martes, 19 de noviembre de 2024

COYUNTURA - Milei, Xi Jinping y Vicentín

Festejar los defectos del otro en lugar de los aciertos propios es confesar que el otro está en el centro y nosotros, impotentes. 





La postura corporal, incluido los gestos de la cara, hablan. 

En este caso, gritan. 

Todo Milei dice “estoy para acordar”, en cambio Xi dice “foto con este también”. 

Milei inclinado hacia adelante y hacia Xi, Xi apuntando en otra dirección. 

La mano izquierda de Milei lista para más contacto, Xi esconde la suya. 

Milei alza la cabeza, positivo, Xi la baja, mostrando que la situación le pesa. 


Y todo esto, claro, hay que leerlo en el contexto de Milei diciendo: 

"No hago trato con comunistas".

El comunismo "es un sistema asesino. Se cargaron la vida de 150 millones de seres humanos" (tanto en el debate con candidatos, hablándole a Miriam Bregman, como en Ecuador).

"El comunismo ya sabemos que fue un fracaso" (en una clase en el Instituto Hoover, de la Universidad de Stanford, Estados Unidos) —es decir, le está dando la mano a un fracasado.


Pero la felicidad que nos da descubrir a Milei en una contradicción no deja de revelar nuestra impotencia.

Es Milei al que le da la mano Xi Jinping, no le da la mano a Massa, ni a Wado de Pedro ni a Kicillof.


Y por otra parte, no pareciera hacerle mella a Milei un día decir una cosa y al siguiente, otra. 

Así como nosotros lloramos afuera, él utiliza el poder como los que votamos nosotros no lo supieron usar —ver: Vicentín. Usa el poder para hacer lo que quiere, se caga en la ley, se caga en no tener partido político ni diputados ni senadores. Se caga en contradecirse, no le cuesta nada, parece que al contrario, cada vez gana más poder haciendo los mamarrachos que hace. Y se caga de risa de nosotros cuando chillamos señalándole sus contradicciones.


Podríamos dejarlo que se cocine en su juego, en el que con o sin contradicciones, abre todo el Estado para que lo saqueen sus jefes, y empezar a pensar en cómo no repetir Vicentín



lunes, 18 de noviembre de 2024

Legado

 Fueron muchas emociones anoche.

Paso el día de mi cumpleaños intentando recuperarme de la fiesta de mi cumpleaños.

Cumplí un montón de años, más o menos la cantidad en la que uno empieza a pensar en el legado.

Pensar el legado es pensar aquello que le fue legado a uno y qué ha hecho uno con eso, o sea, qué legado le deja a los que vienen atrás.

Y entonces pasaron cosas en la fiesta.

Siempre en las fiestas dejo el celu. En un momento lo agarro y veo que mi papá chino me había llamado 17 veces. Tiene 88 años, vive en Estados Unidos, extraña mucho la Argentina. Quería estar en la fiesta. Más tarde alguien me avisa, con mi celular en la mano: “te está llamando tu papá”. Yo ya estaba en un estado no deplorable, pero bueno, y le digo que gracias, que no puedo atender ahora, que lo llamaré después. Me responden: “pero es tu papá”. Y entonces recuerdo que, aún conociendo no poco el pensamiento de Confucio, debió ser Angie, una Ascasubi de raigambre gauchesca, quien me hiciera comprender que mi rebeldía con mi padre choca con la cordillera inconmensurable de 2.500 años de piedad filial: el padre es más importante que los amigos, la esposa, los hijos, el padre siempre tiene razón, el padre existe para que uno exista venerándolo. “Atendé, es tu papá” me dice la persona que tiene el celular que hace escándalo y vibra en la mano y entonces veo que es Laura, la única china en la reunión. Me estaba dando el celular para que lo atienda desde el fondo más profundo de la China más profunda. La sentí tan familia con Laura como si fuéramos hermanos que vivieron en la misma casa desde el nacimiento hasta la vejez.

