Ayer coordinamos el último taller en el Hogar Kaupé, que
aloja a mujeres que atraviesan problemas graves, entre ellos, no tener dónde ni
cómo vivir. El taller comenzó en junio y debió haber terminado la semana
pasada, pero la semana pasada murió Néstor Kirchner y su muerte se convirtió en
un acontecimiento histórico, quizás el más importante del nuevo siglo, junto
con los explosivos sucesos de diciembre de 2001, y demoramos la despedida.
Desde una semana antes debatíamos con Maite, Nati y
Cristian, el equipo al frente del taller, cómo sería el último encuentro, y no
terminábamos de decidirnos. Pero ayer, en algún momento del día, mientras llevaba
a mi hija al dentista, me vino a la cabeza que les daría a las mujeres del Kaupé
esta consigna para que escribieran: Bajo
del tren y camino hasta la casa de mi infancia. Me abre la puerta esa persona
que siempre quise tanto.
Era una consigna diferente a las que dimos cada semana
porque transgredía la condición de no interpelar directamente la vida de las
participantes. El taller se planteó como “altamente recomendable”, pero no obligatorio,
y la medida que esta calificación tuviera de obligatoria era la de evitar la
intromisión en asunto personales. Estamos muy lejos de entender que el
alojamiento en lugares como este se paga como un castigo con el derecho a casi
cualquier contraprestación. Sin embargo, la eficacia del taller anidó en la
posibilidad de que cada participante dejara de ser invisible. Hablamos mucho de
esto a lo largo de los tres años que venimos haciendo los talleres. Fuimos
viendo el drama penoso hasta lo insoportable de que una persona como cualquier
otra, se transforme en invisible. Algunas de las mujeres del Kaupé han pasado muchos
días en la calle. Salvo algunos pocos, cientos las habrán visto dormir en la
vereda y habrán seguido de largo sin hacer nada. Algunos habrán pensado que el
Gobierno debía ocuparse, o las iglesias, o alguien; otros habrán teorizado
sobre la injusticia en la sociedad, o con valentía se autoincriminaron y
llegaron a formular que algo debo hacer, y otros habrán culpado a la mujer
sentenciando que cada uno vive como quiere. La gran mayoría habrá seguido de
largo sin pensar nada, porque un cuerpo tirado en la puerta de un banco o un
edificio público, entre frazadas, sobre cartones, junto a bolsos, es un
ingrediente infaltable del paisaje urbano. Como los automóviles, los bares, las
sendas peatonales, las mascotas, los semáforos y la basura. El taller, en fin,
sirve como pequeño intento en contra de esa corriente, al devolver a algunos
despreciados sociales algo de su discurso, su voz, su pasado, los temas que
siempre le rondan, sentimientos que estructuran su afectividad, las personas
que clavadas desde otro tiempo son las que aún les dicen quiénes son, en fin,
al devolverles algo de la subjetividad. Al contar una historia en el taller,
las mujeres del Hogar Kaupé asientan en el mundo que son alguien, y al
escribirlo, los coordinadores recibimos el registro. (La instancia que se sigue
a la redacción el cuento es igual de fuerte y superadora: al leer el cuento
cada participante trasciende la cárcel invisible en la que perdió todo, al
tiempo que salta al vacío y es atajada por las demás. Así se recrea, antes que
un lazo, la posibilidad cierta de que los lazos sociales cuya pérdida la
llevaron a la falta de contención, puedan rehacerse).
De este modo, un componente subjetivo era necesario en el
último taller. Las consignas para escribir debían suscitarlo, aunque eludiendo
la obscenidad del dato autobiográfico. En el último taller se insistió en que
el relato podía ser ficticio —de hecho, algunos lo fueron—, de la misma manera
en que desde el principio se insistió en que se podía firmar con un seudónimo. La
última consigna fue toda entera una firma, como si las participantes dijeran
“la que escribió estos meses fui yo”. Sentí que necesitaban decirlo. El taller
había concluido sin que dijeran “yo”; quienes quisieran, necesitaran, ahora
tendrían la chance. Fue como el abrazo de los boxeadores al final de quince
rounds a vida o muerte. Como mirarse a los ojos al final de la obra,
desprovistos ya del personaje al que dimos vida y nos hizo vivir.
