Anoche fuimos a comer un asado a la casa de Román. Román es un
fanático del asado. En la libreta de direcciones del celular tiene marcado con
una estrella el nombre Alberto: su
carnicero.
Ahora alquiló un departamento con terraza, y lo primero que puso
fue una parrilla. Y lo primero que hizo después de poner la parrilla, fue
invitarnos a un asado.
Tenía el humor radiante, como si se hubiera ganado un premio
grande en la lotería. Con su novia habían preparado una picada para un batallón,
ella había hecho cuatro ensaladas distintas y una torta, y a cada uno que llegaba
él lo llevaba hasta la parrilla para que viera la carne que había comprado, que
era aproximadamente toda la carne de una vaca.
Estábamos los de siempre, una banda que hemos sido amigos por
más de 15, 20 años. Atravesamos juntos etapas de la vida de cada uno; cuando Marianito
se casó, cuando Gisella puso su consultorio, cuando la Negra y Daniel compraron
el auto, cuando Ceci y Juan se fueron a vivir juntos, cuando Juana tuvo a
Facundo, cuando Richard se enfermó.
Junto a la parrilla hablamos con Román y David sobre el
partido de Boca que había terminado un rato antes, pero en la mesa, que estaba
a un par de metros, la sección “deportes” rápidamente derivó hacia “política”.
La indignación acalorada ganó instantáneamente un consenso que se nutría a sí
mismo vorazmente. Todos nos dábamos manija a los gritos. Era un diálogo en el
que todos teníamos la misma razón. Nos dábamos la razón unos a otros,
agregándole argumentos a lo que decían los demás.
Así estuvimos un buen tres cuartos de hora, hasta que en un
momento Juana la preguntó a David “¿vos qué decís, que estás tan callado?”
Efectivamente, no había abierto la boca. Hizo una pausa, larguísima en el
contexto de la aceleración que venía teniendo el griterío; tan larga que no pudo
empezar a hablar, porque una impaciente empezó a gritar de nuevo. Pero Juana la
interrumpió:
— Pará, pará, me interesa lo que él piensa. Vos no creés que
esto se va al carajo, ¿no?
— No sé…
— ¡Pero cómo no se va a ir al carajo, boludo! ¡Mirá lo que
pasó con De la Rúa!... —dijo la que no lo dejaba hablar.
— Me parece que están muy sólidos.
— ¡Pero vos estás en pedo! —le gritó la misma de antes, y
Daniel la apoyó:
— ¿Adónde los ves sólidos, si son unos mamarrachos?
— Ganaron las elecciones hace cuatro meses.
— Pero ¿te pensás que la gente es pelotuda? Cuando no les
alcance la plata ¿te pensás que no van a prender fuego todo?
— Puede ser que la repriman.
— Sí, ¿y?
— Puede ser que algunas personas no vayan a prender fuego
todo, como en Brasil, en Centroamérica… Mucha gente dice “hay buenos tiempos y
malos tiempos. Estos son malos tiempos, ya pasarán” y así se conforman.
— No el pueblo argentino. El pueblo argentino nunca se
conformó.
— Me parece que en la dictadura el pueblo estaba conforme.
— ¡¿Pero vos sos idiota?!
— ¡Pará! ¿Qué te pasa? Estamos hablando, ¿porque no echo leña
al fuego soy un idiota? ¡Pensá un poco, boludo!
— ¿Vos decís que estos van a terminar el mandato?
— Digo que puede ser. Y que se queden otros cuatro años.
— ¿En base a qué decís eso?
— Me parece que los años que pasaron fueron una excepción. Me
parece que esto es la normalidad para la Argentina. Y me parece también que la
política que se está instalando no es algo privativo de la Argentina, creo que
es parte de una movida mundial muy agresiva, con un estilo muy probado, muy
aceitado.
— ¡Estos no llegan al
año!
— No nos sirvió mucho el optimismo en las elecciones…
— La gente no se la come, David. Ayer fui a un kiosco, un
flaco tenía tres cosas arriba del mostrador, ¡tres!, dijo ¿cuántos es?: 75
pesos. ¡Se-tenta-y-cinco mangos!, ¿te das cuenta?
Todos retomaron la indignación, y David retomó el silencio. Como
no estaban en la frecuencia “charla personal”, no le contó a nadie que estaba
pensando en irse del país. Quizás dejaría a su hija cursando en la Universidad
de Buenos Aires, o le propondría que se fuera con él. Recordaba las veces que
su papá le había dicho: “en Argentina no se puede, David. Trabajás, trabajás,
te empieza a ir bien, y en algún momento vienen y te tiran todo abajo. Siempre
es lo mismo”. El papá se había ido, él porfió en quedarse, “malo o bueno es mi
país”. Ahora su papá le hablaba dentro de su cabeza: “te costó una vida aceptar
lo que yo te decía. Ya está, ya aprendiste. Sostuviste el cadáver todo lo que
pudiste, ahora tenés que enterrarlo. Tenés que enterrarlo y seguir tu vida. Y
acá no podés construir nada, hijo. Es hora de que te vayas”.
Desde el otro lado de la mesa, Juana lo miró a los ojos. Él
tenía un nudo en la garganta.