Necesitamos consultar a María Pita y a las chicas del Equipo de Antropología Jurídica sobre delincuencia juvenil o como se llame el asunto. Una persona que cometió un delito, ¿es delincuente ante la ley, la sociedad, etc., de la misma manera sin importar que tenga 10, 17, 30 ó 60 años? Si es mayor de edad es recluido en la cárcel, si es menor, en un instituto de régimen cerrado; ¿cuáles son las diferencias de sus vidas dentro de esos lugares?
El equipo de Sofía Tiscornia, María Pita y las demás ha hecho un trabajo formidable. Nos abrirán muchísimo la concepción del tema en que Loreley y yo estamos metidos hasta las verijas. Necesitamos pensar mejor. En el segundo taller en el Sanmar la necesidad intelectual fue el síntoma, el estallido del cuadro que nos atenazó el estómago: sentados cerca de la entrada, esperando para comenzar, vimos que entraban a los chicos atados unos a otros con esposas. Esposas de metal. Los chicos podrían morderlas con los dientes como hacen los perros con su cadena, y no conseguirían nada. Se dirá: no conseguirían cortarla, de la misma forma en que no es posible resucitar a los asesinados por esos chicos. Es una equivalencia lógica, pero uno sabe que en el peor de los casos los pibes son víctimas de ser delincuentes en tanto se mandan las cagadas prescritas en el mundo al que nacieron.
La visión de las esposas apresando las muñecas de chicos de 15 años es muy parecida a recibir un cuchillazo en el ojo y uno necesita morder también la mierda de esos aceros hasta hacer estallar los dientes que no han servido para evitar que esos chicos estén allí dentro.
Sin embargo, los pibes no parecen padecer. En cambio, ríen, andan con las esposas como los chicos de la escuela andan con el guardapolvo. Lo que nos abate hasta dejarnos el ánimo casi fuera de combate, ellos lo superan con la increíble capacidad de regeneración que tienen los críos.
La directora apuesta a esa capacidad y nosotros, lo digo una vez más, debemos dejarnos liderar por ella.
De Poitier a Sandrini
Lo que echa a rodar los talleres son mis palabras y mi voz. Si no puedo crear, hablando, una entrada a un mundo y un mundo; si no puedo dar algunas indicaciones, si no puedo convencer a los participantes de que escriban y luego se escuchen entre sí, el taller no sucede. El jueves 30 no podíamos empezar. La táctica de sabotaje de los pibes fue no escucharme, hablándose entre sí sin parar. Empecé seis, siete veces a decir algo y me detuve porque se ponían a gritar entre ellos. Cuando reinicié la cuarta vez, algunos se mostraron ofuscados y uno me increpó: “pero usted no arranca nunca, ¡esto es aburridísimo!”
Estoy a punto de reírme de la situación, pero en ese momento me aplastaba la desazón. “No es posible hacer este taller, me decía. Sólo funciona si la gente que lo hace desea mucho hacerlo. Ese deseo es mi fuerza; si no existe, ¿por qué dejarían de gritar? y ¿por qué escribirían?” Y me decía “nunca participarán. Nunca”, y: “¿de qué hay que estar hecho para aguantar este bardeo?”
Fue más tarde que comencé a intelectualizar. Me burlé del cuento de hadas de aquella película Al Maestro, con cariño (To Sir, with Love), en que los revoltosos jóvenes empiezan enloqueciendo al pobre y dedicado profesor, a la sazón negro (Sidney Poitier), pero éste, debido a que su corazón está hecho de pura fibra “la docencia es un sacerdocio”, los va poniendo en casilla convenciéndolos de que quiere el bien del alumnado. En un happy ending didáctico y de mensaje altamente edificante, los jóvenes defienden al maestro ante las autoridades. (¿Y no había algo de esto en El profesor hippie, en el que el docente era Luis Sandrini? Si quiero pasta para reírme de mí…)
Me mofo de la simpleza de la historia, pero en el fondo creo en ella. Creo que las cosas pueden cambiar si uno persiste en un propósito inflexible. Creo que toda revolución es posible, y si no creyera eso, viviría como cualquier de los muertos que se creen vivos.
Pasado inescrutable, ¿futuro inefable?
Pero el desarrollo del taller vuelve a machacar en contra con fuerza casi inapelable. Uno de los pibes es nuevo y los demás se dedican a hostigarlo. Los apasiona esa tarea y no hay forma de sustraerlos. Con respecto a mí sólo evitan comunicarme su desprecio con la mirada para ahorrarse problemas. Logro interesarlos unos minutos en una historia, pero cuando termino de contarla no consigo engancharlos para que escriban. De repente empiezo a sentir que lo que en ellos resiste mi aproximación, mi invitación y mi entrega, los antecede y trasciende. Que los pibes no son mucho más que un soporte, el vehículo de una sabiduría que se hunde en las raíces de la sociedad de clases: la estrategia refractaria ante la captación de los sectores que detentan las fuerzas de dominación. Entre sus estrategias de esclavización, los Señores mandan almas bellas como nosotros, que desean el bien del humano en el esclavo y se ponen caritativamente de su lado. Se me viene a la cabeza otra película, de signo contrario a la anterior, Los olvidados, de Luis Buñuel. La recuerdo para pensar que no son estos chicos los que me rechazan, sino que la resistencia viene de tiempos lejanos, y que la intención humanista, altruista, cristiana, no alcanza para desactivar la fatal historia en la que los más rebeldes entre los sojuzgados serán despiadadamente eliminados (estos pibes, por el paco, la policía, el SIDA, la droga).
Pero no. No existe el futuro inefable y no supongo que Buñuel realmente creyera eso —su embate tenebroso en Los olvidados fue provocado por su impaciencia ante los relatos simplistas del tipo “el amor todo lo puede”. Nuestro objetivo no es convertir a los cacos, los negros cabeza en personas de bien, útiles a la sociedad, buenos vecinos que pagan sus impuestos, sino crear la situación para que se apropien de algo que a los amos les permite someterlos.
El fruto es robado
Cumplo con lo que planificamos con Loreley en la semana, siguiendo un aporte de Gaby, la operadora del Sanmar, y les cuento la historia de Adán y Eva, en la que había sólo una cosa para robar en el Paraíso: el fruto del Árbol de la Sabiduría. Proponemos que escriban la historia de Alguien que encontró Algo que le cambió la vida. Los pibes se niegan a escribir, pero al fin algunos agarran viaje. Loreley se acerca para manifestarme su optimismo: “trabajan más que la semana pasada”. El sarcasmo me pone delante a Sidney Portier, pero no puedo dejar de observar que tiene algo de razón. No tenemos derecho a ver la planta que nace del brote que plantamos, pero si queremos mirar de frente a los pibes tenemos que hacer algo que sirva para cambiar aunque sea una mínima cosa, en ellos, en nosotros. La fatalidad sólo está instalada a sus anchas cuando la resistencia apunta a los más fuertes, pero no al esquema de fuertes dominantes y carentes que resisten. Los pibes se apasionan por El Gauchito Gil, escriben su historia. Más tarde siento que me he quedado con una sensación fea en la boca, sobre todo cuando me resuena la frase “les daba a los pobres”. Ya serían viejos los pibes si para toda la vida se quedaran clavados en el pobre pasivo, el miserable manguero, pobre de recursos y pobre porque nació con el destino de desvalido. El taller debería por lo menos poder cuestionar la historia del Gauchito Gil plantando otra historia, por ejemplo la de los pobres que arrebataban a los patrones el anhelado fruto de su trabajo con una revuelta.
Una historia que cambia
Y sin embargo, el optimismo de Loreley tenía fundamento. El tema me sonaba horrible, pero lo escribieron. Dos que no estuvieron el jueves anterior escribieron la biografía del Gauchito Gil a cuatro manos. Uno de ellos había llegado a escribir, antes, la historia de Alguien que había encontrado un arsenal, y con eso salía a robar. Ese cuento es uno de los momentos perfectos del taller. Aún sin poder escucharme por los gritos, incluidos los suyos, Juan Carlos escuchó la historia, entendió perfectamente la propuesta, la llevó a su territorio y volvió con una obra. Impecable. La segunda parte de la situación es igual de rica. Juan Carlos me permite leer su historia, pero cuando me ve con el papel en la mano le gana el gesto la sombra rauda de un susto y me dice que ese cuento no va, que hará otro. Le digo que está muy bueno, insiste que no vale nada y que escribirá uno nuevo. Cuando más tarde yo ofrezca leerlo en voz alta, se pondrá aún más terco. ¿Por qué recula? Posiblemente porque con mucha fuerza lo convencen de que está encerrado por andar en el mundo de la delincuencia, que además celebra.
Ciertamente a los pibes les conviene aprender que no están condenados a vivir, a morir, como tumberos. En el tiempo que estén en el Sanmar deben tener experiencias diferentes de las que repiten en sus vidas. El objetivo del taller está alineado con ese objetivo; sin embargo, la estrategia que planteamos no requiere que el aporte nuevo sea el contenido de las historias, porque el trabajo de escribir tiene un poder subversivo. Esa es la experiencia nueva y para transitarla no es mala estrategia que empiecen contando sus historias, lo que celebren o lo que gocen mentir. Contar su mundo les permitirá a los chicos apropiarse mejor de la escritura.
Apenas captaron esta idea (entre los gritos y los insultos sin pausa, los pibes captan mis gestos con velocidad increíble), Juan Carlos y José se pusieron a escribir juntos la historia del Gauchito Gil.
Hubo otros momentos que quiero dejar registrados. Ya conté que fue como la aparición de la estrella de Belén el instante en que Christian me dijo que no le gustaba “cómo sonaba” la reiteración de un nombre.
Profesor, callesé
Cuando se acabó la hora de escribir, dos seguían con su cuento. Los dejé un rato más, luego les dije que debían terminar. Con la misma rebeldía con que resistieron empezar, no terminaban. Los demás, hartos, hacían cada vez más escándalo, un guardia se llevó a dos que empezaron a sopapearse, etc. Intenté concentrar las atenciones que se aceleraban hacia el caos, en una discusión con Oscar:
— Otra vez no te animás a escribir —lo provoqué.
— No es que no me animo, es que estamos de vacaciones. Todo el año pensando, en la escuela, y ahora en vacaciones hay que seguir.
— Siempre estás pensando.
— Pero pienso lo que quiero.
Iba a decirle que el taller es justamente para que piense lo que quiere, pero me detuvo la seguridad con que habló (el ímpetu, dijeran los bolivianos) y me frenó la táctica de dejarle ganar una batalla, lo que lo alentaría para nuevas discusiones y le haría entender tanto que le respeto el pensamiento como que puedo absorber una derrota. Más tarde, intempestivamente, le acertaría con “vos pensás mucho”, lo que lo dejaría en silencio por tres segundos para luego retrucarme y así encadenar un peloteo, hasta que José, que seguía concentrado en su redacción, se dio vuelta y me hizo callar con soberbia magnífica. ¡Estaba concentrado escribiendo! “Perdón, perdón”, le supliqué, y callé. Y sentí en mi interior un grito de victoria.
No lo molesten
Loreley me llama la atención sobre Diego: no tiene problemas en mostrar que me escucha y que sigue mis indicaciones. No busca imponerse, no necesita defenderse y los demás no se meten con él. Utiliza el espacio que se ha hecho, en el que los demás no se meten, para escribir. Y escribe mucho, concentrado, disfrutando y bien. Cuando termina el taller dice “aún no terminé”, le ofrezco quedarse con la hoja, seguir escribiendo en la semana y traerme lo que haya escrito la semana que viene. Sin problematización dice “bueno”.
Arranca
Christian, quien se había puesto a escribir el jueves pasado, hoy está en la nada. El otro día dio resultado que yo me acercara y le hablara, como al descuido, directamente, sólo a él. Ahora hago lo mismo.
— ¿No te vienen las ideas a la cabeza?
— No…
— A veces pasa.
— Hoy tuve comparecencia.
Supongo que se refiere a haber comparecido ante el juez que tiene su causa.
— Te quedan las cosas dando vuelta en la cabeza, ¿no?
— Sí… -me dice, y hace un gesto con la mano con un movimiento como de cosas que giran.
— No te preocupes.
A los pocos segundos me dice en voz alta:
— Deme un papel, profesor, voy a escribir.
Le alcanzo un papel. Arranca. Luego deja. No puede. No importa. Christian era uno de los que vimos entrar con una mano atada a la de otro pibe, con esposas de metal. Pero ahora le hablé y arrancó. Ya va a escribir.
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