— ¿A qué temperatura te vas?
— Siempre hace 36 grados.
— Bueno.
— Pero está el mar.
— Poema. Hermoso. “Pero está el mar”.
— Es así, ¿no? El poema está en la lectura.
Ligeras anotaciones que hace Gustavo Ng de asuntos que piensa o encuentra escritos en libros mientras va en colectivo y luego comenta con tal o cual persona.
— ¿A qué temperatura te vas?
— Siempre hace 36 grados.
— Bueno.
— Pero está el mar.
— Poema. Hermoso. “Pero está el mar”.
— Es así, ¿no? El poema está en la lectura.
Sus objetivos son: una mejor convivencia con las mascotas en la ciudad y una relación un poco más civilizada, un poco más de igual a igual.
CONSIDERANDOS
·
La relación entre dueños y
mascotas por lo menos no debería ser contra las mascotas ni en detrimento de su
dignidad.
·
Las mascotas también son
personas.
·
En realidad, habría que
empezar cambiando los nombres. Podría decirse animales y plantas y gente.
·
La gente no es propiedad de
los animales y plantas ni viceversa.
ACUERDO
Art. 1º.
Sección comida
animales y
plantas y gente no se comerán mutuamente.
Art, 2º.
Sección pájaros
En vez de
enjaularlos, la gente que coloque todo tipo de encantapájaros: comederos,
bebederos, bañaderos y dejarles hacer nido.
Art. 3.
Sección gekos
Dejarlos
andar por las paredes en paz y enterarse de que traen buena suerte.
Art. 4.
Sección arañas
Aceptar que
las arañas son la naturaleza en el interior de las casas. Permitirse la gente
conectar con la historia de la humanidad, porque los castillos de Escocia, los
ranchos en Tanzania, los edificios de 150 pisos en Shanghái, tienen una araña.
Hay arañas en todas las casas del mundo, desde la primera casa que se hizo.
Art. 5.
Sección plantas
La gente
háblenles, riéguenlas, háganles jardinería.
Las plantas
alégrenles la existencia a la gente con la Vida.
Art. 6.
Sección gatos
La gente permita
algún modo en que el gato pueda salir del departamento y andar por el barrio. La gente aceptará que todas las cosas y personas pueden irse.
Art. 7.
Sección perros
El humano
puede aprender que el perro es un animal que necesita andar y andar y andar y
andar y estar con otros, estar con otros, estar con otros.
No permitirle
una cosa ni la otra, es aprovecharse de su bondad, que todo lo acepta viniendo
de la gente, a quien considera dioses amigos.
Por lo tanto,
los perros tendrán derecho a un espacio en el que puedan andar y encontrarse
con otros perros:
Monoambiente
hasta 34 m²: perro tamaño chihuahua, o lo sumo salchicha
Departamento
de dos ambientes hasta 50 m², perro del tamaño caniche.
PH con
terraza hasta 70 m²: perros del tamaño de un foxterrier.
Casa con
parque de hasta 150 m²: perro del tamaño del golden
retriever, el pastor alemán o el dóberman.
Campo: perros como el galgo, el rottweiler,
o el gran danés.
Otros animales y plantas pueden ser sumados
a este acuerdo.
Piazzolla fue poseído por la música desde niño. Fue poseído
por el piano y muy temprano por el bandoneón. Desde que era un gurrumín se
dedicó por completo a aprender y a tocar, tocar, tocar. Fue una bestia. Y no
era solo trabajo: había nacido superdotado para la música. En cambio, como
persona, la egomanía lo estancó en la típica inmadurez de quién se sabe genial.
Pensando, era un estúpido. Decía cualquier dislate sobre cualquier tema, como
si el hecho de que fuera un músico superlativo lo hiciera inteligentísimo y
experto en todo. Hablaba bien de la dictadura militar y opinaba sandeces infinitamente
irritantes sobre temas de los que no tenía idea. Llegó a creer que la música
que salía de él era su mérito. No era consciente de algo que un músico cercano
a él observó. Cuando tocaba, una tropilla gigantesca de seres entraba en él, y
él la largaba a este mundo, con su talento increíble, a través de su bandoneón.
En un momento esas criaturas lo llevaban a emocionarse, emociones tan
maravillosas, como si lo hicieran volar sobre el mundo. Se emocionaba más allá
de lo que era capaz. Era atropellado por lo que viene de otro mundo. ¿Qué me
está pasando?, se preguntaba. Muy idiota, se respondía: “esto es porque soy un prodigio”.
Respondía cabalmente a una descripción de Sócrates de los poetas, que “me
parecieron estar en el mismo estado que los adivinos y los profetas: dicen
grandes cosas y admirables, pero no saben nada de lo que dicen.”
Si hubiera tenido una pizca de sensatez, hubiera dicho como
otros: “abrí la boca y Dios puso en ella las palabras”.
Cada vez que volvía en mis años de universitario a mi pueblo, me parecía cada vez más chato, más mediocre. Veía que todos se conformaban con una vida sin ninguna pretensión más que hacer algo de dinero, conservar lo que tenían, meterse los cuernos, chismosear, envidiar, tener más que los otros. Se me hacían todos timados, cortos, vulgares, mezquinos, cobardes.
Me apenaba volver. Era el último lugar del mundo al que podía pensar ir a vivir. El lugar donde había nacido me causaba vergüenza, rabia y desprecio.
Sólo iba a visitar a mi madre. Paraba solo en su casa, jamás paseaba, y si tenía que ir a algún lugar por obligación, hacía lo que tenía que hacer mecánicamente, en el menor tiempo posible.
Pero un día me ocurrió algo asombroso. En el parque del edificio donde vivía mi madre, vi una bandada de pibes de nueve o diez años. Jugaban como todos los chicos, pero en un momento empezaron a corretear todos juntos, como perros, y cantando el estribillo de una canción muy linda, quizás uno de esos estribillos más lindos que se crearon en Argentina, bastante complejo, muy alegre, pero nada infantil en el sentido de “hecho para chicos”.
Los chicos corrían riéndose y cantando a viva voz aquella canción. Y la cantaban maravillosamente bien. ¿Por qué la cantaban? ¿Cómo gente de ese pueblo cantaba tan bien? ¿Quién se las había enseñado? En ninguna versión la había escuchado tan bien, era como si hubiera sido escrita para ellos, o como si la estuvieran inventando mientras la cantaban. Entendían desde muy adentro lo que decía el ánimo de la canción y el significado de su letra. Yo no podía entender de donde había salido aquello, en ese pueblo estéril.
En América Latina, la gente tiene mal sentido de la plata. Los ricos son despiadados, tienen la costumbre de quedarse con todo, como si los demás fueran animales miserables, animales carroñeros; y los demás asumen esa condición. En esa aceptación, admiten que el dinero no es para ellos y hacen todo sin cobrar.
Escribo como se actúa en el teatro: para cada ocasión, siempre el mismo texto lo escribo de otra manera.
No puedo copiar y pegar, que sería lo conveniente.
Además de carecer de talento, por este tipo de caprichos fracaso como escritor.
Le hace bien a mi ánimo cosas que escribió Drummond de Andrade. El poema que dice: “no posees casa, navío, suelo / pero tienes un perro”, me hace sentir su amor.
El poema se llama “Consuelo en la playa”. Las personas que saben consolar son ángeles.
Pero no cualquier persona que quiere consolar lo logra. Hay personas que no saben consolar, aunque lo intentan.
Una vez que mi amiga se quedó sin casa, hundida en la angustia, a días de quedarse con sus muebles, sus bagayos y su hija en la vereda, en una reunión en que se largó a llorar, había un amigo que quiso consolarla. Desde unos metros le gritó: “pero ¿cómo te vas a preocupar así? ¡Se va a arreglar!”