Viendo que yo no agarraría el celular, Laura atiende y durante una hora le muestra la reunión a mi papá.

* * *

Mi papá dejó un amigo chino en Argentina, Lo Yuao. Se hizo artista, bohemio, inspiró un libro que yo escribí y Camilo editó, y de algún modo inspiró la revista DangDai, que hicimos con Camilo y Néstor y orientó mi carrera hacia China.

Cuando mi hijo Fer tenía 13 años era un practicante de kung fu muy destacado y le pidió a Lo Yuao que escribiera el signo chino de “kung fu”. Lo Yuao se tomó el pedido muy en serio, practicó varias veces hasta que estuvo conforme con su caligrafía. Le dio a Fer el papel que decía: 功夫. A los 3 días Fer se apareció con el signo tatuado en el brazo. La madre lo quería asesinar, pero 20 años después aún lo muestra.

La fiesta de mi cumpleaños fue también la inauguración de mi nueva casa como lugar de reuniones. Juan me ha ayudado mucho a elegir y armar esta casa. Le comenté que no le encontraba lugar al caballete que heredé de Lo Yuao (cuando Lo Yuao murió, fuimos con Camilo y Fer a recoger lo que había dejado para mí, cuadros, pinceles, pinturas, libros, todo relacionado con el arte). Yo pinto, pero tan poco, que es una locura tener ese caballete aparatoso estorbando donde lo pongo. Y entonces Juan me dijo que su hija Emilia va a estudiar arte, y que no le parecía mal complementar su arte en la computadora con el arte tradicional en un caballete. Sentí la felicidad de Lo Yuao adentro mío como un pequeño ardor.

Pensé en Lo Yuao sonriendo en el cielo de los chinos, mirando el brazo tatuado de Fer y a Emilia pintando en su caballete.

Otra vez el cangrejo del sentimiento me atenazó el gañote.

Hoy vino mi hija Irina a traerme una torta de banana que sabe hacer, tan deliciosa que parecía preparada para los dioses, y cuando nos disponíamos a comerla con unos mates, llamó Fer desde Sicilia, adonde se acaba de mudar. Le pedí que nos mostrara el tatuaje.

 


   




 






    






















sábado, 16 de noviembre de 2024

Roberto Müller

Hay una realidad en la que no existen los espejos.

No hay reflejos. Una persona mira a los ojos de otra y no se ve a sí misma. 

Mira el agua de un estanque y no ve su cara mirándola. 

Mira un vidrio y sólo ve lo que hay del otro lado. 

Mira un metal pulido y sólo ve el metal. 

Nadie sabe cómo es.




Cuando las personas mueren, desaparece su pasado. 

Nadie recuerda nada de quien ha muerto.

Al muerto, se lo ha tragado la tierra.

Si tenía hermanos, los hermanos creen que son uno menos.

Si tenía hijos, los hijos creen que su padre nunca existió.

En la casa donde vivía, está viviendo otra persona con todas sus cosas, los viejos cuadros de sus padres, los recuerdos de viajes de cuando era joven.

Los libros que escribió han desaparecido.

Sus alumnos tuvieron en su lugar a otro profesor.

La bicicleta en la que andaba es de otra persona. La misma bicicleta, la violeta.

Su pareja está casada con otra persona desde hace muchos años.

El asiento que ocupó en un viaje en avión hacia Estambul fue ocupado en realidad por un sacerdote.

Sus padres no lo recuerdan.

La ropa que tenía dejó de existir inmediatamente en el momento en que murió.

El mate que le regaló a su amiga, el mate que le trajo de Misiones ya no existe. Su amiga toma mate en un mate que compró ella.

En la foto grupal de segundo grado en blanco y negro, adonde antes estaba, ya no está.

El árbol que plantó junto a su abuelo está ahí, pero lo plantó su abuelo solo.

La banda en la que tocaba el bajo tiene otro bajista, un muchacho alto, que está perdiendo su cabello rubio. 

El aviso fúnebre que publicaron en el diario de su pueblo cuando murió su madre, que él recortó y puso dentro de un libro, ya no tiene su nombre.

En su lápida, en lugar de su nombre está el de otra persona, Roberto Müller, muerto en 1949.


viernes, 15 de noviembre de 2024

Bicho que se cree uno solo

Desde hace 80 años se habla de principio antrópico: el Universo evolucionó para que exista el Hombre. 

Esto había surgido con el polaco Copérnico, cuando se le ocurrió que el centro del Universo no era Dios, sino el Hombre.

De allí en más el Hombre pasó a ser el Europeo.

Todos los demás eran bestias.

Luego surgió la idea de la evolución, y las bestias humanas fueron ubicadas en una escala evolutiva, desde los más primitivos hasta la cúspide, el Europeo blanco.

Con la Iglesia se llegó a un acuerdo: el Hombre es el Centro de la Creación de Dios.

Dios ama al Hombre, que es Su Hijo, y creó el Universo para su provecho.

En este esquema que podemos imaginar como un cono, la puntita es el Hombre Blanco, más abajo están los demás humanos, y más abajo los animales.

En el plan de Dios, y del Hombre Blanco, los que están arriba tienen derecho a usar a los que están abajo.

Usar es quitarles lo que tienen, hacerlos trabajar, matarlos, comerlos, vestirse con su cuero, etc.

 

Bien, han aparecido personas que no están de acuerdo con esta manera de ver las cosas.


Dicen que el hombre no es la cumbre de la evolución.

Dicen que es tan diferente y tan especial como cualquier especie lo es respecto de todas las demás. 

Creo que el argumento es válido. 

(También veo que está mucho en manos de tilingos —desde los que odian a los niños, marrones, preferentemente, y adoran a las mascotas, hasta los que aman a los animalitos para satisfacer su instinto maternal y quienes se perciben perro, por cierto, de raza).


Es perfectamente lógico considerar que cada especie tiene el mismo valor que las demás. Basta con dejar de lado esa idea de evolución, con la que tanto se han beneficiado algunos poco y han destrozado a todos los demás, y al resto del planeta, desde justificar la explotación y el genocidio de cientos de sociedades hasta Auschwitz. 

Una idea que, a propósito, está en pleno auge. 


Dejar de pensar en superiores e inferiores le ofrece a la zoología, la ontología, la psicología, la lingüística y tantas otras disciplinas un campo tan fértil que es imposible que no surja un mundo nuevo. 


Sólo es cuestión de soltar la idea de que los humanos son únicos y superiores. 


Como en tantas cosas, el asunto no es que no tengamos capacidad: el asunto es que mantenemos nuestras fuerzas encadenadas. 






lunes, 11 de noviembre de 2024

Confesión


La iglesia estaba perfectamente vacía. 

Ni una rata, ni un insecto, ni un filamento de polvo flotando en luz que entraba por los vitreaux de escenas sagradas.

Todo lo demás era penumbra.

Mauricio fue directamente al único confesionario en cuyo interior había un cura. Sabía que allí estaría el padre Eduardo y con él quería hablar.

Se arrodilló del lado de afuera, le golpeó la ventanita, el padre Eduardo la abrió, quedó a oscuras detrás de la pequeña reja.

Mauricio le habló un buen rato.

Lloró despacito.

Al fin el padre Eduardo le dijo:

— Pero, Mauricio. Mauricio, Mauricio. Estás muy angustiado. Dios no quiere verte así. ¿Qué tanta necesidad hay de salir del clóset? ¿No la pasás bien así? Quien quiera salir, que salga, que sea feliz, pero mirá la angustia que tenés. Y venís a decírmelo acá. Acá es para confesar pecados. ¿Cuál es tu pecado? Andate. Andate por ahí, no digas nada y hace lo que quieras. Sos una buena persona, Mauricio. La gente te quiere mucho. Andate, que quiero seguir leyendo. Chau.




domingo, 10 de noviembre de 2024

Nada queda afuera

El culto peronista cool casi casi se agota. 

