Fue él quien nos hizo
acordar que antes de ser papá hacía el espantoso chiste de que abandonaría a la
nena en un baldío si le salía retrasada. Recordarnos aquello, sin embargo, fue
su única manifestación de amargura porque su vaticinio se cumpliera. Por lo
demás, uno sentía que la quería más que a los otros chicos que vinieron, todos
normales. En ese amor había ciertamente amargura, pero estaba dada vuelta sobre
sí misma, convertida en algo tan profundo y simple como la santidad. Ella le correspondió
siempre, y ese amor la nutrió y la hizo sólida y delicada, y buena persona. No
es que le faltara maldad, pero era decente y tenía un hermoso sentido de la
justicia. A los 23 años se puso de novia con un compañero de escuela.
Calladamente estaba exultante, sonreía con su sonrisa entregada a la dicha, no
se quedaba quieta, se retorcía las manos. Pero pronto el chico, un picaflor, le
dijo que se había enamorado de otra chica. Con su amabilidad y delicadeza
infinita, y su fortaleza, ella le dijo “ahora andate de donde estoy. No soy muy
feliz con vos en este momento”.
Más tarde le contó el
episodio al papá y él la abrazó con toda la extensión de sus brazos, y la
apretó como para tenerla abrazada para siempre. Ella se sacudió de llanto un
poco y luego se quedó allí dentro.
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