Mi amiga levantó la cabeza, clavó los ojos en él, y le preguntó:
— ¿Cómo se va a arreglar?
— Vas a conseguir.
— ¿Cómo voy a conseguir?
— Vas a conseguir —insistió él.
— No tenés idea de cómo. No tenés idea. ¿Por qué me decís, entonces, que se va a arreglar? ¿Te das una idea de cómo me siento? No me ofrecés una ayuda, me decís ligeramente que se va a arreglar, como si se fuera a arreglar solo.
El amigo salió.
En fin, que desde aquello, desde aquella falta de empatía horrible de aquel amigo de mi amiga, que tal vez no tenía mala voluntad, me quedé con la sensación de que cualquiera que le profetice a alguien que está en problemas que todo se solucionará mágicamente, lo está, de algún modo, agrediendo.
Cuando salí del hospital Muñiz crucé con lentitud la enorme plaza que lo separa de avenida Caseros.
La plaza se me hacía interminable.
En un lugar encontré un perro.
No tenía aspecto de bueno. No mostró interés en mí.
Me detuve junto a él, estuvimos los dos muy quietos y al fin le acerqué el dorso de la mano con cuidado, observando su reacción. Apenas me la olió.
Pero no hizo problema cuando le acaricié la cabeza.
Lo acaricié un rato, no le hablé, le di unos golpecitos en la cabeza.
Él se mantuvo inexpresivo.
Sin embargo, cuando me empecé a alejar me siguió, y desde atrás mío metió el hocico en el hueco de mi mano mientras yo caminaba.
Me paré otra vez y volví a acariciarlo.
Me dieron muchas ganas de invitarlo a mi casa.
Fueron cuatro meses allí dentro.
Pensé que tengo muchas ganas de tener un perro.
Podría ser que los poemas de verdad son unas palabras que se la caen a alguien sin querer, como quien pierde el ticket del estacionamiento o se le piantó la tortuga del jardín; o se le escapan, como se le escapa un pedo o una risa ante alguien que se tropieza y se cae en la calle; se le salen por fuera de su voluntad, le brotan, como la sangre menstrual, un optimismo sinrazón, un calambre, un pelo de la ceja, la desconfianza en alguien.
Después se lo puede escribir, pero sólo después.
Me reí cuando me preguntaban si iba a ganar a Milei.
Cuando ganó, escuché obsesivamente a todos los que analizaban la política, tratando de tener una explicación y de encontrar una orientación —che, ¿qué hacemos?
Me consolaba diciéndome que Milei iba a durar tres meses.
Festejé porque yo tenía razón, cuando fueron las elecciones en la provincia de Buenos Aires, y después vino la legitimación licuificadora con que me deshizo.
Entonces me ganó una renuncia como una promesa a escucharme hablar de política.
Más que una renuncia fue una huida a abajo de la cama.
Un tragame tierra.
No paso ni cerca de un espejo, porque se me cae la cara de vergüenza ver a ese pelotudo.
No hablé más con mis hijos.
Me apiado de quienes tienen que hablar de política por un sueldo, pagar el colegio de los chicos, el seguro del auto.
Ahora estoy en silencio total.
No abro la boca.
Y no abro las orejas.
¿Hasta cuándo?
¿Es lo mejor que puedo aportar?
¿Es el mejor ejemplo que puedo darle a mis hijos?
¿Alguien puede decirme algo de lo que está convencido?
Algunas personas que escriben tienen algo diferente.
Son las personas antena. Escriben lo que alguien, algo o lo
que sea, emite y ellas captan.
Siempre nos quedamos observando las consecuencias del uso que
tienen las herramientas, ropa o cosas que han sido útiles durante años. La pava
que queda negra abajo, los zapatos viejos de cuero, la pelota de fútbol que se
peló, la escoba.
Son muy interesantes los martillos, porque duran mucho más
que las generaciones. Duran para siempre. Sólo se deja de tenerlos si se los
pierde. El mango se les cambia. Tan lejos del smartphone, de la tostadora
eléctrica, del libro mal encolado, del mundo de la obsolescencia programada. Y
aún así, el martillo tiene marcas.
Esas personas que escriben tienen abolladuras, descoloraciones, achaques que les ha dejado su actividad de recibir cosas de afuera y escribirlas.
Trabajar de escribirlas para que se parezcan a lo que la
persona escuchó y trabajar de desplegar lo que escuchó —porque cuando empieza a
escribir, muchas veces lo que escuchó empieza a expandirse, complicarse,
florecer, generar lógicas, historias, lugares, personas, la forma de hablar de
esas personas— les deja cicatrices.
En ese trabajo, su emoción es convulsionada, su moral es
retorcida, su vida entera se ve afectada, y también su salud.
Un detalle revelador de esas personas es una enfermedad en
la mirada. Como si tuviera muerte en los ojos. Es lo que puede verse sin ningún
esfuerzo en Rulfo, Hemingway, Onetti, Juana Bignozzi. Y está el paradójico
escritor ciego, claro.
La primera vez que aquel viejo analista me causó un respeto muy grande, fue cuando descubrí su deseo, que parecía personal, más allá de profesional, de que yo estuviera bien.
Curado.
Sano.
Liberado de bichos.
Liberado de arenas movedizas.
Sentí en sus ganas una intensidad que expresó bien el término que conocí después, furor curandis.
Luego tuvo una segunda conducta que aumentó aún más mi respeto.
Me di cuenta de que atendía a mi bienestar, pero parecía sentirse muchísimo más comprometido a que vivieran bien mis hijos.
Se saltaba todos los protocolos, reglas, ritos y tabúes del psicoanálisis para forzarme que hiciera tal o cual cosa en favor de mis hijos.
También noté que no sólo estaba enfocado en mis hijos, sino en todas las personas que me importaban.
Me pareció que su estrategia o furor o las dos cosas era de una sabiduría brillante y una dignidad muy hermosa.
A la salida de una conferencia una mujer me saludó.
Era evidente que me recordaba. Yo no tenía idea de quién era.
— Tuve una consulta con vos, hace quizás 30 años —me dijo, sonriendo.
— Perdón, creo que no te recuerdo. ¿Te atendí por mucho tiempo? —le respondí.
Se rió.
— Por favor, cómo te vas a acordar. Tuvimos tres sesiones, a lo sumo. Yo tampoco te recordaría si no fuera por lo que me dijiste. Yo acababa de cortar una relación que había sido un torbellino y que terminó en una catástrofe. Por eso tuve las consultas con vos, y me dijiste algo que me cambió la vida. Yo era una chica, estaba partida al medio por la angustia y me dijiste “es algo que se mete con el sentido, ¿no?”
Tuve una ligera sensación de remembranza. Ella terminó:
— En ese momento supe que en toda mi vida sólo me interesa lo que se “mete con el sentido”.
¿Por qué le había dicho “mete”? Entonces recordé que le dije la palabra muy a propósito. Había pensado en la palabra en portugués “mexe”, que es “meterse”, pero también algo más. “Mexer” es interferir; manipular, manosear lo que no está permitido tocar; intimar y cuestionar lo que otro protege.
— Asumí plenamente que sólo me interesa meterme con el sentido y nunca pude volver a vivir de otra manera —concluyó.
Me miró a los ojos, me ofreció la copa para que brindáramos y brindamos.
— Disculpá, no te voy a seguir escuchando —me dijo Yamila —. No sigas hablando.
Sentí cómo la sangre se me había subido de golpe a la cabeza, tenía la cara hinchada y calientísima, y sabía que me había puesto rojo como un pimiento.
—Disculpá —me repitió—. Tardo entre 98 y 140 segundos en aburrirme cuando hablo con alguien que no está enchufado a algo que tiene sentido. Si no me hablan de por qué dicen lo que dicen, si repiten eternamente lo mismo que escucharon de otro que también se repite eternamente, siento que estoy con un cadáver que flota en una pileta.
La IA está haciendo que grandes masas de cientos de millones de personas tengan una sola mente.
Horroriza.
Pero en un sentido siempre fue así.
Se llama Humanidad, Cultura, Homos Sapiens Sapiens, Sociedad Humana.
1. Chimpancé
No desconozco del todo que a los actores les sucede que un personaje al que se han dedicado con demasiado esmero, con un compromiso de vida, los posee, los secuestra, se los come, pierden la noción de quienes son, si el de antes de hacer el personaje o el personaje. De un modo similar, me pasó que, por gustarme una persona con quien nos pusimos a jugar a que éramos chimpancés, y luego seguir el juego solo, porque ya no la vi; seguir jugando para estar de alguna manera con ella, mi comportamiento empezó a cambiar. Y es un comportamiento que no tiene nada que ver con el de un chimpancé —o tal vez sí. En todo caso, no tiene que ver con las ideas más comunes de cómo se comportan los chimpancés. Por ejemplo, cuando me pongo a caminar como un chimpancé gano fuerza. Y el andar me insufla más fuerza aún. Me transformo en una persona muy decidida. No dudo: pienso en hacer algo y lo hago. Nada se interpone entre mi intención y la acción.
Por otro lado, mi atención se concentra increíblemente. Suelo poner los objetos con los que opero muy cerca de mi cara, frente a mis ojos como si no viera bien, para observar nítidamente todos los detalles.
En ese momento soy todo acción. No tengo reflexiones fuera de lo que hago. El tiempo, además, se acelera. Quiero decir, no es que el tiempo pase más rápido, sino que yo me muevo más rápido, percibo más rápido, y las cosas, que deberían hacerse más lentas, también se aceleran. Toda la realidad se resuelve de un palazo.
Percibo cositas mínimas y no me importan los grandes movimientos. Esos los vi venir, los medí y estoy montado en ellos.
Al principio esto sólo me sucedía cada vez que me ponía en modo chimpancé. Sin embargo, con el tiempo el comportamiento chimpancé ha ido colonizando los demás momentos. Como el actor tomado por el personaje, el chimpancé me va poseyendo poco a poco.
Me pregunto si necesito una suerte de exorcismo o si llegará el momento en que ya seré completamente un chimpancé.
Ya no sabré hablar, ni tendré ley, ni me importará nada de lo que poseo, de lo que he conseguido en la vida, de mis amigos, mis hijos, ya no tendré ética, ni deseos, ni decencia, ni dignidad, ni pasado. Abriré la puerta de casa, la dejaré abierta y me iré para siempre.
2. Energía
Cuando uno duerme, la realidad es una, pero cuando uno está despierto, es otra.
Además de estas dos realidades básicas, hay otras. Para los sordos hay otra, para los que han ingerido una sustancia psicotrópìca hay otra, etc.
Luego está el juego más fino, el de “qué ves cuando me ves”, es decir, jugar con la hipótesis de que la realidad es singular para cada persona —lo cual es muy fácil de desmentir: se ponen 100 personas alrededor de un gato y un perro, se pregunta cuál es el gato y todos señala al gato.
En todo caso, hay digresiones en algunos asuntos, pero entonces no se habla de diferentes realidades, sino de “percepciones subjetivas”.
Creo que estamos de acuerdo en esto.
Pero si estamos de acuerdo, explíquenme por qué, en el rato en que me transformé en mi hermano Martín, la realidad se me apareció tan irremediablemente alienada como si estuviera en otro universo.
Todo era tan irreconocible, que mis palabras no servían para señalar nada de lo que veía. No había materia, no había luz, no había espacio, no había sonido, no había vacío.
“Martín está loco”, pensé desde el interior de su mente. En ese momento, como para contradecir esa sensación, recordé algo que hablábamos con Martín cuando éramos adolescentes —sin siquiera entonces darle mucha importancia.
La conversación seguía aproximadamente estas etapas: Martín decía que somos energía.
Yo le contestaba que sí, que estamos hechos de energía, que la materia está hecha de átomos, que los átomos están hechos de partículas que son pura energía.
Él me decía que sí, pero que había algo más.
Entonces yo siempre le respondía que eso era una superstición new age, hablar de energía para hablar de algo misterioso, para hacerse el místico, pero sin ser religioso porque quería ser moderno. Hablar de la energía era una manera de decir espíritu, alma, ángeles y cosas así.
Martín volvía a darme la razón, pero aún no se conformaba. Insistía en que no era un pensamiento, que las cosas eran realmente energía.
Yo concluía diciéndole que por qué no le ponía otro nombre a la energía, y él concluía respondiéndome que porque era energía.
Con el tiempo ya no tuvimos más aquella discusión, ni ninguna de las muchas discusiones propias de la vocación filosófica de la adolescencia, sólo porque dejamos de ser adolescentes. Pero ahora que yo estaba en él, realmente veía todo como energía.
Sin embargo, ¿qué quiero decir? ¿Qué quiero decir, ahora yo, con “energía”?
No sé. No puedo explicarlo, igual que le sucedía a Martín. Sin embargo, aún siendo un término absurdo, inútil, es lo más apropiado para hablar de la realidad que en ese momento era algo tan disparatado como si me mostraran una moneda y me dijeran “esto es un piano”, o como si me mirara en el espejo y viera un cocodrilo. La palabra que le da sentido a esas incongruencias es energía.
3. El viejo
Muchos queremos a un actor inglés, antimperialista, un viejo que fue toda la vida un fiestero, que se pasó 40 años ininterrumpidos drogado, borracho, en cualquier orgía, y ahora, aplacado por los 80 años, muestra que todo lo hizo con una dulzura virginal. En una película —no estoy recordando cuál— le dice a una mujer madura, con sumo respeto y calma: “yo tardaría diez minutos en enamorarme de usted”.
En un rato empieza el partido de Boca, no tengo tiempo de desarrollar lo que voy a decir, le pediré a alguna IA que desarrolle.
Mientras, les dejo estas anotaciones a mano.
Una clave humana es la prótesis.
Cuando empezó la palabra “prótesis”, significaba “poner adelante”. Luego se transformó en “adición”, en el Medioevo fue adoptada por la Medicina; en el siglo XVI las adiciones fueron partes del cuerpo (piezas dentales, narices de cera, metales para mutilados de guerra). En el siglo XIX se empezó a usar en español, con la RAE dándole en 1869 el significado que aún usa, “Pieza o aparato empleados para sustituir un órgano o un miembro del cuerpo.” Durante el siglo XX se generalizó como parte de la industria de la medicina médica hegemónica —prótesis de cadera, dental, auditiva, etc.—, y se comenzó a darle al concepto un sentido técnico más amplio: cualquier suplemento, por ejemplo, prótesis capilar, prótesis de pene, y un uso metafórico y cultural. Desde la ciencia ficción comenzó ser llamada “prótesis” a una extensión artificial del cuerpo y se pasó de la sustitución de una parte perdida a la mejora o la extensión de capacidades humanas, con prótesis biónicas, implantes neuronales, exoesqueletos y demás, camino al cyborg.
