“Dejame invitarte
a mi libertad”, dice la francesa Zaz.
Es un poquito
sobrebio, ¿no?
Soberbia de joven;
puede decirlo así, tan suelta de cuerpo, porque son sus padres los que pagan su
libertad. Es más, son los negritos del hambre en África, las mujeres
destrozadas en México, la gente humillada en Venezuela los que pagan pòr su
libertad.
Sin embargo, la
declaración de Zaz también nutre la vocación por la justicia. ¿Quién dice que
ella no está dispuesta a pagar por su libertad?
Yo pago mi
libertad con el achicamiento de mi deseo de una vida material hasta lo ridículo,
con la resignación del éxito social y con la marginalidad.
— ¿Por qué estás
acá? —me preguntó una amiga con quien éramos uno cuando chicos, al entrar en mi
departamento— ¿Por qué vivís como un perdedor?
No me lo dijo
para agredirme, sino por amor. Le dolió el estado en que vivo.
— Pago mi
libertad. Así puedo vivjar a China todos los años.
— ¿No te estás
justificando? Yo puedo viajar a China también, todos los años, y vivo como la
gente.
— Hago lo que
quiero. No me someto a una tarjeta de plástico colgada de un precinto del
pantalón.
— Yo también hago
lo que quiero, y no tengo ninguna tarjeta de plástico.
En fin, jaque
mate. Pero bueno, no es mentira que trato de hacer lo que quiero.
Invito a algunas personas a mi libertad.
Podemos hacer
cualquier cosa, uno a uno o en grupo.
Podemos cocinar,
decirnos secretos, jugar a las escondidas, leer, mostrarnos rincones mágicos de
la ciudad, salir a caminar, hacer gimnasia juntos, ir a escuchar a un rabino que
descubrimos que es un sabio, sacar fotos, cantar, hacer un fuego, invertir
dinero, aconsejarnos con la ropa, jugar a un juego de roles, andar en
bicicleta, etcétera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario