lunes, 31 de agosto de 2020

En patas

 El casamiento de Daniel y Laurita no solamente fue una de las fiestas de casamiento más inolvidables que me tocaron, sino uno de los momentos mayores de mi vida.

 Llevaron un cargamento de tequila, algo así como un container secuestrado cuando estaban por subirlo en un barco hacia China, y entonces cada una de las decenas de mesas tenía canilla libre de botellas de tequila.

 Diría que eso, para empezar.

 En un momento, no diría que avanzaba la fiesta, porque todavía era plena luz del día, estábamos abrazados a unos mariachis cantando a viva voz con ellos, de repente un blanco gigante como un marine de civil, un chiíta y otros teníamos camisetas de Boca y saltábamos cantando una canción de la cancha; más tarde una multitud hacía una ronda alrededor de Ponchito y de mí, porque habíamos descubierto que, él tapatío, yo argentino, nos parecíamos como dos gotas de agua y nos topábamos las grandes panzas, al son de la música. Episodios así, que no recuerdo, sino que puedo referirlos porque los vi en las fotos.

 Lo que sí recuerdo bien es que también a hora muy temprana, miré abajo de una mesa, y había muchos zapatos.

Arriba de la mesa había muchas botellas de tequila y abajo, muchos zapatos.

Entre los zapatos, estaban los míos. Cuando un perro apareció de la nada y raudamente eligió un fino zapato dorado con un alto y fino tacón aguja, y salió corriendo con el zapato en la boca, me reí a carcajadas, feliz de que todo el mundo se sintiera tan cómodo que había arrojado los zapatos ahí para irse a bailar en patas.

 Quizás este pensamiento está nutrido por la cuarentena. Tengo 60 años, me estoy enterando de que no voy a vivir eternamente, y me entran unas ganas de dejar los zapatos ahí abajo de la mesa y olvidármelos, o que se los lleve el perro.



 

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