domingo, 25 de junio de 2017

Anochece el domingo


Salvo que gane tu equipo, siempre el atardecer del domingo es otoño.
Otoño como dicen en inglés: fall, caída.
Tomás consciencia de que la semana se termina.
Es irrecuperable.
Tomás consciencia de que nunca vivirás esa semana de nuevo.
De que nunca vivirás ningún momento de nuevo.
De que lo malo no tiene remedio.
De que lo bueno ya se lo lleva el río del tiempo.
De que nada volverá.
Nada será como antes.
Morirán algunos amigos.
Morirás vos.
Lo que no hiciste, llegado el atardecer del domingo, ya no lo harás.











domingo, 18 de junio de 2017

Día del Padre del 17

Buenas. Aprovecho que te saludo por el Día del Padre para contarte de mi libro "Mariposa de Otoño". 
No hay forma de no tener padre.
Padre divino.
Padre que murió.
Padre panzón.
Padre culpable.
Padre tanguero o rockero.
Padre ausente.
Padre colectivero.
Padre enamorado de la madre.
Padre desaparecido.
Padre tarado.
Padre igual a mí.
Padre politizado.
Etcétera.

Bueno, feliz día a todos.
Feliz día si sos padre, feliz día si sos hija o hijo.

A mí me tocó Padre chino.






La editorial El Bien del Sauce acaba de publicar mi libro Mariposa de Otoño, en el que cuento de la reconciliación con mi papá después de veinte años sin vernos.
Fui a verlo a la ciudad donde vive,  Nueva York.



​ 
Nueva York también es mi casa. Porque es la casa de mi papá y porque me crié allí.



​ 


El reencuentro con mi papá tuvo el efecto de abrirme las puertas a nuestro país de origen, China.


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Esta imagen es de un DOCUMENTAL en el que la cadena oficial de televisión china cuenta mi llegada a Taishan, el pueblo donde nació mi papá en la provincia de Guangdong.
Taishan: 台山
Guangdong: 广东


Este es el documental (estoy entre los minutos de 18 a 22)




Hice un largo viaje exploratorio por las entrañas de China.

Eso puso muy feliz a mi madre, a quien afligía la distancia con mi padre.


 

Cuando regresé de China, mi madre murió.

Entonces volví a Nueva York, esta vez para decirle a mi papá que mi mamá había muerto.






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Escribí esta historia en varios relatos.
Son los relatos que están en el libro Mariposa de Otoño.




​ 

A continuación van dos fragmentos del capítulo Una Navidad china en Nueva York, elegidos por el Día del Padre.


#\#>>> Jueves 19, 9.41
El lugar de mi viejo

Mi viejo tiene un local en el Chinatown de Manhattan. Antes era una casa de regalos, uno de esos bazares de los chinos en que se abigarra una variedad infinita de adornos, artefactos, herramientas, alhajas, trastos, juguetes y una multitud de cacharros misteriosos que nadie puede adivinar para qué fueron fabricados. Ni quién podría comprarlos.
De hecho, la cantidad inextinguible de chirimbolos, su variedad inagotable y su aplicación tan enigmática, quizá expliquen por qué los bazares chinos se parecen cada vez más, mientras uno avanza hacia sus fondos, a las cuevas donde los piratas de hace siglos han dejado el caos de sus botines.
Al final, se llega a una zona en que casi no penetra la luz y donde brillan unas últimas joyas que perdieron una tarde, jugando, las niñas de la noche de los tiempos.
Pero con decisión moderna, mi viejo dejó atrás aquel pasado legendario y montó una agencia de lotería. Los timberos entran y se sientan a mirar una pantalla en la que van apareciendo números. Cada cuatro minutos suena un trompetazo y los números se hinchan, saltan, cambian de color indicando que ha terminado la jugada. Los timberos arrojan las boletas del fracaso al piso y unos pocos han ganado unas monedas que corren a reinvertir en la próxima jugada. La lotería arroja un nuevo resultado ¡cada cuatro minutos!
Mi viejo llega al local caminando lentamente por las calles con hielo, desde el estacionamiento donde deja su auto. Pasamos por una iglesia ortodoxa griega, por un depósito de comida y una ferretería. De la ferretería sale un amigo con el que mi viejo
charla a los gritos durante un rato. Cuando han terminado mi padre me traduce: él le ha contado que soy su hijo y que he llegado desde Argentina, y el tipo le ha contado que en Argentina, cuando hay crisis, saquean los supermercados de los chinos. Finalmente llegamos a su lugar en el mundo, la agencia de lotería.
En la vereda están los paquetes de diarios que mi viejo venderá. Él abre la persiana metálica y las puertas, me pide que entre los diarios, los entro, les corta el cincho, me pide que los acomode en un exhibidor. Tiene dos empleadas chinas, una simpática y una reservada. Llegan minutos después de mi viejo, la más simpática con
cafés. Le agradezco el mío, trato de charlar un poco, pero no entiende inglés.
Luego nos ponemos a charlar un rato con mi viejo.
Me dice que no puede dejar el negocio porque no sabría qué hacer. «Me quedaría en mi casa mirando todo el día la televisión».


