Crecí en San Nicolás, una ciudad que tenía dos categorías de personas: los dueños y los demás.
Los demás habían llegado en olas migratorias -genoveses,
vascos, gallegos, provincianos, bolivianos.
No hace falta que diga que los dueños han aborrecido y
aborrecen con asco a los demás.
Los dueños saben todo de la ciudad.
Son dueños de la información.
Y de las decisiones.
Y de la mayor parte de las propiedades: campos, empresas,
edificios, casas.
Mi familia estaba compuesta por inmigrantes.
Nuestros padres no nos enseñaron quién era aquel hombre León
Guruciaga a cuya memoria estaba dedicada la calle donde vivíamos. No lo sabían.
Estoy seguro de que si hablara con alguien del círculo de
los dueños, descubriría que conoce vida y obra del tal León Guruciaga, la que
está en los libros de historia de la ciudad y sobre todo la que no, la que sólo
conocen los de adentro.
Pero nuestros padres no sabían ni siquiera lo que dicen los
libros de historia.
Ninguno de los hijos de los demás sabe nada de la historia
de la ciudad.
Ni siquiera se la enseñan en la escuela.
Nuestros padres tampoco crearon un jardín en las casas donde
vivimos, ni hicieron de las casas lugares lindos donde vivir cómodamente.
No teníamos casa propia, siempre alquilábamos, y, claro, uno
no termina de apropiarse del lugar que alquila.
Los demás no terminan de apropiarse de aquella ciudad.
Les está prohibido.
La ciudad ya tiene sus dueños.
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