En facebook alguien creó el perfil “Me pasó en el chino” e
inmediatamente se hizo colectivo —ya no importa quién lo creó.
Ese particular colectivo de red social por internet se cuenta
qué hace “el chino del supermercado”.
El chino le causa risa. Se ríe de que no entienda español,
de las distorsiones que resultan de ello, pero no es una risa ensañada. Es
apenas cruel, y tan cruel como enternecida.
Le llama la atención la diferencia de códigos más allá de
cualquier discriminación.
Presenta un chino del supermercado vivo, a veces pícaro, bestial,
que no se detiene ante el desconocimiento del código.
Disfruta de cómo el chino transgrede las normas, y de que se
vale para ello de las zonas grises (se hace el perdido en la traducción, o se hace el distraído, o el boludo, o "no entende") que dejan las dificultades en la comunicación.
Ese chino es una construcción del colectivo y el colectivo disfruta
del chiste que se le ha ocurrido (en dos horas la foto de arriba cosechó más de 500 “me gusta” y fue compartida 50 veces).
Y de esa complicidad no excluye al chino.
Al contrario, el colectivo, que es de neta idiosincrasia
argentina, festeja al chino porque es un poco su héroe: hace lo que el colectivo quiere hacer, pasa por arriba todas las normas de la publicidad comercial y pone una foto de Rachel para
atraer la atención.
No veo cómo cualquier intento de estudiar las relaciones
culturales entre chinos y argentinos puede dejar atrás este fenómeno.
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