¿Quién le regala todavía a la hija de su amiga una Evita de trapo que cuesta 50 mil pesos? 

Y aún así, si surge algo, deberá integrar el paso por el peronismo cool.






Digitalización

El hijo de mi prima, que vive de hacer operaciones con bitcoins y en el año ganó más que su papá —aunque aún vive en la misma casa de él—, se rió de mí cuando le conté que tengo una pila de un metro y medio de alto de cuadernos con notas que fui tomando desde hace años para escribir cuentos.

— ¿Y por qué no los digitalizaste? —me preguntó sorprendido.

Era tan obvio. ¡Como no se me ocurrió!

En los días siguientes pensé menos en los cuadernos y su contenido que en las razones por las que nunca se me ocurrió digitalizarlos.

Me dije que era obvio que por viejo. Es decir, por la misma razón por la que escribí los textos a mano en los cuadernos. Uno tiene en la mente las herramientas que usaba cuando empezó y que más usó; hay muchas herramientas nuevas que uno se olvida de que las tiene, porque su mente y su mano se han hecho a aquellas viejas herramientas básicas.

Me pregunté si todo el pensamiento no procede de esa manera.

Luego, con los días, una idea fue cobrando forma en mí como respuesta.

El trabajo que me ahorraría haciendo digitalizar los textos es enorme. No es nada menos que el trabajo que me propongo hacer en la última etapa de mi vida los 20 o 30 años que me quedan —y ojalá me alcance el tiempo.

En vez de digitalizar los textos lo que hago es lo siguiente: llevo la escalera a la biblioteca, bajo un par de cuadernos, los meto en la mochila y los llevo al lugar más adecuado para transcribirlos, es decir, elegir textos de cada cuaderno y reescribirlos en otro cuaderno —o debería decir escribirlos, porque lo que hay en los cuadernos son mayormente anotaciones, del tipo: “contar la historia del hombre que cazó y devoró a su muerte. La vio sentada en un rincón mugriento de Chan Chan, a la noche, en la forma de una anciana. Le pegó con una piedra en la cabeza, cargó el cadáver hasta su casa, lo trozó, hizo charquis con la carne, le dio los huesos a sus perros y se fue comiendo el charqui durante mucho tiempo.” Eso, lo convierto en un texto verdadero.

Ahora bien, ¿cuál es el lugar más adecuado para hacer ese trabajo? No lo decido yo, más bien permito que surja en mí la ocurrencia. Puede ser el Parque Saavedra, que tengo enfrente de mi casa, o puede ser un bar del barrio de la Aduana Vieja de Montevideo, o un tren a Mar del Plata, un cementerio de París, o una cabaña en el Delta del Tigre, o un banco en un parque del Bajo Manhattan, o una iglesia de Estambul o una terraza de Valparaíso.

Allí, entonces, escribo lo que tenía anotado. En el mismo lugar también dicto lo que escribo a mi celular (y ese dictado, es siempre una edición).

Al regresar a mi casa, le permito a mi computadora trascribir el audio, tomo el texto y vuelvo a darle forma. Que puede ser definitiva, aunque posiblemente no. Posiblemente deje que el texto trabaje y lo tome más adelante. Entonces seguramente le pida a algunos amigos que lo lean conmigo, o en privado y luego me comenten. Es decir, de algún modo escribimos de modo cooperativo.

Y así sigo, entre dejar y retomar el texto, hasta que me aburro de buscarle la mejor forma o alguien lo publica.

Este proceso, largo, costoso, engorroso, complicado es lo opuesto a lo que me recomendó el hijo de mi prima.

Involucra tiempo, involucra mi cuerpo, muchísimas pequeñas y grandes decisiones y también relaciones con otras personas. Es decir, el texto final es la consecuencia de una especie de aventura.