(…)

#\#>>> Domingo 22, 12.40
Sobre una pila de diarios
A cada instante entran y salen del negocio de mi viejo los hombres que compran billetes de lotería. Cuando están dentro, se sientan a mirar la pantalla.
Son unos tipos que andan con ropa barata y raída, de anteojos viejos y dientes marrones, y una expresión eterna de hastío y ofuscación. Resulta desconcertante decir que están jugando; nada más alejado del juego que esta escena.
No juegan, sólo se amargan porque no ganan.
No pierden lo suficiente para irse y no volver, pero cuando ganan, el premio no les sirve más que para solventar una parte de la próxima jugada.
Están encadenados al futuro inminente.
Una tarde escuché un grito fuerte. Alguien había ganado más de seis mil dólares y cuando me di vuelta y lo miré, no encontré en su cara una sonrisa de felicidad, sino de revancha. Le dije algo para celebrar el momento y no me prestó atención.
Juegan de a dos o tres dólares. No hablan entre ellos, no miran más que la pantalla y sus boletas, que al final de cada jugada arrojan al suelo. No les importa nada, olvidados de sí mismos, de sus amigos, de sus familias, de su trabajo. Han dejado su vida en algún otro lugar. Se han olvidado de que tienen una vida.
Son tipos eternos, están en un estado de transitoriedad permanente. Dentro de 300 años se los podría halar aquí dentro, en este lugar parecido a una estación de trenes de Yakarta o Manila atrapada en el tiempo. Seguirán con la misma mirada distraída e inquieta, sin disfrutar, sentados en las mismas sillas que mi viejo compró quizás en los 80 o en los 70. Mirando, con fijeza de alienados, las pantallas donde danzan los números.
Y mi viejo estará entonces, detrás del mostrador histórico, cobrando y pagando premios, con su gorra, sus anteojos de marco de carey, callando con los callados, intercambiando con alguno dos palabras rituales. Palabras en cantonés, filipino, indonesio o alguna lengua de un país desconocido para los occidentales, que creen que sus mapas son exhaustivos. El mundo tiene muchos más rincones de los que registran la televisión y las infografías, y en las tardes de la eternidad mi padre ha tenido tiempo de aprender sus insospechados idiomas.
Hacía trece años que yo no veía a mi padre. No tenía visa para entrar a los Estados Unidos, y no convencía a mi viejo de que viajara a encontrarme en un país donde podíamos entrar
ambos, México, Cuba, Inglaterra. El no saldría de Nueva York, del negocio, ni se movería de su lugar detrás del mostrador.
Conseguí venir finalmente, a pasar la Navidad con él, su esposa y su nuevo hijo. Mientras espero que llegue la Navidad, estoy sentado arriba de una pila de diarios acumulados sobre un cajón, al lado de él, detrás del mostrador.
Día tras día pasan las horas detrás del mostrador.
Le pregunté qué estaba organizando para el festejo de la Nochebuena.
— Nada —me dijo. — Nosotros no festejamos.
And so this is Christmas. Esta es mi Navidad con mi viejo.
Los dos sentados lado a lado detrás del mostrador. Con nuestras anchas caras de luna llena achatada en los polos, nuestras largas y erizadas cejas proyectadas como espinas y nuestra expresión de acritud eterna.
Dos días después de Navidad regresaré a Buenos Aires. Mi viejo quedará acá. Por el resto de los tiempos, parece.


sábado, 17 de junio de 2017

Recital de Mateo y Camilo en el Frida


Dos días antes, muy tarde a la noche, cuando ya debería estar durmiendo porque al día siguiente tenía que arrancar muy temprano, recibí una foto de Marce.
“Otro que no puede dormir”, pensé. “Será que a esta edad empezamos a entender que tenemos más cosas por decir que tiempo para decirlas”.
Era una foto de cuando éramos muy jóvenes, quizás de 1988. Habíamos viajado eternamente en el noble, increíblemente incómodo, lento e indestructible Citroën 3CV de Marce, desde Buenos Aires hasta un remoto paraje de Neuquén, en la estepa patagónica. Allí dormíamos sobre un piso de piedras y polvo muy inclinado, en la ladera fría de una montaña.
En la foto es de noche. Estamos sentados sobre unos troncos retorcidos junto a un fogón famélico. Nos iluminamos las caras desde abajo con linternas. Jugábamos. Treinta años atrás.
Hacía seis años que habíamos tenido la guerra de las islas Malvinas con Inglaterra. Ambos tuvimos suerte de no haber sido convocados. Muchos chicos murieron y la vida de todos los que estuvieron quedó arruinada.
Estudiábamos Antropología, estábamos ardientemente politizados, leíamos a Antonio  Gramsci y a Carlos Castaneda, íbamos a los recitales, escuchábamos música latinoamericana, y a Sumo y a Charly García.
Treinta años.
Treinta años para adelante estaremos camino a los 90, o estaremos al costado de un camino, muy quietos.
Pero falta, para eso. Aún tenemos cosas que hacer. Cosas que terminar, e inclusive aún tenemos cosas que empezar.

Por ejemplo, la noche en la que más tarde Marce me mandaría la foto, yo había estado hablando con su hijo Camilo, que nació en el mismo año que mi hija Irina, para cerrar los detalles del recital que daríamos dos después. Yo lo producía, Camilo tocaría con su amigo Mateo.
Sería el primero de una serie de recitales en Frida, una casa donde mujeres con potente vocación social reciben a mujeres que se refugian de no tener un hogar.
Hablando con las trabajadoras nos había parecido buena idea poner música en vivo allí dentro, donde habita la tensa preocupación por el presente y el futuro de una veinte mujeres y de los hijos de varias de ellas.

La música no es un adorno, ni un complemento. No es “ponele música a tu vida”, sino que la música hace de la realidad otra cosa. El sonido altera la materia de modo que transforma las moléculas. Los patrones en que la música organiza los sonidos imprimen una forma específica al modo en que se organiza la materia. Que alguien vaya a hacer música a un lugar produce un cambio que se siente como “anímico”, pero el aire, los muebles, las paredes, los caños que están enterrados en el suelo, las ventanas, todo queda con otra forma. Y más fuerte aún es el cambio que la música opera en los cuerpos, porque la música tiene poderes mayores sobre el agua, y los cuerpos son básicamente agua.
Todo esto parece una simplificación materialista, pero parto de que las vibraciones de la música están decididas por el espíritu. En principio, estuvo la decisión de hacer el recital. Luego, la potencia con que los músicos tocaron, la alegría, el entusiasmo, el amor: todo eso es creado por el espíritu.
Es el espíritu el que labra la música con los sonidos.

Las trabajadoras de Frida nos pidieron que les adelantáramos un afiche y parte del repertorio para anunciar el recital. Querían que no fuera algo casual, sino un acontecimiento. Del tamaño que fuera, pero un acontecimiento.
El escritor Kurt Vonnegut decía que “la gracia fundamental de Laurel y Hardy consiste en que hacían todo lo posible en cada prueba.”
Intenté que el recital le diera a los músicos material para aprender.
No iban a hacer caridad, a dar lo que les sobraba, sino que iban a hacer algo en lo que les va el alma, enriqueciéndose por compartirlo, tanto ellos como quienes los escucharían.
Este es el afiche:



Camilo toca la batería. Marce, su papá, quiso ser baterista. El individualismo imbécilmente obcecado de nuestra sociedad nos impide apreciar lo bellamente épicas que son las gestas logradas por la constancia de una sucesión de generaciones.
Las cosas que consiguen las personas en grupo son siempre más puras, más luminosas y más felices que los logros en solitario. De algún modo, Marce estaba en el recital. Estaba la estirpe baterista, hasta ahora formada por Marce y Camilo. Quizás se continúe.
Claramente sentí esa posibilidad cuando lo primero que sucedió una vez que entramos en la casa de Frida y nos sentamos a esperar en un patiecito, fue que vino un chico de nueve o diez años, alojado allí con su mamá, y pidió tocar el cajón peruano que había llevado Camilo como instrumento. El chico empezó a tocar con unas ansias expansivas.
Ese fue el primer sonido del primer recital en Frida.