Ahora bien, ya Marx, al hablar del trabajo, había definido las herramientas como la extensión del cuerpo humano. Esto nos obliga a detenernos en el “trabajo” y en la “extensión”. El “trabajo” es un proceso entre el hombre y la naturaleza, “proceso en que el hombre, por su propia acción, media, regula y controla su metabolismo con la naturaleza” , mientras que la “extensión” es todo lo que no sea cuerpo.
Todo lo que hace el hombre, la acción de existir, es un proceso en la naturaleza, de modo que trabajo es toda acción humana.
Por otra parte, el hombre se define tanto por su cuerpo, como por ser término de una sociedad. Los cuerpos están tramados y lo que aglutina la trama son extensiones del cuerpo. La forma del entramado de cuerpos humanos es la cultura. Podría decirse, llevando las cosas a una arbitrariedad acaso extrema, que la cultura es la extensión de los hombres, su herramienta para trabajar el proceso de su relación con la naturaleza, es decir, con el mundo, con la realidad.
Basados en Marx, podríamos tender un arco entre prótesis y herramienta, que es lo que vienen haciendo futurólogos y autores de ciencia ficción. Michel Houellebecq habla de un hombre final, un neohumano o un posthumano, que es una persona reducida a una pura memoria digitalizada y almacenada en una máquina. Es decir, llegamos a un momento en que se disuelven los límites entre persona y extensión.
Antes de esa instancia, se podría pensar cómo el trabajo hecho con extensiones modifica los cuerpos y la sociedad. Volvamos a Marx: “El hombre se enfrenta a la materia natural misma como un poder natural. Las fuerzas corporales de que dispone su organismo, brazos y piernas, cabeza y manos, las pone en movimiento para apropiarse de la materia natural bajo una forma útil para su propia vida. Al operar por medio de ese movimiento sobre la naturaleza externa y transformarla, transforma al mismo tiempo su propia naturaleza” (El Capital, libro I, cap. 5).
Muchos se asombran ante el hecho de que un niño, si no fuera criado por humanos que le enseñan a caminar parado sobre sus dos piernas, posiblemente se trasladaría de otra manera. La cultura desde que somos homínidos ha ido transformando nuestros cuerpos de muchas formas. El hecho de que no caminaríamos erguidos si no lo aprendiéramos no es diferente al hecho de que nuestros cuerpos están hechos para depender como pedúnculos de la madre mucho tiempo, de la ropa para no morirnos de frío, de las casas, de las pastillas, de los audífonos, etc. En suma, ya no tenemos cuerpos naturales, como los tiene un murciélago, un sábalo o incluso un gato doméstico. Sin la cultura, no sobreviviríamos.
En un sentido —insisto, forzado quizás hasta la exageración o el bolazo—, la cultura es una prótesis. La prótesis por excelencia. La prótesis total. La prótesis que es la realidad de los humanos y que los determina. Los hombres inventan a las herramientas y esas herramientas inventan al hombre, como expresa Stanley Kubrick con los monos al inicio de “2001: odisea del espacio”.
En estos tiempos de inicio de la inteligencia artificial generativa, encuentro un experto tras otro diciendo que la IA es una herramienta. Lo dicen como si fuera aleatoria. El hombre sería el mismo si un día la IA se apagara, sólo que con menos recursos técnicos. Aún no han empezado a asomarse a la consciencia de que la inteligencia artificial generativa está inventando a un nuevo hombre. Nos estamos recreando con el invento de la inteligencia artificial generativa.
Igual que lo hicimos con la palabra.
Con el fuego.
Con el arte.
Con la cocina.
Con la ley.
Con el espíritu.
Francisco vivía solo en un campo a unos kilómetros de Carlos Casares. Lo había heredado de su familia. Hacía más de 20 años que se había separado de su segunda esposa y no había vuelto a hacer pareja. Sus hijos no iban a visitarlo; el campo quedaba lejos. Tenía algunos perros, y hacía una familia con ellos, naturalmente —no es posible que uno no haga familia donde hay perros—, pero a quienes realmente consideraba la gente con la que vivía eran los árboles que estaban alrededor de la casa.
Serían 30 o 40 árboles. Eucaliptos, lapachos, jacarandás, sauces, un roble, un nogal oscuro, una higuera muy generosa, varias tipas, algunos naranjos. No les puso nombres, pero eran personas. Cada uno tenía su temperamento, su historia, sus fortalezas. Sus achaques, sus mañas, sus estados de ánimo. Su voluntad. Con cada uno tenía una relación particular. Los naranjos eran tres hermanos, y trataba con los tres juntos. El roble era el verdadero patriarca; entre los demás árboles. él era uno entre sus súbditos. Un eucalipto, joven y alto, era una mujer, bastante locuaz, siempre fresca y dispuesta. Con una casuarina se entendían sin hablarse. El jacarandá siempre estaba alborotado y era feliz con las tormentas. Francisco sabía todo de cada árbol.
Les pidió a los hijos que cuando muriera lo enterraran entre ellos. Y así lo hicieron.
Escucho a un cráneo experto en IA decir que la IA producirá un avance revolucionario en la educación porque ya no hará falta que los docentes conozcan a cada alumno, porque eso lo hará la IA, ni que los alumnos tengan que aprender nada, porque todo lo sabe la IA, ni que las instituciones deban diseñar planes de estudio o programas porque eso lo hará la IA, y que la IA llevará al extremo las clases online —por ejemplo cada docente creará un avatar personalizado para cada alumno y cada alumno para cada profesor—, que las clases que da un profesor en un idioma se ofrecerá en todos los idiomas, que las clases se podrán tomar en cualquier momento, y entonces una carrera universitaria puede completarse en 4 meses o en 40 años.
Todos los datos ya los tiene la IA.
Todos los criterios para decidir ya los tiene la IA.
Todas las intuiciones ya las tiene la IA.
Fascinante.
Ahora bien, lo confieso, yo me ubico en una guerra:
- Anti IA vs. Pro IA
- Humano vs. IA
- Conservador vs. Moderno
- Soberanía intelectual vs. Mente Controlada por Silicon Valley
- La IA nunca podrá alcanzar lo que hacemos los humanos vs. La IA alcanzará en unas horas todo lo que pueden hacer los humanos y en otros minutos más lo superará en miles de veces
- La IA pasará de moda y lo humano seguirá siendo todo vs. La IA es el próximo paso en la evolución del Homo
- Viejochotismo vs. Juvenilia
Frente a lo que dice el Cráneo se me ocurre pensar que su idea de la educación se reduce a la transmisión de datos.
Es una idea asombrosamente pobre.
Ni siquiera me dan ganas de argumentar contra tamaña imbecilidad.
Si la IA está diseñada con esa idea, me aferro mucho más a mi posición anti IA.
En todo caso, me quedo con recordar que Claude Lévi-Strauss, por ejemplo en “Las estructuras elementales del parentesco”, construye esos armatostes cuyo único soporte es la racionalidad —tan típico de los franceses, que fabrican esos cosos para proyectarlos a la realidad y no ver en la realidad otra cosa—, y sin embargo, llega a un punto en que las herramientas racionales no le alcanzan. Entonces, recurre a la magia. Sobre el tabú del incesto dice: “Es, pues, el espíritu humano quien, al prohibir el incesto, se afirma como espíritu y se separa definitivamente de la naturaleza.”
Segundo, cuando se dice que la IA intuye, ¿cuál es la idea de “intuición” que se usa? Hay diez mil definiciones de “intuición”. A veces se usa simplemente para designar un modo de conocimiento o captación que uno no puede explicar. Sin embargo, tiene sustancia en los humanos. Si la intuición de la IA es algo que simplemente no es racional, quizás habría que hablar de otra cosa, o de la “intuición de la IA”.