Francisca comenzó a llorar cuando expliqué la consigna.
— ¿A cuántas cuadras quedaba la estación de tren de la casa
donde vivías cuando eras chica? —le pregunté.
— A catorce —me dijo, casi antes de que yo terminara mi
pregunta. Me miró fijamente, mientras los hermosos ojos grises, siempre duros,
invencibles como los de un ave rapaz, se le llenaran de agua.
Algunos dicen que no hay mujeres de la calle, que si hay
hombres que permanecen viviendo años en la calle, las mujeres no están más que
unos días, porque quieren un amparo y lo encuentran. El caso de Francisca
contradice la observación porque estuvo en la calle mucho tiempo, hasta que las
llagas de las piernas hicieron inevitable la contención de un refugio.
Francisca es también una de las participantes más formales y
la más cortés del taller. Sabe en cada momento qué decir, cómo comportarse, con
perfecta mesura y sentido de la oportunidad. Muchas veces me marcó qué
correspondía hacerse en determinada situación: no apurar a alguien, no prometer
sin fundamento, vestirse adecuadamente para una ocasión, soltarse y divertirse
cuando era el momento de festejar. Ella se las arreglaba para hacerlo
notablemente bien, sólo con la ropa usada que distribuye Cáritas. Siempre tuvo
razón en sus marcaciones formales y yo le agradecí que me enseñara.
Escribía con dificultad. Esto la compungía y le causaba
mucha inseguridad. Escribía indignada consigo misma, rezongando
imperceptiblemente, para no molestar con ello. A cada palabra preguntaba si
estaba bien lo que había escrito. Entendimos que requería una persona junto a
ella todo el tiempo, y la dejamos con su dificultad hasta que pudimos sumar a
Cristian. Entonces las cosas fluyeron mejor. Con el tiempo, sin embargo,
entendimos que aquel no era el problema principal con Francisca, sino que no
podía atenerse al tiempo estipulado para escribir. Los talleres eran de dos
horas. La primera estaba dedicada a escribir y la segunda a leer y escuchar.
Cuando todas las participantes habían terminado su texto —algunas lo tenían
listo a los tres minutos—, Francisca seguía. Le dábamos más tiempo. Seguía. Más
tiempo. Seguía. Las demás se impacientaban, se levantaban, se iban al patio a
fumar, a la cocina, al baño. Francisca seguía. Debíamos interrumpirla para que
no se quebrara el taller. Y entonces, a escondidas, seguía. Tuvimos que poner
la norma de tapar los textos mientras alguien leía el suyo para que Francisca
pudiera escuchar a las demás. Esa imposibilidad de poner un punto final y la
estructura de los relatos (sensaciones de acontecimientos sin un nudo que
requiriera un desenlace) nos llevaron a entender que el desarrollo de los
relatos de Francisca era un deambular.
El final del taller nos dejó con otra sospecha: era probable
que Francisca sí concibiera historias con final, en las que el transcurrir errante,
azaroso, fueran parte de la historia, pero no su sentido. Quizás Francisca era
una escritora de novelas (en el taller aparecieron perfiles nítidamente
definidos según los géneros literarios: novelistas, cuentistas, ensayistas,
poetas). Podía ser que la manera adecuada para que Francisca escribiera
cabalmente fuera el acompañamiento de alguien durante un período largo. Sin
embargo, eso trascendería los objetivos del taller, en el que los tiempos,
necesidades, características y anhelos personales deben ajustarse a la mecánica
del grupo. El taller tiene la función de reimpulsar lo que podemos hacer con
otros como aquello que nos da la oportunidad de encarar el mundo y nos hace
humanos. Los caminos que se recorren en soledad, en los que las realidades
interiores y exteriores coinciden, llevan a trascender los límites humanos, lo
que puede estar muy bueno, pero si alguien acaba sufriendo con ello más de la
cuenta, no está mal que se de un baño de tribu para empezar otra vez.
