Oscar Scoppa, por apreciarme, me presentó a Rafael Sáenz.
Oscar era mi profesor de Literatura. Me contó aspectos legendarios de Rafael:
que había sido uno de los fundadores de la pintura psicodélica en los Estados
Unidos, que era un poeta privilegiado, que había sido monje trapense guiado por
Thomas Merton. Pero cuando traté a Rafael, su realidad superó mis fantasías
sobre él. Sus poemas me revolcaron en una belleza ingrávida, enganchada a la
eternidad. Personalmente, el día mismo que lo conocí me enseñó instantáneamente
una técnica de meditación como si te inyectaran con una hipodérmica el
contenido de todos los tomos de la Enciclopedia Británica. Esa técnica aún me
acompaña: tan fecundo fue Rafael Sáenz en mí.
Luego él buscó relacionarse conmigo, tibiamente, sólo
invitándome a la presentación de cada libro nuevo de poemas que publicaba. Por
mi parte, preferí no tratarlo para preservarlo como mito. En la necesidad de
plantar mitos en su vida, uno sacrifica las relaciones humanas que podría tener
con las personas que los sustentan.
Durante años cultivé el mito de Rafael Sáenz, lo admiré incondicionalmente,
seguí meditando con la técnica que me legó, nutrí, fomenté y difundí la leyenda
que me había pasado Oscar; leí sus libros, de poesía y de teología y
meditación, que me sembraron el territorio interior de claves para ver, hacer,
el mundo.
Hasta que llegó el día que había postergado por casi 30
años: me armé de coraje para mostrarle lo que yo escribía. Creo que había
escrito siempre para él. Incluso sospechaba que con los poderes misteriosos de
su meditación, Rafael ya conocía lo que yo escribía. Era un juez divino para lo
más valioso, lo único que consideraba valioso, que yo había hecho. Someter a él
el fruto de mi toda vida se parecía a presentarse al Juicio Final. Y realmente
lo fue.
Y no salió muy bien.
Lo fui a escuchar un día a una conferencia que dio, en la
que volvió a fascinarme. Lo saludé a la salida, intercambiamos unas palabras y
espontáneamente, sin que mediara mi decisión, me escuché pedirle que leyera
unos textos que tenía ganas de mostrarle. Él accedió. Creo que contribuyó a mi
arrojo que la conferencia fuera en un lugar que albergaba a personas que vivían
en la calle, donde yo coordinaba un taller de redacción de cuentos.
Como fuera, pasé las siguientes dos semanas eligiendo uno
entre mis muchos relatos de los últimos años. No me resultó fácil. Todos me
parecían mal resueltos, o pobres, incompletos, mal afinados, poco sustanciosos.
No estaba pasando la prueba ante mí mismo.
Finalmente, con cierto atolondramiento, opté por un relato
muy íntimo, de un episodio de mi infancia que he repasado siempre, consciente
de que determinaría toda mi vida. Lo había escrito muchas veces, y la última
versión me conformaba. Además, varios de mis amigos lo había recibido muy bien.
Lo que le ofrendaría a Rafael, para su bendición o condena, era un frasquito
con agua de mi génesis, el líquido amniótico que me hizo, la materia de mi
médula. Nada podía darle más propio que aquel diálogo que había mantenido a los
tres años con mi tía Chela la tarde que ella supo que habían encontrado el
cuerpo de su marido.
No recuerdo bien qué le dije a Rafael cuando le mandé el
relato por correo electrónico. Sí que su respuesta no se hizo esperar. Fue
breve, seca e incisiva. Fue inclemente, despiadada. Dijo que no entendía nada
de aquello, que era algo que no le dejaba nada. Con horror de huérfano, sentí
que había escupido sobre el texto.
También sentí que debía tener razón. Su ofuscación me
recordó a la de mi amigo Martín cuando vio que su madre colgaba un cuadro
espantoso, pintado por una mujer que hacía un mamarracho tras otro y corría a
enmarcarlo y regalárselo a cualquiera. Martín decía que no había derecho a que
alguien pudiera gastar tiempo y recursos en algo que pretendía ser una creación
y era una basura. Decíamos que aquella señora debería haber tenido la pintura prohibida,
y yo sentí que un poco de sensatez me prohibirá escribir.
Sin embargo, seguí escribiendo. Cosas que no son buenas, es
cierto. Textos que nacen condenados, como los bebés que nacen con SIDA, pero no
puedo parar de escribirlos. Es mi destino, o el objetivo con el que se
construyó mi máquina interior, que, como a todas las máquinas, las cosas
siempre le salen, algunas bien, otras mal. No puedo parar pese a que entendí
que, habiendo cumplido 50 años, ya dejé de ser una promesa hace mucho, y no es
esperable que un día me aparezca con una obra maestra. En todo caso, un puñado
de amigos leen los cuentos que escribo, e incluso llegan a disfrutarlos.
Y, con el perdón de Rafael Sáenz, un puñado de amigos vale
mucho más que un mito.
La Barra, 2 de enero de 2013