En Beijing hay un gestor de política internacional, que organiza incansablemente actividades para la integración entre China y América Latina.
Se le ocurrió que hiciéramos un partido de fútbol entre los periodistas latinoamericanos que vinimos con un programa de residencia periodística y unos chinos.
Hubiera estado bien que hiciéramos un picado en cualquier lugar donde había pasto, pero entre la dimensión diplomática en que estamos envueltos y el hecho de que los chinos no conocen el concepto de “picado“, terminaron organizando un partido como si fuéramos profesionales.
Del lado nuestro había dos pibes que la movían, pero el resto no teníamos idea o estábamos pasados de edad, ninguno con el mínimo entrenamiento.
Jugar en una cancha grande era un despropósito, un disparate que explica que el fútbol no tiene ninguna chance en China.
Un chileno y un uruguayo con un mínimo de sensatez dijeron que no iban a jugar ni locos. Con mi falta total de sensatez, me puse la camiseta de Boca y me metí en la cancha.
En dos semanas cumplo 60 años, en toda la pandemia no entrené, no solamente por la pandemia, sino porque hace dos años me encontraron unos problemas en la columna y me recomendaron caminar pero me prohibieron trotar. Lo mismo me puse la camiseta con gran entusiasmo, cuando la realidad era que estaba para hacer como hacen esos presidentes muy viejos en la inauguración de un campeonato, que dan la patada inicial y se alejan del medio del campo con un bastón y ayudado por dos asistentes.
¿Por qué insisto en jugar al fútbol?
Porque un día quiero jugar bien (eso desde los 7, 11 años).
Porque algún día quiero meter un gol.
Porque un día quiero ser argentino.
Porque algún día quiero ganar.
En el partido de ayer, obviamente me lesioné.
Obviamente a los dos minutos. De la manera más tremenda —no solamente di con la punta de la clavícula de metal contra el piso, que encima no era de tierra y no absorbió el golpe, sino sobre todo, porque me caí solo.
¿Quiénes se caen solos?
Los demasiado torpes, pero sobre todo, los viejos.
Frase que hemos escuchado muchas veces sobre una abuela que vivía sola: “se cayó y se quebró la cadera“.
No puedo mover el brazo, la clavícula de metal me pegó contra las cervicales y no puedo mover el cuello ni la cabeza. Tengo como una pelota de rugby en todo el hombro. No quiero ni pensar lo que pasó ahí adentro, entre los tendones y las carnes que crecieron injertándose en el titanio.
Este es el precio por no querer aflojar. Muchos amigos se alegraron cuando les dije que venía a China, pero otro uruguayo, otro sensato, me dijo: “¿a qué vas otra vez?¿ No tenés suficiente?
¿No tengo suficiente?
No volveré a jugar al fútbol. No volveré hacer un deporte, salvo Tai Chi, o mejor aún, Damas.
Pero ¿qué voy a hacer con aquellas ganas de meter un gol?
Además, yo pasé vergüenza e hice el ridículo, pero el otro pibe argentino la descosió y ganamos 5 a 4.