Noemí pudo estar en poco talleres. Era una mujer de una sola
pieza, práctica y diligente. El tipo de personas que asombra ver en un hogar
que refugia mujeres por los problemas que tienen a la hora de valerse por sí
mismas.
Escribía expeditiva, cabalmente siguiendo las indicaciones
que se le daban; sus relatos eran informes técnicos sin afectos, sensaciones,
vivencias, inclusive fantasías. Noemí era sincera y eficientemente simpática, y
el trato con ella no comportaba el mínimo conflicto. Un día me llamó aparte y
me dijo con una fuerte carga de ansiedad que estaba buscando trabajo de lo que
sabía hacer: era podóloga, masajista, sabía armonizar. Además quería aprender.
Con todo su sentido pragmático le interesaban los ángeles y arcángeles, la
radioestesia, la grafología, la aromoterapia, la calorterapia, Saint Germain y
los siete rayos.
Damiana era una de las mujeres que necesitaba contar su vida
más de lo que el taller requería, o, como dije, permitía. Su relato biográfico
la desbordaba y se coló en cada cuento que escribió. Desde un primer momento
ella determinó que el taller fuera un espacio catártico y cada jueves nos
regaló el desafío de que pudiéramos encauzar su afectividad masiva. Alguien, en
general Maite, le ponía una mano en el hombro cuando Damiana iba terminando de
leer su relato y la voz se le deslizaba abruptamente al llanto. Toda Damiana
era ese desborde de sentimientos de amor arrasadores. Tenía el coraje de
enfrentarlos y nos llamaba para que estuviéramos en aquel momento con ella. Siempre
escribía sobre su infancia muy pobre en la selva de Formosa, sobre su mamá y un
hermano, y sobre el papá que no recordaba. En algunos relatos el papá aparecía
sobre un caballo, muy lejos, de modo que ella no podía distinguir su rostro; en
todos la quería y cuidaba. Su mamá aparecía siempre feliz. Un día dibujó a
Frankenstein y me dijo “este es mi hermano. Dicen que es feo, pero no es verdad,
porque es muy bueno”, y largó un llanto de dolor que llegaba desde su niñez.
Damiana es muy servicial; se ocupa natural y constantemente
de las cosas de la casa. Limpia, ordena, cocina. Hablaba de un patrón, a quien
cada tanto veía. Estaba al tanto de la situación de cada una de las alojadas y
si una iba al hospital ella la acompañaba. Sentía que para eso estaba, para
mantener la casa en pie. Fue mi amiga entre las participantes del taller.
Un día Damiana me presentó con algarabía a Esther, una nueva
integrante de la familia que era paisana suya. Lo que Damiana conservaba como
añoranza de su lugar de origen, Esther lo era en demasía: desbordaba esa vitalidad
impetuosa de los chaqueños, correntinos y formoseños, que explotaba en
extroversión, festejos y frontalidad. Todo lo ponía Esther sobre la mesa,
obligando a los demás a hacer lo mismo. “¿No me quiere llevar a vivir a su
casa?”, me ofreció el primer día que nos conocimos. “Déjeme pensarlo, Esther”,
le dije, a lo contestó: “No me quiere responder por no tener que decirme que
sí. Diga que no directamente, ¿para qué anda con vueltas?”. La idiosincrasia de
su tierra le daba a Esther un temperamento arrollador, fantasioso, romántico e
incansable. Sus cuentos era naturalmente, un ámbito privilegiado para el
despliegue generoso de su personalidad. Se escuchaban chamamés y sapucáis en
sus historias chispeantes, en las que aparecían amores fogosos, caballos, gente
decidida y mucha acción. Una tarde nos encontramos con la novedad de que Esther
estaba en la cama porque la habían operado. No pasaron muchos minutos antes de
que apareciera en el taller. “¿Por qué no me llamó, profesor? ¿No me va a
permitir que participe?” Era pura entrega a la vida. Apostaba resueltamente,
aún cuando no tenía ninguna chance de ganar. Me pregunté si ese modo temerario
de jugarlo todo no se relacionaba con la situación que la había llevado al Hogar
Kaupé. Me dio un poco de pena y algo de bronca, y mucho de envidia su capacidad
de vivir lo que tenía para vivir en cada instante.