Frida tiene algo de espacio liberado de varones, cosa que se entiende si se tiene en cuenta que las mujeres y chicos alojados allí son, de una u otra forma, víctimas de machistas.
La presencia de tres varones obligó a trabajadoras y alojadas a idear una estrategia para adaptarse a una situación no sólo nueva, sino un tanto patas arriba. Toda la primera parte del recital podía sentirse cómo las mujeres iban buscando la mejor manera de acomodarse a la novedad.
Pero una nenita de menos de dos años se acercó sin ninguna prevención a Camilo y lo abrazó, y se quedó abrazada un rato muy largo. Ayudó a la aceptación el hecho de que los niños se adaptaron instantáneamente.
También facilitó las cosas que Camilo y Mateo sean tan jóvenes (tienen la edad que Marce y yo teníamos en aquella foto) y que el repertorio fuera pensado para que resultara familiar.
La Negrita de los Redondos, el Nunca quise de Intoxicados y una cumbia fueron acompañados con las palmas y coreados.
Eso pasó cuando el recital ya estaba avanzado. Al principio sólo se quedaron en su silla las madres, como cuidando a los chicos, mientras las demás se acercaban y se iban, y regresaban y volvían a irse, como estudiando de qué se trataba aquello.
Antes del recital traté de ser enfático en advertirle a los músicos que debían despejar cualquier expectativa de ser aclamados, aplaudidos, siquiera aprobados, y que era oportuno considerar incluso la posibilidad de que fueran rechazados de plano.
Las mujeres no habían pedido el recital, la presencia de varones, además desconocidos, quizás les rompería un cotidiano que les había costado mucho trabajo construir y aún así era muy precario.
Por otra parte, la serie de situaciones que desembocaron en el alojamiento de las mujeres en Frida, quedarse en la calle, más aún con hijos, es una de las peores que una persona puede vivir, y posiblemente estuviera precedida por otros quebrantos, lo que tal vez había barrido en muchas de ellas la mínima necesidad de quedar bien y hacer concesiones.
“Van a tocar ante el público más difícil. La capacidad de apelación de la música de ustedes se pondrá a prueba de un modo extremo”, les dije. “Si son capaces de seducir al público con su calidad, su carisma y su entrega, es aquí donde se va a comprobar”.
Ninguno de los dos reculó. Entendieron todo a la perfección, como si lo hubieran pensado.

Desde el primer tema, como Laurel y Hardy, entregaron todo lo que tenían.
A unos centímetros al costado de Camilo estaba la puerta de una de los dormitorios. Muchas veces entró y salió una chica embarazada con una panza gigante. Al lado de Mateo había un cochecito de bebé, donde él colgó su campera. En todo el patio había juguetes, sobre las paredes estaban apoyados pizarrones con nombres y dibujos, bajo una escalera había un lavarropas. En una mesa se habían dispuesto sabrosos sandwichs de jamón y queso. Dos mujeres cebaban mate. Los niños bebían golosos un jugo de naranja servido en varias jarras.
Los músicos entregaron todo lo que tenían desde el primer tema. Nada se guardaron. Y aunque cuando tocaron temas menos conocidos y tranquilos, el público desapareció por completo, las mujeres acabaron sintiendo la entrega. Llegó un momento en que estaban todas en el patiecito, cantando, bailando, algunas sacando fotos con el celular.

Al fin pudieron, ellas también entregarse, el tiempo que duraban un tema, a la música.





martes, 13 de junio de 2017

El repartidor de pollos


Mirando las pilas de cajas que contenían los miles de ejemplares del primer número de la revista Dang Dai, en aquel local de la calle Gorriti calculábamos cuánto de la inversión recuperaríamos con la venta. La venderíamos en el Barrio Chino. Nos las sacarían de las manos, porque cada fin de semana iban allí entre 10.000 y 15.000 personas interesadas en la cultura china. La tirada nos duraría un fin de semana, tal vez dos, antes de agotarse.

