Caminando sin rumbo por los senderos del Parque Saavedra, usando los senderos como laberinto, encontré a un viejo sentado en un banco.
El viejo no hacía nada. Tenía las manos en los bolsillos de su sobretodo. Se veía que tenía frío.
No usaba celular, ni leía el diario, ni miraba en alguna dirección.
No hacía nada.
Me senté al lado, me presenté sucintamente —“soy un vecino”—, me dio la mano. Su actitud me movió a que le dijera lo que iba pensando, algo que dijo Kierkegaard sobre la alienación que viene después de que uno se atreve a hacer una movida y el vacío que corroe a quien no se atreve.
No le mencioné “Kierkegaard”, y pensé que el viejo tal vez sólo hablaba de la yegua de Cristina o de la jubilación o de sus achaques, y entonces mi comentario era una desubicación total, incluso grosera. Pero el día estaba tan desapacible, tan arrasado por la soledad, que no me importó. Si me salía con una boludez, me iba.
Pero en cambio me dijo: “lo que dijo Kierkegaard es que atreverse produce un desbalance, no una alienación”.
Y se puso a hablar de Kierkegaard. Pausada, largamente. Como si pudiera hablar de Kierkegaard eternamente. Podría entretener a la Muerte hablándole de Kierkegaard y postergar su muerte para siempre, en ese banco frío, en medio de los grandes árboles del parque.
Lo escuché. No era fascinante, pero era preciso y hablaba honestamente. No hablaba para otra cosa que para masticar los pensamientos de Kierkegaard que repasaba.
No sé cuánto tiempo pasó.
Al final me dijo “bueno, me voy. Disculpe si lo agarré de cliente. Mi boca es una caja de Pandora, si la abre, aténgase a las consecuencias”.
Me quedé en el banco, con las manos en los bolsillos de su sobretodo.
No saqué el celular.
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