Dos días antes, muy
tarde a la noche, cuando ya debería estar durmiendo porque al día siguiente
tenía que arrancar muy temprano, recibí una foto de Marce.
“Otro que no puede
dormir”, pensé. “Será que a esta edad empezamos a entender que tenemos más
cosas por decir que tiempo para decirlas”.
Era una foto de
cuando éramos muy jóvenes, quizás de 1988. Habíamos viajado eternamente en el
noble, increíblemente incómodo, lento e indestructible Citroën 3CV de Marce,
desde Buenos Aires hasta un remoto paraje de Neuquén, en la estepa patagónica.
Allí dormíamos sobre un piso de piedras y polvo muy inclinado, en la ladera
fría de una montaña.
En la foto es de
noche. Estamos sentados sobre unos troncos retorcidos junto a un fogón famélico.
Nos iluminamos las caras desde abajo con linternas. Jugábamos. Treinta años
atrás.
Hacía seis años que
habíamos tenido la guerra de las islas Malvinas con Inglaterra. Ambos tuvimos
suerte de no haber sido convocados. Muchos chicos murieron y la vida de todos
los que estuvieron quedó arruinada.
Estudiábamos
Antropología, estábamos ardientemente politizados, leíamos a Antonio Gramsci y a Carlos Castaneda, íbamos a los
recitales, escuchábamos música latinoamericana, y a Sumo y a Charly García.
Treinta años.
Treinta años para
adelante estaremos camino a los 90, o estaremos al costado de un camino, muy
quietos.
Pero falta, para
eso. Aún tenemos cosas que hacer. Cosas que terminar, e inclusive aún tenemos
cosas que empezar.
Por ejemplo, la
noche en la que más tarde Marce me mandaría la foto, yo había estado hablando
con su hijo Camilo, que nació en el mismo año que mi hija Irina, para cerrar
los detalles del recital que daríamos dos después. Yo lo producía, Camilo
tocaría con su amigo Mateo.
Sería el primero de
una serie de recitales en Frida, una casa donde mujeres con potente vocación
social reciben a mujeres que se refugian de no tener un hogar.
Hablando con las
trabajadoras nos había parecido buena idea poner música en vivo allí dentro,
donde habita la tensa preocupación por el presente y el futuro de una veinte
mujeres y de los hijos de varias de ellas.
La música no es un
adorno, ni un complemento. No es “ponele música a tu vida”, sino que la música
hace de la realidad otra cosa. El sonido altera la materia de modo que transforma
las moléculas. Los patrones en que la música organiza los sonidos imprimen una
forma específica al modo en que se organiza la materia. Que alguien vaya a
hacer música a un lugar produce un cambio que se siente como “anímico”, pero el
aire, los muebles, las paredes, los caños que están enterrados en el suelo, las
ventanas, todo queda con otra forma. Y más fuerte aún es el cambio que la
música opera en los cuerpos, porque la música tiene poderes mayores sobre el
agua, y los cuerpos son básicamente agua.
Todo esto parece
una simplificación materialista, pero parto de que las vibraciones de la música
están decididas por el espíritu. En principio, estuvo la decisión de hacer el
recital. Luego, la potencia con que los músicos tocaron, la alegría, el
entusiasmo, el amor: todo eso es creado por el espíritu.
Es el espíritu el
que labra la música con los sonidos.
Las trabajadoras de
Frida nos pidieron que les adelantáramos un afiche y parte del repertorio para
anunciar el recital. Querían que no fuera algo casual, sino un acontecimiento.
Del tamaño que fuera, pero un acontecimiento.
El escritor Kurt
Vonnegut decía que “la gracia fundamental de Laurel y Hardy consiste en
que hacían todo lo posible en cada prueba.”
Intenté que el recital le diera a los músicos material para
aprender.
No iban a hacer caridad, a dar lo que les sobraba, sino que
iban a hacer algo en lo que les va el alma, enriqueciéndose por compartirlo,
tanto ellos como quienes los escucharían.
Este es el afiche:
Camilo toca la batería. Marce, su papá, quiso ser baterista.
El individualismo imbécilmente obcecado de nuestra sociedad nos impide apreciar
lo bellamente épicas que son las gestas logradas por la constancia de una
sucesión de generaciones.
Las cosas que consiguen las personas en grupo son siempre más
puras, más luminosas y más felices que los logros en solitario. De algún modo,
Marce estaba en el recital. Estaba la estirpe baterista, hasta ahora formada
por Marce y Camilo. Quizás se continúe.
Claramente sentí esa posibilidad cuando lo primero que sucedió
una vez que entramos en la casa de Frida y nos sentamos a esperar en un
patiecito, fue que vino un chico de nueve o diez años, alojado allí con su
mamá, y pidió tocar el cajón peruano que había llevado Camilo como instrumento.
El chico empezó a tocar con unas ansias expansivas.
Ese fue el primer sonido del primer recital en Frida.
Frida tiene algo de espacio liberado de varones, cosa que se
entiende si se tiene en cuenta que las mujeres y chicos alojados allí son, de
una u otra forma, víctimas de machistas.
La presencia de tres varones obligó a trabajadoras y alojadas
a idear una estrategia para adaptarse a una situación no sólo nueva, sino un
tanto patas arriba. Toda la primera parte del recital podía sentirse cómo las
mujeres iban buscando la mejor manera de acomodarse a la novedad.
Pero una nenita de menos de dos años se acercó sin ninguna
prevención a Camilo y lo abrazó, y se quedó abrazada un rato muy largo. Ayudó a
la aceptación el hecho de que los niños se adaptaron instantáneamente.
También facilitó las cosas que Camilo y Mateo sean tan jóvenes
(tienen la edad que Marce y yo teníamos en aquella foto) y que el repertorio
fuera pensado para que resultara familiar.
La Negrita de los Redondos, el Nunca quise de Intoxicados y una cumbia fueron
acompañados con las palmas y coreados.
Eso pasó cuando el recital ya estaba avanzado. Al principio
sólo se quedaron en su silla las madres, como cuidando a los chicos, mientras
las demás se acercaban y se iban, y regresaban y volvían a irse, como
estudiando de qué se trataba aquello.
Antes del recital traté de ser enfático en advertirle a los
músicos que debían despejar cualquier expectativa de ser aclamados, aplaudidos,
siquiera aprobados, y que era oportuno considerar incluso la posibilidad de que
fueran rechazados de plano.
Las mujeres no habían pedido el recital, la presencia de
varones, además desconocidos, quizás les rompería un cotidiano que les había
costado mucho trabajo construir y aún así era muy precario.
Por otra parte, la serie de situaciones que desembocaron en el
alojamiento de las mujeres en Frida, quedarse en la calle, más aún con hijos, es
una de las peores que una persona puede vivir, y posiblemente estuviera
precedida por otros quebrantos, lo que tal vez había barrido en muchas de ellas
la mínima necesidad de quedar bien y hacer concesiones.
“Van a tocar ante el público más difícil. La capacidad de
apelación de la música de ustedes se pondrá a prueba de un modo extremo”, les
dije. “Si son capaces de seducir al público con su calidad, su carisma y su
entrega, es aquí donde se va a comprobar”.
Ninguno de los dos reculó. Entendieron todo a la perfección,
como si lo hubieran pensado.
Desde el primer tema, como Laurel y Hardy, entregaron todo lo
que tenían.
A unos centímetros al costado de Camilo estaba la puerta de
una de los dormitorios. Muchas veces entró y salió una chica embarazada con una
panza gigante. Al lado de Mateo había un cochecito de bebé, donde él colgó su
campera. En todo el patio había juguetes, sobre las paredes estaban apoyados pizarrones
con nombres y dibujos, bajo una escalera había un lavarropas. En una mesa se
habían dispuesto sabrosos sandwichs de jamón y queso. Dos mujeres cebaban mate.
Los niños bebían golosos un jugo de naranja servido en varias jarras.
Los músicos entregaron todo lo que tenían desde el primer
tema. Nada se guardaron. Y aunque cuando tocaron temas menos conocidos y
tranquilos, el público desapareció por completo, las mujeres acabaron sintiendo
la entrega. Llegó un momento en que estaban todas en el patiecito, cantando,
bailando, algunas sacando fotos con el celular.
Al fin pudieron, ellas también entregarse, el tiempo que
duraban un tema, a la música.