Bien. Llegado a esta conclusión, un día que nos vimos se la conté al hijo de mi prima.

Con la misma inmediatez con la que me había mandado digitalizar los cuadernos, me preguntó:

— Ajá. ¿Y ahora qué vas a hacer con el texto?

— Mi idea final, como te dije, puede ser que sea publicado.

— ¿Y qué haces con el libro?

— Bueno, otras personas lo pueden leer.

— ¿Hay gente que lee tus libros? ¿Hay gente que lee libros? —me preguntó sin agresividad, sólo conectado con la sensatez y la verdad. Y los bitcoins.

 

 

Discusión

Los del Centro Vasco nos reunimos para celebrar una fecha patria. Se cocinó, se comió, se charló, se bailó. Viejos y jóvenes.

Al día siguiente comentamos la jornada en nuestro almuerzo familiar de los domingos. Las fiestas son importantes en sí, pero no son menos importantes las charlas sobre las fiestas que se hacen los días siguientes. Se repasan todos los temas: cómo estaba cada uno, qué hizo tal o cual, cómo resultó tal actividad, como estuvo la comida, por qué faltó tal familia, todo.

En el almuerzo los grandes criticamos la nueva música que eligieron para el baile, que no tenía nada que ver con una música vasca, criticamos que se hubiera suprimido el concurso de hacheros, que se haya decidido que las clases de euskera fueran sólo online y otros temas.

Los chicos se ofuscaron. Les había parecido todo bien lo que a nosotros nos parecía mal. El nieto menor de mi hermana dijo entonces:

— ¡Nada le gusta! No tienen que venir más los viejos a las reuniones. Miren: las cosas cambian. Va a ser así desde ahora. Si no les gusta, no vengan.

Mi hermana le respondió que adónde había aprendido a no discutir.

— Te estoy discutiendo —dijo su nieto.

— No, no estás discutiendo. Estás haciendo lo contrario, estás diciendo que o nos gusta o no vamos. Discutir es justamente decir lo que vemos, intercambiar lo que pensamos, ponernos de acuerdo o no, pero enriquecernos charlando juntos sobre el tema. Quizás vos termines más seguro de tu posición y yo de la mía, pero será una seguridad enriquecida, más fundamentada, que ha sido contrastada con otro punto de vista. Discutiendo, ganaremos una experiencia, pensaremos, nos relacionaremos, tendremos sentimientos, intuiciones, recordaremos cosas que pasaron, que algunos no sabrán que sucedieron, nos conoceremos más entre todos. Todo eso no sucederá si lo único que hacemos es reducirnos a “si no les gusta, no vengan”. 

El nieto ni le respondió. Me dio la impresión de que cuando le toque organizar una reunión, no invitará a los viejos.


viernes, 8 de noviembre de 2024

Gente sin mácula y gente aplazada

 Hay de Robespierre y de D’Anton.


Los de Robespierre le hacen con un cuchillo una cruz en la frente al que no es puro, casto, intachable, bastión de la conducta irreprochable, jamás una mentira, una mano en la lata, una agachada, una infidencia.

Los que le dejan la cicatriz para siempre son todos perfectos.

Desde el moralismo acusan sin piedad públicamente al pecador, entre todos lo condenan como traidor y cerdo capitalista, los fusilan o lo expulsan del partido y lo consideran el peor enemigo, mucho peor que el imperio y los explotadores de la sociedad.


Luego están los de D’Anton, panza de vino, que hacen la porquería con un camarada, el marido la descubre y se arma bardo; gente que tiene demasiados defectos, que por biografía tiene un prontuario. Gente que no dice “la gente” porque la gente son ellos. Gente que no dice “bajaron del ministerio” porque saben que los del ministerio también se mandan alguna, igual que ellos. Gente medio impresentable.

De estos son los que se reúnen en una vez por semana e invitan a otros réprobos, a ver si juntándose sale algo. 

