La primera vez que aquel viejo analista me causó un respeto muy grande, fue cuando descubrí su deseo, que parecía personal, más allá de profesional, de que yo estuviera bien.
Curado.
Sano.
Liberado de bichos.
Liberado de arenas movedizas.
Sentí en sus ganas una intensidad que expresó bien el término que conocí después, furor curandis.
Luego tuvo una segunda conducta que aumentó aún más mi respeto.
Me di cuenta de que atendía a mi bienestar, pero parecía sentirse muchísimo más comprometido a que vivieran bien mis hijos.
Se saltaba todos los protocolos, reglas, ritos y tabúes del psicoanálisis para forzarme que hiciera tal o cual cosa en favor de mis hijos.
También noté que no sólo estaba enfocado en mis hijos, sino en todas las personas que me importaban.
Me pareció que su estrategia o furor o las dos cosas era de una sabiduría brillante y una dignidad muy hermosa.

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