A los últimos talleres faltó Vicky, otra mujer de
personalidad imparable. Era muy joven y aplicaba una energía dinámica en cada
cosa que hacía. Sin embargo, no le interesaba mucho qué hacer con lo que
conseguía. Dejaba los logros a merced de las bestias del pasado. No la anclaban
los desastres ni las dichas del ayer, ni la encandilaban los soles del mañana. Como
una pertenencia, su vida se jugaba en el presente. Así, sus cuentos eran el
producto de una aplicación ejemplar. Tenían el tipo de intensidad que los jóvenes
ponen en aquello que los apasiona. Vicky se apasionaba escribiendo. Era una
satisfacción deliciosa para mí sentir que la irritara que las demás hablaran
mientras escribía, hasta que en un arrebato agarraba la hoja con fuerza y se
iba lejos. Entonces yo la observaba con ese tipo de sentimiento que es lo más
parecido al amor que uno puede tener. Ella estaba con la mirada ciega y la
lapicera entre los dientes, mientras en el interior de su cabeza las personas,
los hechos, los lugares, las sensaciones, los recuerdos, los temas que siempre
rondan y los anhelos que siempre duermen, iban tramándose entre sí.
A veces transitaba historias trilladas, y a veces encontraba
algo, una chica que intuía en un acontecimiento el anuncio de otra cosa, un
hijo que cavaba un pozo en la noche y del pozo irrumpía algo de otro mundo,
algo que nos dejaba a todos conmovidos, o alarmados, ciertamente extrañados.
Reconociendo que Vicky había tocado el nervio del animal divino.
Podríamos haber sido amigos con Vicky, no por el taller,
sino podría haberla conocido en otros lugares. Me dan miedo las mujeres
incendiaras como ella, y sin embargo tienen algo me atrae como el fuego a las
polillas, y ellas siempre se entretienen conmigo. Un día Vicky me trajo una
carpeta en la que tenía dibujos, cartas y otras cosas que eran de su hijito.
Escuché lo que quiso contarme, que era una luz en la escuela, que ella lo
adoraba, y quise saber más de él y de ella con él, pero me pareció que
preguntarle, pedirle que me contara con quién vivía, si ella volvería a
tenerlo, qué cosas resolverían la situación insoportable que me exhibía, pensé
que hacer eso sería involucrarme de un modo que, con mucho cuidado, yo había
decidido que no sería útil para el taller, es decir, para el conjunto.
El taller no requirió que las participantes pudieran
escribir. Una de ellas era ciega. Reiteramos todas las veces que fue necesario
que no era necesario tener experiencia en escribir. Creemos que a la gente le
sale escribir, siguiendo a aquel filósofo que demostraba que a cualquiera le
sale filosofar. “Tenés que asentar en palabras escritas un bolazo; ¿nunca
dijiste una mentirita?”, decíamos. Resultó. Siempre.
Por otra parte, había algunas participantes que conocían
cómo usar determinados trucos literarios. Una noche nos encontramos con Hebe,
quien de buena gana, muy educadamente, se dispuso a participar del taller. Al
llegar el momento de leer, su relato nos sumió tan profundamente que nos
quedamos en silencio, como si no hubiera más que decir.
El cuento que Hebe escribió en el último taller debió leerlo
con la voz entrecortada por la emoción. Fue un cuento perfecto, en el que sólo
contaba el recorrido que hacía con su mamá por su casa. El tiempo quedó
suspendido mientras leyó. La tensión era exquisita y el desenlace fue impecable.
