Vivían en el 7ª A. Siempre los vi de la mano. Salían a
trabajar juntos, muy temprano a la mañana y a la noche volvían cansados,
maltrechos, pero igual de juntos —él terminaba ante en el trabajo, la esperaba en
una plaza y cuando cerraba la tienda ella iba a encontrarlo y tomaban el colectivo.
Ella era feucha y él, fiero. Ella era petisita, él muy alto.
Ella tenía una cola ancha y caminaba con los piecitos hacia adentro; él tenía
una cabeza de cactus oscuro, con los dos ojos juntitos allá arriba y luego una
nariz que le chorreaba interminablemente. Ella tenía los ojos muy separados y
el mentón le huía desde la boca; él era muy flaco, pero con una pancita redonda
de pichón de gorrión. Era agradable verlos, tan feos, juntos. Hacían sentir
esperanza y daban el alivio del consuelo. Y verlos sonreírse uno al otro,
inocentes como cachorros, indefensos ante el mundo pero abrazados, hacía que
uno los quisiera.
Y bien, he aquí que esta mañana, al llegar a la puerta del
edificio que compartimos, vi llegar a la chica abrazada a un muchacho que no
era él. En cambio era un chico cualquiera, indistinguible de cualquier otro
muchacho de por ahí, ni lindo ni feo, ni particular en ningún sentido. Ella
también se me hizo vulgar, con una mirada fea que jamás le había visto. Sentí
que me saludó desafiante. Luego tomamos el ascensor los tres. Yo no sabía qué
hacer conmigo.
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