Le pregunté por qué había metido chinos en su historia y me
contó que le extrañó mucho y le llamó la atención que en Argentina los
supermercados fueran de chinos, y le interesó la convivencia entre personas tan
distintas. “Me divierta mucho que en el supermercado estén todos los días sin
entenderse los dueños chinos, con los verduleros bolivianos, las cajeras
peruanas y el carnicero argentino”.
Yo ya había visto a la chinita que sería mi hija. Estaba
vestida de colegial impecablemente. Me contó que se llamaba Sofía Zhu, que
tenía 13 años, que su papá era de Guangzhou y que su mamá es argentina. Que
está en segundo año y sólo se lleva Físico-Química.
Cuando terminé de hablar con la directora, las vestuaristas
me llevaron bajo la lluvia a una casa que estaba a tres cuadras de la locación.
Era la casa de uno de los estudiantes y allí me cambié de ropa y conocí a
Agustín, quien personificaba a Camilo, el hijo del carnicero enamorado de mi
hija, Mai. Sin mediaciones, Agustín me contó que ya hizo “tres películas. Una
fue una publicidad de Patitas. Hice de extra”. Antes de que termináramos de cambiarnos
me relató toda su vida: su mamá ya tenía como 30 años, él tocaba en una banda
de rock y no se llevaba ninguna materia. Luego se me pegaría el resto del día.
También tenía experiencia como actor Ale Yuan Chen. “Me puse
Yuan por mi personaje en una serie web”. Ale nació en Argentina y se rió cuando
le pregunté si hablaba chino. “No sabe ni decir «hola»”, me acotó La Verdulera
Boliviana en la película, que en la vida real era Edith Araya. No tenía tenía experiencia
en cine, pero sí una mirada poderosa y fascinante, y una disposición impecable.
Con Edith y Camilo andaríamos de acá para allá por los
pasillos del supermercado toda la jornada. Imagino que para los empleados
seríamos un extraño trío de amigos.
Cuando regresé de la casa camarín la directora vino a
preguntarme si yo podía decir mis diálogos en chino. Le dije que podía intentar
pronunciar chino, pero que necesitaba alguien que me asesorara. “Acá la
tienes”, me dijo y señaló a Sofía. Sofía era estudiante de chino y conocía muy
bien el pinyin, idioma fonemático para pronunciarlo. Cuando ensayé los sonidos
me corrigió duramente, con esa forma inclemente con que disciplinan los chinos.
Sus correcciones eran excelentes y yo debí exprimir a fondo lo que había
aprendido en mis pocas clases de chino para no hacer el ridículo.
Me sentí obligado, obligadísimo a decir mis frases perfectamente.
Como no teníamos un lugar más que la casa, caminé entre las góndolas intentando
memorizarlas, pero los compradores me miraban y no podía concentrarme.
Me metí en un depósito, pero el calor era asfixiante y salí
a la vereda. Allí la lluvia era feroz (más tarde supimos que la ciudad entera
se había inundado, con autos flotando en las avenidas y las tiendas con un
metro de agua) y la gente que pasaba, aunque raudamente y bajo un paraguas,
frenaba la marcha para mirarme casi espantada. “Tienen razón”, pensaba yo,
viéndome a mí mismo, que había encontrado una fuente de inspiración en los
maestros chinos de las películas de artes marciales. Esas personas pasaban por
la puerta de un depósito oscuro, con esa carga de misterio algo peligroso de
los lugares repletos de cosas desconocidas en la oscuridad, y en la entrada
encontraban un chino con cara de viejo colérico, gritándole una y otra vez una
misma frase en chino a la rueda de un auto. Por lo menos, parecía un loco que
vivía allí dentro en la cueva.
Mi ensayo, en fin, estaba cargado de angustia y
dificultades. Nunca había actuado en otro idioma: es un desafío colosal, mayor
cuanto menos se conoce el idioma. No es de ninguna manera cuestión de repetir
como un loro los sonidos sin saber qué significan. Cuando algunos cantantes
hacen eso, el resultado es penoso, y cuando un actor de Hollywood dice en
español algo que no entiende, como “fíjate que creo que sí” o “¿tú sabes que he
sido yo?”, queda horrible. Más de uno dejamos de admirar a Sting aquella vez
que se puso a cantar en español. Asimismo le suena mal a un mejicano escuchar
cómo un argentino dice “¡me lleva la chingada, huey!”, o a un brasileño
escuchar a otro argentino decir “será que voçe acordou Pinel?” Salvo, claro,
que el actor entienda todos los vericuetos de connotaciones que carga lo que
está pronunciando. Hay un modo de decir “pibe” que sólo los argentinos tienen
naturalmente. “Pibe” no es sólo los dos fonemas que la componen, sino que encierra
un complejo de significados que lleva mucho tiempo aprender. Luca Prodan los
aprendió, y por eso causaba placer escucharlo decir “chabón”, “boludo” o
“grasita”, pero los españoles que dicen “pibe”, dicen otra palabra.
