Cuando mi hija Irina era chiquita yo también, horror, la llevaba al pelotero del McDonald’s.
Sin embargo, a veces íbamos a parar a lugares fuera del Circuito Padre Separado en Buenos Aires. Disfrutábamos andar por el paisaje posapocalíptico de Lugano I y II, las islas del delta, caminábamos por las vías del tren, nos metíamos en las terrazas de algunos edificios, pasábamos tiempo en las estaciones de subte.
Una vez estábamos en un lugar que no puedo recordar, quizás fuera cerca de Ciudad Oculta, y vi que Irina jugaba con otra nenita. Tendrían cuatro o cinco años. Mi hija siempre fue muy calladita, como si estuviera haciendo algo que no estaba permitido, pero no, porque siempre fue juiciosa. Era reservada porque dejaba de este lado del mundo el silencio y ella se metía entera dentro de los mundos que encontraba en su interior, o vaya a saber dónde.
Aquella tarde, que era una tarde horrible, de viento frío y de energía negra, Irina estaba absorta en lo que hacía, como un médico cirujano o como los mecánicos cuando el auto llega a boxes en medio de una carrera.
Su modo de estar abstraída atrajo mi atención como un remolino. Irina colocaba cuidadosamente en las ramas de una mata, pedazos de escombros que había encontrado cerca. El resultado era algo que producía un desencajamiento de la realidad. Estaba creando un estado en el que lo muerto y lo vivo, lo natural y lo humano, lo naciente y lo decrépito se conjugaban en una sola cosa.
Estaba ordenando la realidad de un nuevo modo. Había creado un nuevo sentido, que redefinía la naturaleza y la obra del trabajo del hombre.
Pensé que estaba tocando el nervio humano.
También perturbaba la lamentable idea del arte que ha imperado desde hace algunos siglos, que tiene al autor, el prestigio y el valor de mercado y la trascendencia como pilares.
Como los antiguos nazca, el artista Andy Goldsworthy ha llevado lo que hizo Irina esa tarde a una expresión muy desarrollada.
Estas imágenes son de sus obras, perecederas y eternas.