martes, 30 de abril de 2019

Súbete a mi barco, vida mía


“Dejame invitarte a mi libertad”, dice la francesa Zaz.
Es un poquito sobrebio, ¿no?
Soberbia de joven; puede decirlo así, tan suelta de cuerpo, porque son sus padres los que pagan su libertad. Es más, son los negritos del hambre en África, las mujeres destrozadas en México, la gente humillada en Venezuela los que pagan pòr su libertad.
Sin embargo, la declaración de Zaz también nutre la vocación por la justicia. ¿Quién dice que ella no está dispuesta a pagar por su libertad?

Yo pago mi libertad con el achicamiento de mi deseo de una vida material hasta lo ridículo, con la resignación del éxito social y con la marginalidad.
— ¿Por qué estás acá? —me preguntó una amiga con quien éramos uno cuando chicos, al entrar en mi departamento— ¿Por qué vivís como un perdedor?
No me lo dijo para agredirme, sino por amor. Le dolió el estado en que vivo.
— Pago mi libertad. Así puedo vivjar a China todos los años.
— ¿No te estás justificando? Yo puedo viajar a China también, todos los años, y vivo como la gente.
— Hago lo que quiero. No me someto a una tarjeta de plástico colgada de un precinto del pantalón.
— Yo también hago lo que quiero, y no tengo ninguna tarjeta de plástico.
En fin, jaque mate. Pero bueno, no es mentira que trato de hacer lo que quiero.

Invito a algunas personas a mi libertad.
Podemos hacer cualquier cosa, uno a uno o en grupo.
Podemos cocinar, decirnos secretos, jugar a las escondidas, leer, mostrarnos rincones mágicos de la ciudad, salir a caminar, hacer gimnasia juntos, ir a escuchar a un rabino que descubrimos que es un sabio, sacar fotos, cantar, hacer un fuego, invertir dinero, aconsejarnos con la ropa, jugar a un juego de roles, andar en bicicleta, etcétera.





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