A los argentinos les dice que se llama Losa. Casi todos entienden que dice Rosa. Pero si uno insiste en las ganas de hacerse amigo porque le cae bien el extranjero, ella termina diciendo que su nombre chino es Mei. Posiblemente Mei sea el nombre de otra flor, de la peonía, el lirio o el crisantemo, pero quizás la profesora que le enseñó español sólo conocía la flor rosa. Como sea, ante mi insistencia me concedió que la llamara Mei.
Mei tiene a cargo un lavadero de ropa, grande como una fábrica, con filas de máquinas que se extienden hasta la oscuridad, conectadas por caños y cables, que desde el principio de los tiempos están sacudiéndose y gruñendo su grave protesta de hierros en el mismo lugar, bruxando con un ruido de entrañas de barco, en medio del calor y la humedad, y en el vientre de aquel monstruo va con sus pasitos cortos y enérgicos Mei, llevando canastos de ropa de una máquina a otra, al fondo, a una mesa; corre a sacar el vómito de ropa de colores de una máquina, corre a buscar bolsas cuando llega un cliente, corre a doblar ropa cuando mira la hora. Y también asoma por los pliegues de ese mundo la hijita de Mei, una chinita de pelo perfecto y ojitos como dos puntitos de obsidiana, que juega con la ropa y un canasto, un pingüino de peluche y con un librito, y sabe que no debe acercarse a las máquinas.
Así pasan los días, desde que la calle está oscura, mal iluminada por faros entre los árboles, hasta que la calle nuevamente está oscura, cuando llegan a dejar su ropa sucia los oficinistas que han salido del trabajo.
Llegué una de esas noches, poco antes de que Mei cerrara. Le pedí mi ropa y se puso a buscar la bolsa entre decenas de bolsas que llenaban estantes del piso al techo. La ayudé. Ella encontró una, yo otra. Me dijo automáticamente cuánto debía pagarle y se quedó parada a un par de metros de mí, esperando que sacara los billetes de mi billetera y se los entregara. La observé. ¿Cuántos años tenía? Casi podía ser mi hija. Estaba tan paradita allí, sobre las dos piernas derechitas, aguardando sin protestar, con los bracitos en los costados, con el cabello atado con una colita y unas chinelas lilas de toalla, y una carita de cansancio infinito. Era un agotamiento de los que a fuerza de no ser respetados terminan siendo tristeza resignada. Mei trabajaría hasta caer dormida, hasta desmayar y ya no poder levantarse. Me escuché decirle:
— Mei, estás muy cansada, ¿no?
Me dijo que sí con la cabeza, como una nena de nueve años.
— No podés trabajar tanto —insistí, no sé por qué y los ojos se le pusieron más tristes, se le llenaron de agua, no pudo reprimir un mohín y comenzó a llorar en silencio. Sentí el impulso de dar un paso hacia ella y abrazarla. Pero me dije que siendo china, quizás lo tomaría a mal. La vi muy formal con su marido, y aunque con afecto, siempre me trata con distancia. Se quedó paradita allí y yo me quedé quieto también, mirándola. En un rinconcito la nena se había quedado dormida agarrando con una mano el pingüino de peluche. Yo había visto una tarde a mi vecina la Dra. Grinfeld regalarle el pingüino. La Dra. Grinfeld es una mujer seca pero adora a esa nenita y se pasa el rato charlando con ella. Mei me vio mirarla y la miró también. Quizás pensaba lo que mismo que yo: me preguntaba qué recordaría de todo aquello la nenita cuando fuera grande.
Foto de Gisela Grinfeld. |
No hay comentarios:
Publicar un comentario