado estilo, escuchando determinada música, diciendo que conozco a tal o cual persona, hablando de determinada forma.
Con los niños y los perros estoy como si estuviera desnudo. Pero si invitara a otras personas a que nos desnudáramos para poder ser nosotros como soy con los niños y los perros, las personas interpretarían mi invitación como una forma de presentarme y yo debería fundamentar mi propuesta, todo lo cual me agota antes de siquiera pensar en hacerlo. (Sin embargo, una vez lo hicimos con una amiga. Los dos habíamos perdido a nuestras novias y estábamos devastados, con una tristeza que rebalsaba de angustia y reclamaba que hiciéramos algo, y lo que hicimos fue desnudarnos y pasar así todo un día juntos. Resultó muy bien. Fue como darnos un abrazo).
Yo dejo hacer a los niños, en parte porque corro con la ventaja de que, no siendo su padre, no me hago cargo de las consecuencias de darles libertad. Lo mismo hago con los perros. Si el Sr. Draco tiene deseos intensos de quedarse horas oliendo un palo, allí me quedo parado. Algo le interesará de ese palo. He leído que un perro es capaz de conocer todo de otro perro, su historia, su salud, su dieta, su personalidad, sólo oliendo su orina. Imagino que oler el palo es para el Sr. Draco el equivalente a leer una novela de Tolstoi.
Si, como le sucede a cualquier perro, se le ocurriera comer los asuntos que otros han entregado y sus poco cívicos dueños no han recogido, miraré hacia otro lado porque me dará asco, pero bueno, si él siente que está comiendo trufas en el Savoy, ¿quién soy yo para dictarle los gustos?
En unos días regresará la ama del Sr. Draco, que lo estima muchísimo, y él tiene auténtica veneración por ella. Nos despediremos con el Sr. Draco sin decirnos nada. Yo pensaré que volveré a verlo pronto, mientras él, en cambio, no pensará nada. El futuro no es un asunto.
Como en tantas otras cosas, cuando parece tonto por animal, tendrá razón. Pensaré en ese último mensaje suyo, mientras vuelva caminando a mi casa, solo.