Tercero, lo que sostiene al teatro en persona, a los partidos de fútbol en la cancha, a los recitales, es esa chispa que se produce.
Si lo generativo como novedad de la IA actual es esa chispa, la intuición, el espíritu humano, entonces estamos ante la ampliación de lo humano, su extensión, su metamorfosis.
Si lo generativo es algo técnico, recursos ingeniosos e infinitos para hacer lo mismo, como es el caso de transmitir conocimientos, entonces son máquinas y las “alucinaciones” (otra idea que hay que revisar) son el chiste de cómo algo que debe ser eficiente, no lo es.
Finalmente, pido perdón porque estoy diciendo cosas que ya han sido pensadas trillones de veces y han sido dichas desde el siglo XIII.
“Esta me va a decir que tengo razón cuando digo que estoy hecha para vivir sola, pero entonces de qué me quejo, me va a decir, de qué me quejo de mi soledad. No entiende mucho, no entiende que no aguantar a nadie no tiene nada que ver con la amargura de la soledad. ¿O tengo que estar con cualquiera, para no estar sola?”
Esto piensa Mabel, luego de darse cuenta de cuánto le hubiera gustado despertarse con el barullo de los cubiertos en el cajón que hace alguien revolviéndolos, buscando algo, porque está haciendo el desayuno.
Jorge recordó esta escena en silencio, no le contó a nadie: su mamá iba con él y con su hermano menor paseaban por el Jardín Botánico. Por el camino en el que caminaban venía caminando un hombre. El hombre miró a su mamá de lejos y se quedó como desconcertado. Jorge supo que se había quedado sin respiración ante la hermosura de su madre. Su madre era una mujer de una belleza que no era de este mundo. Era probable que fuera la mujer más hermosa que ese hombre hubiera visto en su vida. Tenía unos ojos enormes, tranquilos, como los ojos de un animal que tiene un perfecto control de sí mismo y de todo lo que tiene alrededor. Con esa mirada debe haber penetrado hasta el fondo del alma de aquel sujeto, como hacía con cualquiera, y él no podía hacer absolutamente nada. Era un tigre atrapado por un poder misterioso, que lo había reducido a la dimensión de un conejo que había caído en una trampa. Jorge, que era un gurrumín de ocho años, vio cómo el hombre caminaba como un autómata hacia ellos, con la boca abierta mirando hipnotizado a su madre y cuando llegó cerca le dijo: “¿qué mira, señor? ¿No tiene respeto?”
Jorge no tiene trastornos cognoscitivos. Si quiere recordar algo, como el nombre de una canción, la fecha en que su hermano tuvo el accidente, el nombre de un compañero de la carrera, 40 años atrás, lo recuerda. Sin embargo, no le interesa recordar nada. No sabe cómo se llama el perro de su compañera, ni la calle donde vive su hijo, ni la marca de su auto, ni el nombre de ninguna herramienta. Le gusta el fútbol, es un observador muy agudo, puede anticiparse con agudeza a cómo jugará tal jugador o qué cambios hará el técnico, o cómo cambiará la táctica en el segundo tiempo, pero no sabe el nombre de ningún jugador. Ni del presente ni del pasado. No le importa.
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| Dibujo de Juan Aiello. |
Algún escritor argentino tuvo la ocurrencia de que los gauchos, no teniendo en su paisaje más que la nada, eran filósofos naturales, como habían sido los griegos y los árabes.
Y otro escritor, nicoleño, me contó que el Gaucho Mario una vuelta le dijo: “hay que ver, ese muchacho. Quiere tener la razón en todas las discusiones. Quiere ganar siempre. Muy débil, piensa que es”.
Nací en 1962.
Generación pal cachetazo.
La de Malvinas.
Pero antes, en el momento de la vida de empezar a militar, teníamos la dictadura enseñándonos que el que aspira al poder, lo deshacen.
Si nuestros hermanos mayores militaban casi a la fuerza, naturalmente, porque todos militaban, en nuestra generación casi nadie militó.
Prácticamente ninguno durante la dictadura y algunos sí en la Primavera Democrática, sólo hasta las Felices Pascuas de la cobardía.
Quizás la ausencia de huevos de esa generación explica el vacío fantasmal de una dirigencia del Pueblo en este momento.
Lo más éticamente monstruoso es que no abrimos cauces para que militen los más jóvenes.
Nos limitamos a desearles que les vaya bien en su camino individual de espaldas a los demás.
Cómo hacemos para decir feliz día del militante.
No sé cómo se recompone esto.
Pero si no queremos seguir en la dictadura de Videla, algo tenemos que inventar aunque sea cualquier disparate para nuestros hijos.
Decirles, por ejemplo, que hagan contacto con las cosas.
Hacer contacto: ir hasta el fondo.
Decir la verdad, pedir la verdad.
Arriesgar algo.
Dar, recibir.
Abrir el pecho, exigir que se abra el pecho.
Saber que ese momento no se repetirá jamás.
Animarse a que algo cambie.
Mi padre me pregunta a qué país me voy a ir a vivir.
Tengo 64 años. Pienso que a ninguno.
El exilio es horrible criterio para elegir un país.
Toda la vida tuve la deuda de irme a vivir a Cuba, pero no sé si aún arde la mística de cuando estuve allí, hace 35 años.
Eso, pienso, la mística.
Entonces Axel me dice: “Burkina Faso te va a resultar irresistible”.
Tiene razón. Puedo presentarme ante Ibrahim Traoré y él me sumaría a su gesta.
Pero no estoy seguro de mi necesidad de una gesta.
Garibaldi.
Quizás la revolución son los hijos.
Cuando era chico criaba una clase de arañas bastante grandes. Las hembras tejían un disco, lo sujetaban a una pared, desovaban en su interior y se quedaban cubriéndolo para proteger a sus crías. Si yo le acercaba un palito, su ferocidad me causaba miedo. Me miraba a los ojos con sus muchos ojos y yo tenía miedo de que me saltara al rostro.
Permanecía sobre el disco unas tres semanas y entonces aparecían del interior cientos de ínfimas arañitas negras.
Las arañitas devoraban el cuerpo de su mamá.
Con la misma responsabilidad con la que defendía el disco, la araña se había nutrido en los días previos a poner los huevos, para que sus hijas tuvieran buena carne y buenos jugos para alimentarse y hacerse fuertes.
La revolución en los hijos podría ser vivir la vida que uno quiere vivir, hacer lo que uno piensa que está bien hacer, porque de eso es que se nutren cada día los hijos, desde que nacen hasta que los padres morimos.
En algunos hoteles en China, incluso de 22 estrellas y un lujo palaciego, hay en el lobby un cartel que dice en inglés: ESTÁ PROHIBIDO MIRAR PORNOGRAFÍA - LEY tal.
A cualquier occidental nos agarra un ataque de derechos ante ese cartel.
“¿Me van a espiar lo que miro en mi compu????”
Y luego:
“¿Y cuál es el problema con la pornografía?”
Quien pensara de esa manera, tendría la realidad formateada con esta dicotomía:
AUTORIDAD vs. CONSENSO
La auténtica autoridad da órdenes sin fundamento, porque si el que obedece entiende, ya hay algo de consenso.
Nos cuesta pensar que tal vez no tenemos fundamento para la autoridad de darle órdenes a los chicos, es decir, que no hay ninguna razón detrás del “andá bañarte” —¿por qué? ¡Basta! ¡Porque soy tu madre!— y que somos igual de autoritarios que aquellos que ponen ese cartel de autoridad pornográfica en los hoteles.
Creemos que es natural darles órdenes a los chicos.
Quizás los chinos creen que es natural que el Gobierno les dé órdenes a los ciudadanos.
El rito según lo concibe Confucio —li, 礼—, es el yin que convoca al yang.
Para meterme a escribir, me hago un café.
Me compré esa tilinguería de una carpeta esponjosa para yoga, y ahora cada mañana hago yoga porque la carpeta es como que me anima.
El gobierno de Guangxi construyó un puente sobre el río Li cuando nadie pasaba en balsa ni de ninguna manera lo que había en una costa a la otra, pero desde que está el puente de un lado del río comenzó a producirse cebada, porque por el puente se llegaba directamente a la aldea donde se podía vender.
No es que el rito sea infalible, pero muchas veces activa lo que de otra manera se queda quieto de un modo indolente.
La novela Maniac, bestseller en algunos ambientes, plantea esto: si los hombres llegan demasiado lejos en algo, serán castigados.
O quizás es un poco más complicado: abren la puerta del infierno.
Dejan entrar al Diablo a este mundo.
No encuentro un solo mito que cuente esta historia, pero si muchísimos que son facetas de ese mito: Adán y Eva y el Árbol de la Sabiduría, la caja de Pandora, la Torre de Babel. Lo más elemental: los pecados.
Después de la dictadura militar en Argentina, muchas personas, creo que la gran mayoría, se ha quedado con este relato: “nunca más la violencia. Ya sabemos lo que pasa”. Muchos jóvenes habían luchado intensamente por tomar el poder para hacer que el país le diera una vida más digna a todos. Para acabar con esa tendencia, los poderes de Estados Unidos y locales instauraron una dictadura militar cuya pedagogía fue aterrorizar a toda la sociedad torturando cuerpos, desapareciendo a personas, asesinándolas, robándoles sus bebés, robándoles sus propiedades
Por este motivo, el miedo a tomar el poder ha castrado a los dirigentes del campo popular, que hoy se arrastran impotentes, tratando de cuidar cada uno su pequeña fortuna.
Ir “demasiado” lejos, es ir más allá de la frontera que establece Dios.
En Maniac, el Demonio desatado es Hiroshima, y ahora lo estamos despertando con la inteligencia artificial.
Lo despertamos con nuestra impotencia y nuestra entrega a la indolencia más criminal.
Fulana me cuenta que fulano (¿sabían que Fulano, Mengano y Zutano son apellidos que existen? Me contó los otros días una amiga. Bueno, qué modo de distraerme. Ahora les revelé este dato que es mucho mejor que lo que voy a contarles, y yo mismo arruiné la atención de mis potenciales lectores).
Bueno, va de nuevo.
Fulana me cuenta que Fulano —somos los tres amigos— le dijo
que le pasaba algo con ella.
— ¡No! —exclamé.
Fulana miró para abajo con expresión seria.
— Esas cosas no se dicen así. No se dicen. Uno se da cuenta.
— Esas cosas, ¿cuáles? —me preguntó ella.
— Eso, que quiere estar con vos.
— Qué quiere estar conmigo, ¿qué?
— Lo que dijiste. No entiendo qué me preguntás.
— Te digo que Fulano me dijo que le pasaba algo conmigo.
— ¡Y bueno!
— ¡Pero dejame hablar!
— Ah. ¿Qué le pasa con vos?
Fulana dijo que sí con un leve movimiento de la cabeza, como
si dijera “ahora sí”.
— Me dijo que quería acostarse conmigo.
— Qué zarpado.
— Sí.
Pensé un momento y dije:
— Y bueno, pero le pasa eso. Uno no es culpable de lo que le
pasa.
— Podría habérselo callado.
— Sí, y también podría habértelo dicho.
— ¿Se puede decir cualquier cosa? ¿Todo vale?
— Todo no, pero somos amigos. ¿No tenemos confianza para
decirnos eso?
— Sí, confianza, sí.
— ¿Y entonces?
— No es un tema de confianza.
— No entiendo.
— No es nada más que un tema de confianza. Si uno está
dispuesto a hacer algo, tiene que responsabilizarse.
— ¿De qué, en este caso? ¡Ah! ¡Le dijiste que sí y arrugó!
— No.
— Hoy estás difícil, Fulana. No entiendo lo que decís.
— No podés tirarle algo así a una persona, a una amiga, y no
responsabilizarte.
— ¿Pero qué sería responsabilizarse? Dijo que se quería
acostar con vos; si vos también querías, se acostaban; si no, no. ¿De qué se
tenía que responsabilizar?
— No se quería comprometer.
— Comprometer ¿a qué?
— Y, ¿a qué va a ser? A una relación.
— Pero ustedes ya tienen una relación.
— ¡Pero no cogemos!
— ¿Y?
— Y, es otra relación.
La miré tratando de entender.
Pensé que los hombres y las mujeres Jamás nos vamos a
entender.
Le pregunté:
— ¿Vos querés acostarte con él?
Hizo cara de asco y dijo:
— No.
— No te gusta.
— ¡Pero no!
— Y entonces ¿por qué tanto lío?
— Porque Fulano no se compromete. Vos tampoco. Los hombres
son así.
No le dije nada, pero pensé que sí, que somos así.
De la misma manera en que no le hallo sentido a viajar por viajar, no me gusta hacer pareja con alguien sólo por hacer pareja, por estar enamorados o por romanticismo.
De la misma manera en que los lugares se me hacen carne de mí cuando dejo mi cuerpo y mi alma en lo que hago allí, una relación con una persona me hace quien soy, cuatro baldes de agua y un paquete de sales y un pequeño Dios de vida, cuando hacemos algo juntos que justifica nuestras vidas.
Habremos sido pareja en la aventura, sin darnos cuenta.
Luego está el modo chino: casarse con la persona más conveniente, sabiendo que esa unión vacía propiciará una vida llena de dicha, porque lo vacío atrae la plenitud.
Hace unos años tuve un encuentro con Shen Hong, una parienta mía. Trataron de explicarme qué tipo de relación genealógica había entre nosotros, que incluso tenía un nombre, pero era un intríngulis matemático que llevaba demasiado tiempo comprender.
Era una viuda de menos de 40 años. Era hermosa. El marido de su hermana fue el encargado de la familia de empujarnos uno hacia el otro para que formáramos una pareja.
Yo me entregué lo que se puede entregar un marinero a quien su barco lo espera en el mar, y Shen Hong resultó ser tan fascinante que consiguió hacer que me olvidara del barco. Me enamoré perdidamente. Era una chica que estaba siempre alegre y tranquila, que era más feliz que yo dándomelo todo, que no me traía el mínimo problema; era sagaz y todo le causaba gracia y era sensible, y estaba asombrada por mi vida, y quería saber más y más de mí, y lloraba con mis historias y estaba enamorada de mi cuerpo. Entregaba su vida a la relación conmigo, sin miramientos, sin guardarse nada, desnuda como llegó al mundo, poniendo en nosotros todo su pasado y todo su futuro.
Pero un día sucedió algo. Una tarde cualquiera escuché un ruido insoportablemente repugnante cerca de mí. Estábamos en una reunión de nuestra familia china, en un salón no muy grande. Observé que nadie le prestó atención al ruido. Me di vuelta para ver de dónde venía y era mi prometida, que estaba amasando un gargajo desde el fondo de su pecho, con la boca abierta y haciendo un gesto increíblemente inmundo con toda su cara. Largamente hizo eso, sin decoro, abiertamente, sin sentir la mínima vergüenza. Al fin, apenas inclinada sobre un tacho de basura, largó lentamente una larga escupida, viscosa, verde, glaseada. Escuché cuando pegó contra algo que había dentro del tacho.
