Cuando le gustaba una mujer a Adalberto, le surgía una
necesidad de seducirla, conquistarla, atraparla, cazarla, devorarla. Sin
embargo, eso no era más que un burbujeo dentro de algo mayor. Muchas veces
Adalberto no salía de ese jueguito, pero si se detenía y aplomaba podía
percibir claramente la inspiración que era el corazón del impulso a acercarse a
aquella mujer. Luego, podía sumergirse en esa inspiración y con paciencia podía
llegar a entrever su contenido, en el que estaba signado qué tenía para hacer
con ella.
Siempre eran designios muy pequeñitos. Con Laura pudo
sentirlo muy fácilmente. Se conocieron en un grupo, un día que el grupo fue al
cine. En el camino, todos iban muy felices de estar en banda, pero Adalberto y
Laura se entusiasmaron tanto uno con el otro, que, sin proponérselo, terminaron
apartados, charlando sus cosas. Días más tardes Adalberto estaba en una
exposición y cuando recorrió un largo cuadro de muchos metros supo que quería
que Laura lo viera, que lo recorriera como él en ese momento, escuchando un
tema de Peter Hammill.
De esa manera entendió que lo que tenía para hacer con Laura
era meterse en las obras de algunos artistas.
Cuando fueron a ver el cuadro la pasaron muy bien, y por eso
fueron a caminar y un día a cenar, y luego se besaron y se hicieron novios.
Se armó una relación y así, naturalmente se les fueron
metiendo por la ventana la rutina, broncas, necesidad de que el otro le diera a
uno lo que quería en la vida —mimos, reconocimiento, protección sin límites,
pasión sin refrenos—, la exigencia de que el otro fuera de su propiedad.
Muchas necesidades, imperativos, condiciones, compromisos. Tantos
que la relación se fue transformando en una bola de cemento cada vez más grande
y más pesada, hasta que se quebró por su propio peso y se desintegró.
Perdida entre los escombros estaba aquella lejana
inspiración, que había sido recubierta por la inevitable relación de amor.
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