Mi primo Gabriel siempre fue muy ganador con las chicas. Era, es todavía, muy fachero, tenía mucha seguridad en sí mismo, todo lo resolvía, era divertidísimo y te hacía sentir que cuando estaba con vos, para él no existía nada más en el mundo. Las chicas se enamoraban y se apasionaban con él.
Hoy me llamó, charlamos un rato de cualquier cosa.
Como anoche vi en una serie una chica que era igual a una
Mariana que se había enfermado de amor por él, enfermado literalmente, que
cuando él la dejó, porque siempre dejaba a las chicas, ella se quedó encerrada
en su pieza durante muchos días, tuvieron que llamar al médico porque no comía
y no se levantaba de la cama; digo, como anoche vi una chica igual a Mariana,
le conté a Gabriel. Le dije que mirara la serie, se entusiasmó, y le comenté:
— Che, qué éxito tenías con las chiquilinas vos, ¿no?
— Sí —me respondió.
Pareció pensar y entonces agregó:
— Pero ¿qué valor tenía eso? Era un ganador. Una
pelotudez. Hubiera sido mejor hacer una pareja.
Gabriel se casó dos veces, se separó y ahora que tiene
más de 60, está solo.
— Te jode haber fracaso en eso.
— Y sí. Lo que pasa es que yo no quería hacer una pareja.
— Claro. Querías seducir, ganar.
— Ni tampoco. Me divertía, la pasaba bien, pero en el
fondo, yo quería que mi vieja estuviera feliz.
— Sí, nuestras viejas… medio machistas. Les gustaba tener
varoncitos mujeriegos.
— No sé tu vieja, pero mi vieja le tenía ganas a las
minas. Yo creo que hacía ese juego, inconscientemente, ¿no?, el juego de ser
feliz cuando sabía que yo me cogía minitas. Yo era feliz regalándole eso y
viendo lo feliz que era ella. Los dos éramos felices.
— ¿Nos usaban?
— Sí, pero sin saberlo, ¿eh? Si lo hubieran sabido, no sé
si lo hubieran hecho.
— ¿Y vos decís que sólo estuvimos con chicas para seguirle
ese juego a nuestras viejas?
— La verdad, no sé qué quería yo. No sé si yo hubiera
tenido tanto deseo por mí mismo. No sé qué me hubiera pasado si mi vieja no hubiera
sido feliz con mis levantes.
— A lo mejor sí.
— ¡Sí, sí! No digo que no; digo que no sé.
— No éramos libres.
— No. Pero ¿quién es libre?
Me quedé pensando cómo era que Gabriel descubría esas
cosas. Le iba a preguntar, pero no le pregunté. En cambio, le repetí:
— Mirá la serie.
— La voy a ver. Y a lo mejor, hasta la llamo a Mariana.
— ¡Qué quilombero! ¿Hablás con ella?
— No, hace años que no sé nada. Pero a lo mejor me dan ganas
de llamarla para pedirle disculpas.
— Si la llamás contame.
— Chusma.
— Ja, te mando un abrazo. Al final resultaste un
pollerudo y un lesbiano.
— ¡Qué hijo de puta! Chau.
— Chau.
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