Quizás lo que me sucedió era que escuchaba la sirena del barco llamándome a bordo, pero en esa escupida se concentró todo lo que esa chica tenía de extraño indigerible para mí. ¿Cómo podía estar toda la vida con alguien que hacía naturalmente algo así?
Sin embargo, mi padre chino y mi madre argentina construyeron una buena y larga vida juntos.
En fin, creo que no hay recetas para ningún asunto humano, por más que algunas fórmulas hagan sonar cascabeles y resulten irresistibles.
Me pongo mordaz con una mujer que vive sola, que hace rato nunca tendrá hijos, que no les habla a las plantas porque es una idiotez, que es totalmente lúcida, sensata, racional, centrada, una científica muy destacada en su momento; me burlo de ella en mi interior cuando me cuenta que a la mañana vive un momento de “un infierno cadavérico, un infierno muerto” porque no hay nadie en su cama, ni en su casa. Ni ninguna persona que necesita que ella la llame, ni necesita llamarla.
Le digo que tiene a su gato.
Ni me mira.
Sólo hace silencio. Sabe que sé lo que piensa: no hay consuelo para esto.
Entonces le digo que es una pavada, sólo un momento.
“Después no te alcanza el día, como no te alcanzan los años por venir para hacer todo lo que querés hacer”.
Sonríe, me dice que es cierto.
Quizás alguna mañana me despierte antes de lo que suelo despertarme —ella se levanta muy temprano— y la llame.
Es tan hermosa.
Saborido desculó el secreto del formato de periodismo que se llama “talk show”: cinco remiseros opinando en la remisería mientras esperan que alguien pida un auto.
Primero fueron los programas de televisión de fútbol, después los de política y ahora son los streamings de política.
Son como una caricatura de Polémica en el bar. Como cobran por hora, tienen que llenar el tiempo. Hacen versiones de un tema remanido, lo repiten sin pruritos, inventan, mienten, analizan las mentiras. Terminan creando una ficción. Cuando llegan las elecciones, la realidad demuestra que vivían en una nube de pedos.
Y muchos pisamos el palito.
Ayer los remiseros estaban hablando de las elecciones en Nueva York.
La charla empezó así:
— Ganó uno que le dicen el Turco Magdalani.
— No, animal, esa es de acá.
— Mamaní es, y es inmigrante ilegal. Boliviano, debe ser.
— ¡Otro! Ustedes son catedráticos.
— Un turco hace allá lo que los peronistas no hacen acá.
— No es turco.
— Lo mismo. Ganó hablando con la gente, como hizo Kicillof ganó andando por toda la provincia en el Clío. Es lo que hay que hacer. Después dicen que con Milei no se puede hacer nada. Este pibe demuestra que si le respondés a la gente, la gente te vota. Lo que pasa es que acá los dirigentes peronistas se aburguesaron todos. Todos tienen un puesto, una casa en el country con pileta.
— Este chico además entiende a la gente porque viene de abajo. Va a poner el transporte público gratuito porque la madre lo llevaba a la escuela en colectivo.
— Nada que ver. Viene de una familia de ricos.
— Estas cosas pasan allá. No hay ninguna ciudad del mundo que se compare con Nueva York. Acá tenemos a Milei porque somos un país bananero. Estados Unidos es un país serio. Por eso gana este muchacho.
— Y guarda que este pibe puede ser presidente, ¿eh? No es él solo. Estados Unidos va hacia ahí. Hoy mostraban a otro de la misma edad que decía que los policías les pegan a otros pobres, mientras se los comen los millonarios…
— ¡Billonarios!
— … y que la universidad tiene que ser gratuita, la medicina tiene que ser gratuita, que los políticos corruptos tienen que ir presos…
— Y este dice que va a poner guarderías gratis, va a bajar los alquileres, le va a aumentar el sueldo a los estatales, va a poner supermercados municipales para bajar los precios y que todo eso lo van a pagar los millonarios…
— ¡Billonarios!
— ¿No te digo? ¡Son peronistas!
— Esa ola puede llegar acá.
— Los peronistas de acá se pelean entre ellos y le dejan la gente a Milei.
— Somos grandes, che. Este va a transar a la primera de cambio.
— Ya está todo armado. Ponen a un muñeco que a la gente le gusta para seguir teniendo la manija.
— Cambiar todo para que nada cambie.
— No ganó él, fue voto bronca contra Trump.
— Este ya dijo que Cuba era una dictadura. Y lo banca Soros.
— Él dijo que los fondos de la campaña los puso la gente.
— Vos creés en los reyes magos. ¿Cuántos años tenés? Ahora decime que Boca va a entrar en la Copa Libertadores.
— Lo banca Soros. Una fundación de Soros la dirige el hijo, el heredero, y esa fundación le banca a este pibe todos los proyectos sociales con los que levantó los votos. ¿Y sabés quien es el que hace negocios con Soros? El secretario de Tesoro, Bessent, que ahora es el virrey acá en Argentina.
— Los progresistas son lo mismo en todas partes. Viven nada más que en Palermo. Mucho transexual, mucha ecología, mucho aborto, pero para ellos la gente no existe.
— Vos decís que lo banca Soros y que lo armaron como a la gente le gusta para que lo votaran, pero a la gente le gusta un pibe, que es musulmán, que quiere abrir supermercados como acá se podrían haber abierto con Vicentín, quiere poner el transporte gratis… Podían haber armado un Milei. ¿Por qué armaron a este?
La siguieron. Cuando me fui, uno estaba diciendo:
— Los yanquis son religiosos, les gustan los milagros y las cosas estrambóticas. ¿O no votaron a un negro como presidente? Y les salió peor que un blanco...
Cuando yo era adolescente estaba de moda el libro "Escoge la vida", que registraba la charla entre Arnold Toynbee y Daisaku Ikeda. Me parecieron dos malos filósofos, lo que ya era evidente en la onda autoayuda del título.
Ahora pienso que era imposible que en la adolescencia ese título me pareciera otra cosa que una basura, porque cuando uno es joven es eterno, y para comprender "escoge la vida" hay que tener otra opción, que dicotómicamente es la muerte. Sólo cuando se está frente a la muerte uno puede pensar en escoger la vida.
Estos días mi amiga tuvo que despedir de la vida a su perro. Como todo perro, él no era consciente de que se iba a morir, pero lo sabía como saben los animales. Como saben que algo les causará dolor, es peligroso, o apetitoso o lo que sea.
Cuando se enfermó tuvo mucho miedo porque sentía la muerte adentro, y entonces decidió resignarse. Hasta entonces yo lo creía un animal vencido. Que lo habían humillado hasta anularlo. De hecho, lo habían capado. Sin embargo, una vez pasamos dos días en un lugar donde había otro perro, más chico y muy sexópata, que todo el tiempo quería sodomizar al perro de mi amiga. Él lo dejaba hacer, con esa sumisión penosa que le habían forjado. Yo lo echaba al otro, pero él ni le gruñía. Así todo el tiempo que estuvimos. El chiquito era insoportable y el de mi amiga lo toleraba, lo soportaba, lo aguantaba, hasta en un momento en el que el chiquito hizo algo que lo sacó. De un instante a otro se convirtió en una fiera imparable, la atenazó el cogote con su boca feroz de dientes gigantes y lo zamarreaba con una violencia asesina. Empezaron a revolcarse mientras echaban sangre y así fueron a parar a un arroyo, y aunque estaban medio sumergidos, seguía apretándole el cuello. Me costó mucho hacer que soltara al chiquito.
Luego volvió a su aplacamiento perfecto.