Lo único que hacen es no dividirse, porque divididos, el algoritmo las rompe el asterisco y Milei Presidente 2025.

jueves, 7 de noviembre de 2024

Arqueología de una pasión literaria

 En el comedor, Clara deja la cartera y un paraguas sobre una silla y se sienta a comer junto a Chong, en un lugar que estaba dispuesto para ella, esperándola, con la silla y el cubierto vacíos. María le trae algo de la cocina y ella le dice “gracias”, mientras se sirve comida de una fuente. Chong le sirve vino.

No se ha quitado la campera que traía de la calle. Está envuelta en un aire de dicha luminosa, ajena al silencio y el clima taciturno del comedor. Se sienta y antes de empezar a comer, se larga a hablar de las cirugías en las que participó. Las relata con el entusiasmo con que se cuenta una película en la que uno se siente parte de lo que sucede, identificándose con el protagonista, sintiendo sus temores, sus alegrías, comprendiendo.

Los demás siguen el relato cada vez con más atención. Van dejando de comer para escucharla.

— Operamos del corazón a un hombre tan grande que, acostado, su pecho quedaba altísimo y el doctor Aiello tuvo que mandar a buscar una plataforma para subirse arriba. Estuvimos más de cuatro horas. Aiello sudaba a mares, tenía una enfermera sólo para que le secara el sudor. Y cuando dio la última puntada de la costura, el hombre va y hace un paro. Aiello, a las puteadas, decidió volver a abrirlo entero —yo ¡zzzzzzzzzác! con la tijera cortándole todos los puntos— y él le masajeó el corazón con la mano.

 

Este es un fragmento de mi última novela, que se publicará el año que viene.
En la vida real, Clara es mi madre.

 

Estos días tengo la suerte de sentir que vivo una aventura leyendo un libro.

“Cuerpos y almas”, una novela que me recomendó mi mamá cuando yo tenía ocho años. Cuenta historias en la Facultad de Medicina de Angers, Francia.

Lo agarro ahora, 60 años más tarde.

Tengo un ejemplar que alguna vez compré y es una pieza arqueológica.

El papel se me va deshaciendo, muchas páginas que leo se caen, y yo estoy apasionado con todo lo que pasa y lo que piensan los médicos, ayudantes, estudiantes, enfermeros y pacientes.

Son páginas marrones, antiguos pergaminos, con letras microscópicas de mala tinta que se han borrado y apenas se ven.

Tiene más de 600 páginas.

Leyéndolo me doy cuenta de que muchas de las cosas que nos contaba cuando volvía de operar en la clínica eran cosas que leía en ese libro.

El libro le daba alma a lo que hacía.




martes, 5 de noviembre de 2024

El casamiento de Luisina


Mi prima Alicia es directora de una escuela. Es una directora muy formal. Su padre, mi tío Horacio, era un criollo también muy formal —todo lo formal que puede ser un criollo. Es decir, lo criollo siempre es un poco desprolijo, gastado, polvoriento; tela de algodón siempre raída que recibe el viento, el sol, la tierra; tela y cuero, y algo de metal, hebillas, tachas. Sin embargo, algunos criollos, como mi tío, se las arreglan para ser formales. Llevan una camisa nueva bien planchada. Lustrado el cuero. Hacen ellos mismos los tientos prolijos. Pulen el metal que visten. Mi tío era de un centro tradicionalista. Desfilaba en su tordillo por el centro de la ciudad, con un sombrero de fieltro negro perfecto. Con el bigote recién cortado. Peinado a la gomina abajo del sombrero. Y una mirada marcial. 

Su hija heredó esa formalidad. Eso le sirve mucho en su función de directora de escuela. Las escuelas encuentran en la tradición un pilar de su esencia. Una escuela es su tradición —la forma en que enseña, el tipo de maestras, el edificio, el barrio, la composición de sus alumnos, rebeldones problemáticos, chicos ricos, hijos de progresistas, hijos de gente trabajadora. 