La respuesta de la realidad se dejó oír hasta dejarnos mudos: vendimos tres ejemplares.

Cinco años después, con el número 12 en la mano, nos seguimos preguntando por qué la gente que viaja hasta el Barrio Chino para estar en contacto con el mundo chino, no compra la revista.

Creo que hemos comprendido que la gente va a comprar cosas baratas. Los chinos se han propuesto baratos. Baratas las manufacturas en China, en todo el mundo barata la comida y baratos los miles y miles de pequeños objetos en sus multicoloridas e incitantes tiendas brillantes. Algo "caro" como nuestra revista está fuera de ese esquema.

Mejor tenemos que entender que la palabra "cultura" es cosa nuestra, no de los 10 o 15 mil. La gente va al Barrio Chino a comprar barato y punto. Es un encantador e iluso prejuicio positivo el nuestro, de suponer que la gente consumirá cultura a través de una revista.

La gente no lee.

Ni consume revistas.

Además de no consumir "cultura" —nuestra idea de cultura.

La consume a su manera, comprando un juego de tijeras porque son baratísimas, un juguete ingenioso, una funda para un celular, un chowfan, o unas chinelas doradas.

China entra por abajo, no por François Chen, no por la filosofía, los miles de años de caligrafía fascinante, sino por un médico chino que atiende en la vereda con un sombrero de campesino que siembra arroz, por un Mickey Mouse que cuesta lo mismo que un atado de cigarrillos.

La integración de nuestros pueblos chino y argentino empieza por el contacto entre el dueño fujianés del supermercado sin nombre y un morocho fornido con quien habla todos los días, que se llama Jonathan, es repartidor de pollos y cuando entra saluda con un grito "Chen putoooooo"...









lunes, 5 de junio de 2017

Murciélagos en la vida de hoy

  
En los cuadros de Goya traen pesadillas
al artista. Volando hacia arriba, hacia abajo,
a derecha y a izquierda, murmuran
furtivamente sin llegar a despertarlo

Ese es la primera estrofa de Murciélagos al atardecer. Es un poema autobiográfico de Xi Chuan (西川,Xuzhou, provincia de Jiangsu, 1963).

Luego dice que “una felicidad indecible aparece en sus caras / casi humanas.”

Es tradición en China meter imágenes de murciélagos en decoraciones donde los occidentales jamás los pondríamos. 
Es que los chinos juegan con las homofonías y los significados y murciélago se pronuncia , igual que felicidad.

Xi Chuan dice que los murciélagos son “como demonios sin esperanza de redención / ciegos y crueles”. Y que “La luna creciente y menguante / gastó sus plumas. Son feos, sin nombre.”

Cuenta que “en algunas historias”:

Pueden obligar a un sonámbulo a unírseles,
arrebatarle la antorcha de su mano y apagarla;
pueden alcanzar a un lobo acechante
y hacerlo caer mudo por un precipicio

A la noche, si un niño no puede dormir
es sin duda porque un murciélago
sorteando los ojos hinchados del guardia
llegó hasta él para hablarle del destino

Dije que era un poema autobiográfico. Fíjense:

Su corazón de piedra nunca pudo conmoverme
hasta que un verano hacia el atardecer
al pasar por mi vieja casa vi muchos chicos jugando
y sobre sus cabezas aún más murciélagos

(…)

Entre las cosas antiguas un murciélago
es de aquellas que generan una especie de nostalgia.
Su actitud indolente hizo que me detuviera un largo tiempo
en ese barrio, en la calle donde crecí.




Me interesa contarles que estos murciélagos han entrado en nuestra vida gracias a que el traductor Miguel Ángel Petrecca tuvo la dichosa idea de sentarse a traducir decenas y decenas de poemas de escritores chinos de hoy.
Petrecca abrió la ventana, entraron esos fú, fú, fú chinos, fieros bichos de la felicidad, y como pasa cuando entran los murciélagos en tu casa, tu vida ya no será la misma.
No sé si los chinos son conscientes de que Petrecca es un monumento.
En su monumental antología Un país mental. 100 poemas chinos contemporáneos, incluyó este poema de Xi Chuan.