Y así asumió su enfermedad. Sin lloriqueos ni desesperación. No pedía ayuda ni se deprimía. Yo, que soy una marica y hago un drama del mínimo malestar, lo admiré con todo mi asombro, casi desconcertado. Era mi héroe. Un varón estoico. Sobre todo, un sabio. Sólo un sabio con un espíritu de valor impecable es capaz de permanecer calmo cuando ve venir su muerte. Y la anécdota del perrito sexópata me convenció de que esa entereza era una decisión suya.
Su dueña, desmoronada de tristeza como está ahora, extraña sobre todo su alegría. La alegría con que la recibía, la alegría con que la despertaba a la mañana, la alegría con que le agradecía cada cosa, una caricia, una palabra, una mirada. Tan alegre sólo porque ella era su amiga. Una alegría humilde, obediente, tranquila y pura. Absolutamente pura.
Pienso que así como decidió aceptar que habría de morir, también decidió estar alegre. Entre muchos estados de ánimo posibles, enfermo, ya muy maltrecho, elegía estar alegre.
En la recta final de mi vida, recuerdo aquel libro y pienso que es posible escoger la alegría.
Ese perro, aún padeciendo algo muy malo, vivía momentos de una alegría eterna.
Me calzo las alpargatas, agarro la reposera y me voy con la bicicleta al parque, a escribir sobre el pasto, a la sombra de un árbol grande y viejo, con una brisa como una bendición.
Una situación como la de quien está de vacaciones.
Voy solo, y en el parque estoy solo.
Bueno no tan solo. Hay palomas alrededor mío.
Y vengo de acompañar a una amiga a entregar a su perro
Draco al Cielo de los Perros. Y a cada rato me llega un mensaje de un amigo o
de una hija. Además, podría estar viviendo con alguien. Y muchas personas más
de las que merezco quieren mi bien y estarían en el rito de entregarme al
Cielo.
Esto no es estar solo.
Pero no sé, estoy aquí, con tantos árboles, dignos y buenos,
con el sol haciéndoles brillar las hojas, y con los gritos de las cotorras y el
cielo sin una nube, y me parece que esto es la eternidad. Y entonces pienso que
quizás se esté solo en la eternidad.
Pero nada. Sabemos que es nada más que mi complacencia en la
pena de mí mismo. Ni estoy solo ni lo que vendrá después de la muerte tiene por
qué ser una soledad eterna.
Hasta ahora podemos decir lo que se nos antoje sobre qué nos
encontraremos. Vale lo mismo la certeza amarga del que tiene la pupila clavada
en un vértice del ojo, que el dibujo que hizo una monja a quien se le
desalinearon los patitos, de la Momia de Titanes en el Ring jugando en el aire,
volando, con serafines y con largas africanas desnudas, lunas de colores y
entre ellos el zapatero de su infancia, don Ricardo.
Nadie ha vuelto de la muerte para decirnos qué hay allí, así
que nadie tiene más autoridad que otro en este asunto. Sea lo que sea que
creamos o inventamos, razonamos, intuyamos, vale. Todo vale igual. Y es por eso
que sé que el señor Draco, ya mismo, no ha pasado una hora, pero ya mismo, ha
encarnado en otra criatura. E incluso tengo una prueba para fundar esta
afirmación, una prueba que es irrefutable. El señor Draco era un perro, es
decir, un animal, poco inteligente, y sin embargo, no he visto en mis siete
décadas, una persona más sabía. El aplomo que ha mostrado el señor Draco todos
estos años ante situaciones que sacarían de sus cabales al más centrado, no lo
he visto en ninguna persona. Aceptó el sufrimiento no sin susto, no sin miedo,
pero sin escándalo ni tilinguerías. Sin tener pena de sí mismo. Parecía
domesticado por la muerte por venir, pero en realidad lo suyo era una maciza
integridad. Con la muerte adentro, el señor Draco vivió la vida con toda la
intensidad que era posible.
Esa dignidad no se alcanza en una sola encarnación. Ni en
dos ni en tres. Yo estoy lloriqueando, inventándome una soledad, cuando debería
estar aprendiendo del señor Draco.
Debería aprender la lección de mirar a los ojos al
destino que me ha tocado.
* * *
Extrañamente, desde hace varios días estuve escuchando en
mi cabeza una canción, que hoy cobra sentido.
La canción es Todos hablan, Everybody’s talking, y les recuerdo la letra.
Todos me hablan, pero
no escucho ni una palabra.
Solo los ecos de mi mente.
La gente deja de mirarme fijamente.
No puedo ver sus rostros,
solo las sombras de sus ojos.
Voy donde el sol sigue brillando,
incluso bajo la lluvia torrencial.
Voy donde el clima se hace a mi ropa.
Me alejo del viento del noreste,
navego con la brisa de verano,
reboto sobre el océano como una piedra.
No dejaré que me abandones, mi amor.
No dejaré que te vayas.
https://open.spotify.com/intl-es/track/1jcPcDu2YawPfLhwjYnqK2?si=6987edd49b4c4da3
* * *
Finalmente, les dejo algo que escribí sobre el señor
Draco hace algunos años.
https://bitcoraenba.blogspot.com/2023/02/el-senor-draco.html
Se ha dicho que en nuestras democracias, no hay elección, sólo hay opción.
Con eso se ha implicado que no hay la libertad irrestricta que plantea la elección.
Se puede responder: hay libertad de opción o libertad de elección.
Eso plantea diferentes tipos de libertades.
Otra libertad diferente es la libertad de crear.
La creación como ejercicio de la libertad, como acto de libertad.
Ahora vamos a la China.
Políticamente, con un solo partido, no hay libertad de opción ni de elección.
Ni de creación, se diría, porque todo es creado por el Partido.
Pero el partido también es China.
No es incorrecto decir que China decide a través de una élite.
¿Y cómo crea esa élite?
¿Los jerarcas comunistas se juntan a comer caviar y hacer brainstorming?
Más o menos.
Conocemos la táctica ancestral china de la creación: vas a aprender de memoria, caracter por caracter, cada una de las Canciones Populares, cada una de las Odas Menores, cada una de las Odas Mayores y cada uno de los Himnos, de los Anales de la poesía, el Shījīng, y los vas a repetir incansablemente, y un día al margen, en un papel cualquiera, te saldrá un poema de dos versos.
Pintarás las tres mismas ramas y nueve mismas hojas de bambú una y otra vez durante todo el día, todos los días,
Por 30 años.
Recién entonces, la punta de una hoja te saldrá levemente transparente: has creado.
Es así que lo jerarcas del Partido lo que hacen es aplicar recetas.
“Así hizo el emperador Zhi Di de la dinastía Ming”, “con un consejo similar a este, el emperador Taizong, de la dinastía Song, vio obstaculizado su plan de unificación de China”.
Los jerarcas resistirán las ocurrencias, las ideas de un genio, las inspiraciones personales, las revelaciones individuales, las propuestas surgidas de una epifanía.
Ya existe un protocolo para eso, probado por los siglos, aplicado incontables veces.
Si alguien tuviera un desbordante ingenio, se le prendiera la lamparita y corriera a anunciar que tiene una solución a determinado problema, se le explicaría que hay soluciones mejores escritos en pergaminos de 4000 años.
Los métodos, las recetas, tienen garantía de milenios.
Fueron ajustados, ciertamente, pero en mínimos detalles, para atender a circunstancias.
Si pensamos en modificar las normas, esa es la manera en que sucede.
Esos ajustes, como mutaciones genéticas, conforman a lo largo de las dinastías, la creación. Y para que ese proceso pueda ocurrir, es que es necesaria la libertad.