Ayer fuimos al casamiento de la hija de mi prima, Luisina. Fue un casamiento despampanante. No le faltó nada. Los wedding planners formaban un staff que se iba comunicando por micrófonos microscópicos que colgaban de hilos negros desde los auriculares en sus orejas, igual que los guardaespaldas de un presidente. El devenir de la fiesta estuvo perfectamente cronometrado, cada cosa ocurría en el momento en que debía ocurrir. Y las cosas fueron millones —la foto con los novios, el ingreso al área previa, el ingreso al salón principal, la entrada, el primer plato, el segundo plato, el postre, la aparición de saltimbanquis en el momento en que explotaba el cotillón, la novia arrojando el ramo hacia atrás, los amigos arrojando al novio hacia arriba. Cada detalle fue ejecutado según un guión diseñado con precisión. Las luces, los vestidos, la comida, lo que se veía en la pantalla gigante: todo fue exacto. 

Todo eso nos regaló Luisina con su marido. Nos hicieron un regalo gigante.


Los novios con los parientes chinos.

Condesas y diquesas de Downtown Abbey.



Las tías.

Tíos preparándose para la mesa dulce.


En el viaje de vuelta pensé en la formalidad. 

Luisina tal vez heredó la formalidad de su mamá y su abuelo, y entonces casarse era cumplir con la tradición. 

Los ritos, la ritualidad, es la segunda virtud del confucianismo. Confucio pensaba que hay maneras para hacer todas las cosas. Las cosas se pueden hacer espontáneamente, en cada ocasión puede inventarse cómo hacer, pero también pueden hacerse según procedimientos ya establecidos, que la cultura ha ido ajustando, perfeccionando, a lo largo de las generaciones. El trato entre el padre del hijo, por ejemplo, puede fluir dentro del cauce de algunas normas. No es necesario que alguien se ponga a inventar cómo tratar al hijo, al padre, sino que puede descansar en las formas que ya están establecidas. Y esas formas, articuladas, en conjunto, en sucesión, son un rito. Las formas, los procedimientos, pertenecen a la sociedad, y entonces todo rito es algo social. No son privados de las personas que lo llevan a cabo, sino que todo rito es de toda la sociedad. Es decir, involucra a más personas que los celebrantes. El casamiento de mi sobrina involucraba a ella, a su marido, pero también involucraba a sus familias, a sus amigos, compañeros de trabajo. Un casamiento ocurre en una sociedad, no es una burbuja que flota en el espacio. 

Los parientes que fuimos tuvimos una ocasión de estar juntos, de charlar y bailar, y comer juntos. Hablamos con nuestra tía Betty, que anda por los 90 y nos hizo el relato de todos los casamientos en los que había estado, de sus hermanos, de su propio casamiento, de todos los casamientos de la familia a los que había ido. Y así repasamos la historia familiar. Miramos qué grandes y qué hermosos están los más chicos, los vimos chivear, jodimos con ellos, ellos supieron que tienen una pertenencia, a una familia grande; en sus mentes quedó la idea de que personas que no conocen saben de ellos y los miran, les encuentran parecidos con sus padres y sus abuelos. 

El casamiento, en fin, me dio la ocasión de pensar en la importancia de los ritos, que abren la puerta a que sucedan cosas que de otra manera no sucederían.


Familia de mujeres.







La tía Betty

Los primos que viajaron.


El tío borracho que se sube a un árbol



La novia princesa.


Mesa de primos.

¡Vivan los novios!




lunes, 4 de noviembre de 2024

Tres en un auto

Iban los tres amigos por la ruta, con la pampa infinita a los costados, infinito océano de amarillo maduro, que pronto entregaría toneladas de semillas a un puñado de pobres chacareros, containers de dólares. 

Iban los tres, sesentones, camisas de cuello raído, zapatos de formas ya demasiado acomodadas a las formas de los pies, dientes chuecos, uno pelado, los otros de pelo acostumbrado a dudoso shampoo.