Murciélagos al atardecer

En los cuadros de Goya traen pesadillas
al artista. Volando hacia arriba, hacia abajo,
a derecha y a izquierda, murmuran
furtivamente sin llegar a despertarlo

Una felicidad indecible aparece en sus caras
casi humanas. Estas criaturas que parecen
pájaros pero que no lo son, completamente negros
se funden con la oscuridad, como semillas que nunca florecerán

Como demonios sin esperanza de redención
ciegos y crueles, llevados por su voluntad,
cuelgan a veces boca abajo de las ramas
igual que hojas secas, excitando nuestra lástima

En algunas historias
se concentran en húmedas grutas;
cuando el sol cae tras la montaña es su momento
para salir de caza, parir, luego desaparecen

Pueden obligar a un sonámbulo a unírseles,
arrebatarle la antorcha de su mano y apagarla;
pueden alcanzar a un lobo acechante
y hacerlo caer mudo por un precipicio

A la noche, si un niño no puede dormir
es sin duda porque un murciélago
sorteando los ojos hinchados del guardia
llegó hasta él para hablarle del destino

Uno, dos o tres murciélagos,
no tienen riqueza ni patria, ¿cómo puede ser
que traigan felicidad?  La luna creciente y menguante
gastó sus plumas. Son feos, sin nombre.

Su corazón de piedra nunca pudo conmoverme
hasta que un verano hacia el atardecer
al pasar por mi vieja casa vi muchos chicos jugando
y sobre sus cabezas aún más murciélagos

El atardecer arrojaba sombras sobre la calle
y doraba el cuerpo de los murciélagos
Revoloteaban sobre las puertas descascaradas
pero nada tenían para decir sobre el destino

Entre las cosas antiguas un murciélago
es de aquellas que generan una especie de nostalgia.
Su actitud indolente hizo que me detuviera un largo tiempo
en ese barrio, en la calle donde crecí.


夕光中的蝙蝠

在戈雅的绘画里,它们给艺术家
带来了噩梦。它们上下翻飞
忽左忽右;它们窃窃私语
却从不把艺术家叫醒

说不出的快乐浮现在它们那
人类的面孔上。这些似鸟
而不是鸟的生物,浑身漆黑
与黑暗结合,似永不开花的种籽

似无望解脱的精灵
盲目,凶残,被意志引导
有时又倒挂在枝丫上
似片片枯叶,令人哀悯

而在其他故事里,它们在
潮湿的岩穴里栖身
太阳落山是它们出行的时刻
觅食,生育,然后无影无踪

它们会强拉一个梦游人入伙
它们会夺下他手中的火把将它熄灭
它们也会赶走一只入侵的狼
让它跌落山谷,无话可说

在夜晚,如果有孩子迟迟不睡
那定是由于一只编幅
躲过了守夜人酸疼的眼睛
来到附近,向他讲述命运

一只,两只,三只编幅
没有财产,没有家园,怎能给人
带来福祉?月亮的盈亏褪尽了它们的
羽毛;它们是丑陋的,也是无名的

它们的铁石心肠从未使我动心
直到有一个夏季黄昏
我路过旧居时看到一群玩耍的孩子
看到更多的蝙蝠在他们头顶翻飞

夕光在胡同里布下了阴影
也为那些蝙蝠镀上了金衣
它们翻飞在那油漆剥落的街门外
对于命运却沉默不语

在古老的事物中,一只蝙蝠
正是一种怀念。它们闲暇的姿态
挽留了我,使我久久停留
在那片城区,在我长大的胡同里


jueves, 1 de junio de 2017

En el cuarto oscuro


¿Cuánta gente cree que los pobres, los negros arrabatadores de celulares, los limítrofes, los villeros, los trapitos, los que cobran planes, o sea los que nos roban, deberían ser eliminados?
No está bien formulada la pregunta. No es "este sí, este no". Es una sensación, una convicción, un anhelo.
Algunos se lo ponen como camiseta y como bandera, otros lo viven con culpa, tratan de reprimirlo, otros lo disimulan o expresan de acuerdo a la situación.
El cuarto oscuro de las elecciones es ocasión perfecta para el sinceramiento.
¿Cuánta gente vota por quien prometa eliminar a los pobres, los negros arrabatadores de celulares, los limítrofes, los villeros, los trapitos, los que cobran planes, o sea los que nos roban?
La amplia, amplísima mayoría.
Quienes no estamos de acuerdo o hacemos algo o cerramos la boca.