Estoy pensando ejemplos entre el español, el argentino, el
mejicano, el portugués y el inglés. Yo ese día tenía que transportar frases
como “¡No sé por qué te tengo trabajando conmigo!” a la mente china. Debía
entender los términos y la sintaxis para no quedar en ridículo —y no hacer
quedar en ridículo la película. Debía pronunciar correctamente, no sólo para
evitar un papelón, sino para que se entendiera lo que decía. Más aún: para
decir con potente expresividad, dado que estaba actuando. Debí exprimir cada gota
de mis pocas clases de chino para alcanzar el sonido de una de las cinco
maneras diferentes de decir la letra e,
debía decir wang haciendo que el
sonido de la a bajara y subiera,
debía decir zhang pronunciado la zh como una s que tiende a una ch del
español, mientras se expulsa de un golpecito un poco de aire.
La sola tarea de aprender la pronunciación apropiada me
habría llevado dos o tres días. Luego de eso vendría el desafío de aprender el
sentido de lo que estaba diciendo. Aprenderlo en chino, no en español, porque
la única manera de no decir algo vacío en otro idioma es entenderlo en sí,
desde adentro, desde el mundo del otro idioma. Eso me llevaría otro par de
días.
Finalmente, debía actuar esas palabras, proceso en el cual
las palabras debían crear a mi personaje, que a su vez adaptaría las palabras a
su carácter, dependiendo de las situaciones, los personajes con los que
interactuaría y otras condiciones. Y eso me llevaría aún más días.
El asunto es que todos esos días los debía comprimir en el
tiempo que le llevara al equipo de filmación preparar todo para mis tomas.
“No puedo, no puedo, no puedo”, pensaba, mientras me
escuchaba gritar las frases en chino, en medio de un diluvio que estaba
inundando toda la ciudad y ante la mirada de incredulidad y susto de quienes
pasaban por la vereda.
Y ¿por qué tanta exigencia? Por hacer las cosas bien,
naturalmente. ¿Para quién? Para mis hijos, para mi abuela, la persona más
exigente que conocí, una exigencia que aún me marca, me vigila y corrige cada
cosa que hago; para mi madre y para los chinos empezando con mi padre. El
agregado cultural de la Embajada de China se ríe de que digo que soy chino,
pero no hablo el idioma. Mi tía me machacó en mi niñez: “querés ser argentino,
pero no lo sos, porque sos chino”. Cuando yo quería saber cómo era el país del
que venía, le preguntaba a mi padre, pero él no me contestaba. No me tiró
pistas sobre el chino que en la escuela me decían que era yo. Nunca supe qué
significaba ser chino. A los 50 años me calzo la identidad china y hago una
revista de intercambio cultural china-argentina, hablo sobre China como
especialista en canales de televisión de Argentina y de China, monto la obra
pictórica de un chino, escribo otra de teatro sobre una familia de inmigrantes
chinos, voy a clases de chino, me hago un plantel de amigos chinos, actúo al
fin de chino en una película. Pero he aquí que no es suficiente: tengo que
actuar chino hablando chino en esa película.
Cuando llegué a la locación tenía bien aprendidas mis
líneas, mis gestos, la actitud de mi cuerpo según el guión, en el que mi
personaje hablaba en español —mal español, pero español. De pronto la directora
me había cambiado el jurado, igual que en Los Intocables de Brian de Palma.
Sentía una gran exigencia porque mis amigos y socios chinos,
la gente de las embajadas argentina en Beijing y China en Buenos Aires, y mi
padre me escucharían hablando en chino, y no soportaba la idea de que se rieran
de mí.
Claro que en Los Intocables era Elliot Ness quien hacía
cambiar el jurado; podría decirse que en mi caso fue Alexa Rodríguez Rodríguez,
pero en el fondo quien metió la cabeza en las fauces de este dragón fui yo.