(Artículo aparecido en la Revista NOBA, San Nicolás, 26 de marzo, 2021)
San Nicolás me concedió la comprensión de que las ciudades tienen dueños. No es que lo aprendí de un día para el otro. Son cosas que no se aprenden en un determinado momento, porque se nace sabiéndolas. Crecí sabiendo que había dueños y, por tanto, no dueños. Era algo natural. Lo que sí puede pasar es que un día uno tome conciencia de aquello que ha sido perfectamente natural.
En una reunión en la casa de un amigo, en un barrio cerrado muy paquete del gran Buenos Aires, un ámbito que para mí no tenía nada que ver con San Nicolás, me encontré charlando con un muchacho agradablemente campechano y coincidimos con que éramos nicoleños. Teníamos relaciones muy diferentes con la ciudad. Ambos teníamos allí nuestras raíces familiares, pero yo me había ido al principio de la adolescencia y él solo había pasado afuera unos años para completar una carrera universitaria. Sin embargo, el sentimiento de pertenencia a la ciudad era puro en los dos y pasamos un largo y agradable rato hablando de San Nicolás.
He sido periodista toda la vida. No puedo encarar una conversación sin que el vicio de querer saber la contamine. En aquellos días, me había enterado de un colega que estaba revisando el caso de la muerte del obispo Carlos Ponce de León durante la dictadura militar del 76. El caso había fue caratulado como “accidente automovilístico”, pero luego la Justicia recibió la denuncia de que había sido un atentado de los militares (la muerte por accidente de auto era el modus operandi con que los militares atacaban a los curas opositores, con el notorio caso del arzobispo Angelelli). Cuestión que le pregunté a mi nuevo amigo si estaba al tanto del caso de Ponce de León —que había ocurrido 24 años atrás. Sin tapujos y sin ánimo de chusmerío, me habló de la situación como si fuera para él un asunto perfectamente doméstico y familiar.
“Desde siempre el expediente está arriba del escritorio de”… (nombró a una mujer por su nombre de pila, cargadamente íntimo, como “Mimicha”, o “Chichi”), y a continuación me relató el sinuoso derrotero del expediente, que había pasado de las manos de tal a las de tal (todos secretarios de funcionarios judiciales, políticos, fiscales) refiriéndome sus nombres o sobrenombres , pero nunca sus cargos. Me iba ofreciendo explicaciones precisas de las motivaciones que cada quien había tenido para esconder o sacar a la luz el expediente en determinado momento.
En unos minutos, me trazó una admirable trama que explicaba qué había sucedido y qué estaba sucediendo con el caso. La trama que incluía a jefes militares que habían mandado en la sociedad durante la dictadura y los negocios del poder que la dictadura había activado en la alta sociedad nicoleña.
Ante mis ojos fue apareciendo una San Nicolás que no había sospechado, hecha de personas muy conocidas entre sí, como si fueran miembros de una familia muy asentada y cerrada, que vivieron siempre todas juntas, unos empresarios industriales, otros jueces, dueño de clínicas, abogados, dirigentes de clubes deportivos, emprendedores inmobiliarios, dueños de campos.
De chico yo había aprendido qué significaba que un nombre era sagrado al escuchar ciertos apellidos. Alguna vez osé comentar “¿qué se yo quién es?” y mis amigos, aún niños, ya tan adoctrinados, me amonestaron. El respeto sagrado no estaba basado en saber por qué un apellido era célebre, sino justamente en no saber, en rendir honor sin saber por qué. Yo debía otorgar el honor sin fundamento ni razón, tener fe en que las personas de esa familia eran honorables, dignas del mayor respeto porque sí, por una historia que yo no tenía derecho a conocer porque la ciudad no era mía. No pertenecía a mí, ni yo a ella.
Aprendí que San Nicolás tenía sus dueños y por tanto, el resto de los habitantes éramos no dueños: una ciudad de dueños y de inquilinos.
Los dueños son los dueños de las propiedades estratégicas y de las decisiones políticas. Son los detentores del acervo, con sus apellidos de familia que operan como títulos nobiliarios. Y son los dueños del saber, el saber secreto que desplegó ante mí como un tesoro aquel amigo casual, y el saber con el que se maneja a los inquilinos, a través de las escuelas y el diario.
Por supuesto que casi todo el mundo es dueño de algo, una casa, un auto, un comercio, una empresa, pero son bienes cerrados sobre sí, como el saber sobre su familia o el poder de su decisión. Las propiedades de los verdaderos dueños, que insisto, incluyen el conocimiento como principal bien, afectan a toda la ciudad, a todos los habitantes, a la historia de San Nicolás, a las generaciones por venir.
Por supuesto que los inquilinos disputan poder, desde dentro del ámbito de los dueños si consiguen entrar, o desde el sindicalismo o desde enclaves telúricos, como las villas miseria que consiguieron armarse. Siempre San Nicolás, además, estuvo envuelta en inmigrantes, vascos, genoveses, gallegos, turcos, correntinos, santiagueños, entrerrianos, chaqueños, que confirmaban con su condición de ajenos el abolengo de los locales. Pero el poder de los dueños ha sido tan conservador que todos los intentos quedaron en los márgenes. Nunca atravesaron el muro que defiende el poder estratégico de los dueños.
Cuando yo era chico mi familia vivía en la calle León Guruciaga. Le pregunté a mis padres quien había sido ese hombre y no supieron responderme. Una amiga de mi edad, directora de una escuela en un barrio de las afueras, tampoco lo sabe hoy.
¿Por qué no sabemos? La vida de León Guruciaga está en los libros de historia de la ciudad y está en el Museo Histórico, pero ignoramos que existen esos libros y negamos el museo, aunque todos los días pasemos por la puerta.
Renunciamos al conocimiento porque aprendimos que saber sobre San Nicolás no es cosa de inquilinos. El inquilino no toca. Habita, paga, y un día, cuando lo desalojan, se va, aunque haya vivido toda la vida allí.