Ese día hubo varios relatos que nos hicieron temblar el
piso. También Inés se refirió a su mamá. Inés necesitaba la contención del
hogar para recuperar su cuerpo, que le estaba jugando una mala pasada. Con
naturalidad se dice “la gente de la calle”, o “los sin techo”, “los crotos”,
“los linyeras”. Como si se dijera las nutrias o las luciérnagas, o los galgos;
como si se tratara de una raza animal, y por tanto, como si sus especímenes
fueran iguales unos a otros. Es una aberración, en el fondo malintencionada.
Cada persona que se queda sin un lugar ni recursos para vivir es un caso
diferente. Lo que sí pueden identificarse son complejos de causas que presionan
para que, bajo determinadas condiciones, una persona acabe durmiendo en la
calle. Era evidente que Inés sufría mucho. Contra su cuerpo se ensañaban
funcionamientos deficientes y dolores insoportables, y la injusticia de la
sociedad, mostrando así su lado más siniestro. Y pese a todo… pese a todo Inés volcaba
sobre la hoja cosas de su vida. Cosas como el agradecimiento infinito que le
tenía a su mamá por haberla querido. En ese estado era capaz de dar, de
compartir lo que guardaba en el fondo de su afecto mientras aguardaba horas en
las salas de espera de los hospitales, mientras pasaba semanas en una cama
suplicando que se acabara el dolor y el infierno cediera.
Maite, mi compañera coordinadora, nunca pudo ocultar su
debilidad por Leonor. “Quiero que sea mi abuela, me decía. Quiero llevármela y
que me cuente cuentos, a mí y a mi enano (el hijo de Maite tenía cuatro años)”.
Algo le ha pasado a Leonor, algo que la llevó muy lejos y no fue bueno para
ella, porque estuvo lejos de sus hijos, que es lo que más ama en el mundo. Quizás
Leonor no puede controlar todas las cosas de su vida; quizás puede manejar sólo
algunas, unas pocas. Es tranquila, obediente y desapercibida. Hace un gran
esfuerzo en el Hogar Kaupé para cumplir bien una rutina muy simple: hacer la
cama, pelar las papas, ir a comprar harina, barrer la habitación. A veces le
toca coser ropa que alguien ha donado y las mujeres alojadas arreglan para que
puedan ser aprovechadas por otros. A veces le toca una prenda para un bebé. Se
estremece, entonces, y parece que se derretirá, pero no se derrite. Su tarea es
contener ese desborde de amor maternal, que crece como hincha el mar una marea.
Leonor se queda más quieta que nunca, tan quieta que no se la ve —pero algunas
compañeras del hogar saben bien qué le pasa. En varios de sus cuentos aparecen
muchos chicos, no idealizados, sino haciendo las cosas que hace los chicos:
comiendo frutas, jugando, corriendo. A veces ponía nombre a un personaje.
— ¿Por qué se llama Daniel el muchacho?
— Como mi hijo —dice, y se queda estática. Uno no puede
saber qué piensa. Controla. Controla.
Cuando llegábamos al hogar, Leonor solía estar en el
patiecito abierto. “Está fumando, me dijo una de sus compañeras. Pobre, no
puede dejar el —disculpe la palabra, ¿no?— pucho”. Con el tiempo yo bromeaba,
“pucho, ¡soltá a Leonor!” Un día que llegamos con unos minutos de anticipación,
nos sentamos con ella en el patiecito. Tenía enfrente un cenicero de pie, casi
como si estuviera conversando con él. La parte superior del cenicero era un
plato grande, del tamaño de un plato de comida, en el que había colillas de
cigarrillos y cenizas. En un tercio del plato estaban las colillas, colocadas
cuidadosamente, todas paradas de la misma manera, acomodadas con precisión
aritmética. El orden era asombroso. Y había algo que era más extraordinario,
irreal: en el resto del plato, tan bien acomodadas y tan iguales entre sí como
las colillas, estaban organizadas las cenizas. No sólo el viento no había
volado las cenizas, sino que conservaban la forma cilíndrica que Leonor les
permitía adquirir mientras fumaba en su quietud maciza.
Leonor era muy querida en el hogar. A nadie más que a sus
pulmones hacía mal. Calificaba los cuentos de sus compañeras con la duración y
sonoridad de su aplauso —en general, cuando todas habían terminado de aplaudir
un cuento, Leonor seguía, sin vergüenza, con su aplauso, que terminaba
retumbando solo. Cuando le preguntábamos su opinión sobre determinado cuento,
se tomaba mucho tiempo para responder, tanto que creíamos que había olvidado el
tema y ya estaba pensando en otra cosa, o había dejado la mente en blanco. Y
como no la apurábamos, aplacaba el ritmo del taller. Todos los demás
esperábamos a alguien que iba a otro ritmo, porque uno de los objetivos del
taller fue plantear una actividad que albergara la solidaridad y la
comprensión. Al fin Leonor premiaba la paciencia con observaciones muy
profundas y siempre acertadas, demostrando que había prestado perfecta atención
al cuento de otra persona. De algún modo pagaba muy bien el favor de que nos
pusiéramos de su lado cuando trataba con algo, simple, pero que manejaba con el
mismo empreño con que un piloto de avión maneja un gran Jumbo en medio de una
tormenta.
Teresita era la otra participante que conocía muchos trucos
para crear relatos literarios. No lo confirmamos, pero era evidente que había
escrito mucho. Varios de sus cuentos nos causaron entusiasmo. Una d sus
compañeras observó que “Teresita es una maestra conduciendo al lector por donde
quiere: lo lleva para acá. Para allá, lo sorprende a cada vuelta de la esquina,
y mientras parece que está jugando, dice algo profundo”. Coordiné talleres
literarios para personas que podían pagarlos. Trabajando en el área del
Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires que se ocupa de las personas que viven en
la calle, me motivó el desafío de hacer los talleres en los paradores nocturnos
en los que se alojan quienes no tienen dónde dormir. Durante dos años coordiné
talleres en varios paradores nocturnos, y entonces surgió la posibilidad de redoblar
el desafío y hacer los talleres con personas que, además de carecer de un
hogar, padecen alguna discapacidad, física, mental o ambas. Empezamos por el
Hogar Kaupé. Estoy relatando qué sucedió en el último encuentro del primer
taller que coordinamos en un lugar para personas que no tienen cómo ni dónde
vivir, y que además ya estaría en problemas si lo tuviera. Expliqué que la
mecánica de cada encuentro era que cada participante escribiera un cuento en la
primera parte y en la segunda, leyera en voz alta su cuento, y escuchara los
demás. Bien, Teresita tenía un grado muy alto de hipoacusia. Era prácticamente
sorda —aunque era posible comunicarse con ella si uno le gritaba al oído. Esto
la dejaba fuera del tramo del taller que hacía estallar la clausura individual
al tener que compartirse el producto de lo que se escribió. Al principio pensé
que sería un obstáculo infranqueable y que Teresita no podría estar el taller,
pero estábamos jugados al desafío, y además Teresita mostraba unas ganas de
participar exultantes —desde el primer encuentro en que estuvo, el ejercicio de
escribir una pequeña historia le rasgó la cáscara del sufrimiento diario y
brotaron en ella inquietudes netamente literarias: “necesito aprender a
describir mejor, porque termino muy rápido las descripciones y me quedo con
necesidad de seguir”, o “escribo porque me impulsan emociones que después no
puedo encontrar en el relato”, o “me atormentan los signos de puntuación”.