Uno preguntó qué hacemos con este gobierno perverso, con estos sádicos que gozan con los pobres tumbados en las veredas entregados a una borrachera de mal tetrabrik o de poxiran afanado.

Qué hacemos. Cómo hacemos la revolución. 

La frustración, una mezcla de tristeza e impotencia llenó el pequeño auto que iba a 93 kilómetros por hora.

Pero uno reflexionó. 

Al final dijo: 

"Toda la vida tratamos de hacer lo que está bien. Nos habremos mandado cagadas, pero no nos hicimos millonarios con la guita de la gente. Y tampoco nos conformamos cada vez que vimos que estaban en contra de la gente. Siempre deseamos que los pobres estuvieran bien. Trabajamos mucho para criar a nuestros hijos. No le faltamos demasiadas veces a nuestros amigos. Y ahora vamos, en este auto, a cumplir con un deber. Esta es nuestra contribución. Hay una inundación de mierda y estamos hasta el cogote. No tenemos la culpa. De nada nos sirve reprocharnos que no nos disfrazamos del Che Guevara. No podemos, no sabemos, no tenemos ni alma ni tenemos con qué hacer la revolución, pero podemos persistir en hacer lo que creemos que está bien." 






viernes, 1 de noviembre de 2024

Está aquí el COVID-19

Nos vamos olvidando de lo que dijimos que no debíamos olvidar:

Que aún no se ha podido evaluar ni un mínimo de las consecuencias fisiológicas, psicológicas, sociales de la pandemia.

Muchas personas quedaron con una necesidad de correr a encerrarse.

A muchas les cuesta juntarse con otras.

Muchas continúan con el síndrome de acumular papel higiénico.

Muchos no salen de hacer gran parte de su vida individualmente, cortado de los demás.

Mucha, mucha gente se acomodó a que no hay solución, que la vida sea mala, y que no se puede hacer nada ante aquello que nos somete.






Fuegos artificiales

Mi tío Alejandro tenía cosas necias, que daban ganas de matarlo, sobre todo por infantil. Iba para 70 años y no se responsabilizaba, actuaba como si él no tuviera nada que ver. Le había dicho a su esposa, adelante de sus tres hijas, “ustedes no son mi familia. Mi familia es mi mamá y mis hermanas”. La hija más grande no sabía cómo reaccionar; no salía de su asombro, y no sabía si reírse o ponerse a llorar. 

Pero así como tenía esas estupideces, mi tío Alejandro también era genial. No conocía ninguna máquina que no entendiera casi automáticamente cómo funcionaba, que no pudiera desarmar y volver a armar en unos pocos días incluso que no le hiciera ajustes para mejorar su eficacia o para hacer su trabajo más hermoso, divertido o con más estilo. Quizás mi tío tenía algo de Asperger, o estaba, como se dice, “en el espectro” (autista).

Vivía solo en la casa del campo que le había quedado de su padre. No le importaban las comodidades, ni le importaba lo que dijeran de él. Sólo necesitaba alimentar una parte de sí que le pedía con una voracidad monstruosa otra realidad. Ansiaba material desconocido como un enamorado arde por estar de nuevo con su enamorada, como un adicto desespera por un poco de heroína. Inventaba artefactos todo el tiempo porque en la creación aparecían cosas que antes no existían en este mundo, y él necesitaba eso para explorarlo, igual que hacía con las máquinas. Cuando tuvo una novia —pobre novia—, le urgía experimentar con ella todo lo que pudieran hacer un hombre y una mujer. Ella escapó antes de volverse loca. 

Escapó de ese trastornado que tenía una avidez impaciente por encender 100 kilos de fuegos artificiales adentro de su cabeza para calmarla.

Un día cayó en la cuenta de que se iba a morir. A lo mejor en 10 años, o en 20, o en dos, pero se iba a morir. Y ahí sí tuvo material para entretenerse. 

Nadie supo qué hizo con su muerte. Se lo llevó a la tumba seis años más tarde.