Teresita escribió pasajes notables. Un hombre recobra la
conciencia mientras huye, pero no recuerda por qué huye, ni quién es. Pensando
que lo estaban persiguiendo sigue corriendo, pero en direcciones que cree
inesperadas. Un día da con una casa en cuyo jardín encuentra un bebé. Mira
alrededor, no ve a nadie. Observa al bebé solo, siente algo extraño y descubre
que el bebé es su hijo. Toda la memoria le vuelve repentinamente como un
estallido. En otro relato un sacerdote ve interrumpido sus oraciones en un
idioma desconocido por el canto de una rana que se ha metido en la casa. El
sacerdote busca la rana paciente e implacablemente, para sacarla de la casa.
Fracasa. Espera un largo rato para que la rana vuelva a cantar y así ubicarla,
pero la rana hace silencio y sólo vuelve a cantar cuando él ha retomado su
rezo. Entonces el sacerdote entiende que el sonido de sus oraciones y el canto
de la rana forman un concierto mágico, y que la voz de Dios habla en esa
música.
Es un poco insoportable saber que Teresita puede pasar de
largo, llevarse dentro de ella estas historias sin que nadie las conozca.
Teresita, miles de Teresitas.
Por último, en el encuentro final estaba María José, quien
encarnaba la otra sobredosis de desafío para nosotros: era ciega. En muchas
oportunidades Cristian asistía a Francisca y Maite o Nati trabajaban con María
José. Le tomaban el dictado de su cuento, la llevaban por la historia que ella
proponía. Fue la solución que encontramos y funcionó muy bien. En el último
cuento María José no se encontraba con sus padres en casa de su infancia, sino
con sus abuelos. Preguntamos por qué no estaba en un hogar de ciegos y nos
explicaron que si no podía pagar un hogar privado, tenía que ir a uno del
Estado, y esos no tienen vacantes. Quizás el Hogar Kaupé no tenía la
condiciones adecuadas para una ciega, pero las coordinadoras se arreglaban,
como nos arreglábamos los que coordinábamos el taller de cuentos, y como se las
arreglaba María José, con su ánimo imposiblemente luminoso, y con su optimismo
y su alegría y sus ganas de levantarse cada día, pese a haber vivido en la
calle como ciega teniendo familia, teniendo la gente del barrio, teniendo una
sociedad que debería, por lo menos, responsabilizarse de sus miembros que caen
en la desgracia. María José no era la Mujer Maravilla, había días que
desesperaba, pero siempre la vimos, en los cuentos y en la vida, reponerse.
Tenía ese ángel que le crece a algunas personas después de la catástrofe, el
que insta a los demás a no aflojar, a vivir, porque si uno no se da por
vencido, en cualquier momento aparecerá algo bueno. Ella, que no veía, era
entre las habitantes del hogar, la que empujaba.
También las compañeras de María José se las arreglaban para
que la vida de ella se armonizara con rutina del hogar. El alojamiento está
planteado en parte como un medio para que las huéspedes puedan alcanzar el
objetivo de reconstruir sus vidas. Así, se propone como una etapa en el camino
a vivir en un lugar que cada mujer solventara. Nosotros vimos que el
alojamiento era la ocasión para que varias de las mujeres se dieran a recrear
una de las características más conmovedoras de los humanos: un hogar. Todas
sabían naturalmente construir un grupo en el que cada uno tiene un lugar, con
mecanismos de alianzas, tensiones y resolución de tensiones; con una estructura
dinámica y una convivencia con reglas. Un grupo que sabe adoptar. Un lugar
siempre preparado para recibir visitas. Un grupo que contiene: entre todos
ayudan a quien está en problemas. Las coordinadoras nos advirtieron cuando
empezamos el taller: “miren que esto no es hacer algo lindo y seguir su camino.
Acá los adoptan”. Fue algo notable. Muy rápidamente entendimos que nos esperaban
cada jueves. En la medida en que nos metimos en su casa, que dimos la ocasión
de que contaran cosas que querían contar, que hicimos algo por que se
escucharan unas a otras, por haber hecho algo para que estuvieran un poco
mejor, fuimos responsables de lo creamos.
Buenos Aires, 15 de noviembre de 2010