Siempre seguimos
siendo amigos con Fernanda, pero hemos vivido muy lejos uno de otro mucho
tiempo y le han pasado muchas cosas a cada uno, de las que el otro se ha
enterado, pero que no hemos compartido en la medida del afecto que sentimos y
del pasado que vivimos juntos.
Ha sido una buena
decisión la de viajar a visitarla a París, la ciudad donde vive. Volví a sentir
la vieja amistad, y noté que está vivo en los dos aquello que nos hizo amigos
hace treinta años. Me complací en comprobar las convergencias que vuelven a
nutrir esa carrera que siempre hicimos juntos, la de un caballo y un tigre
corriendo lado a lado por la ladera de una montaña.
Descubrimos que
cada uno por su lado llegó a dos mismas hipótesis disparatadas. La primera
sostiene que cierta música, ciertas pinturas, películas y esculturas tienen
efectos más allá de influir en el gusto de quién hace contacto con ellas. No
sólo le cambian el humor y le modifican el ánimo generándole sentimientos; no
sólo son amansalocos, sino que —aquí viene el asunto— le cambian la composición
bioquímica del cuerpo. Algunas manifestaciones del arte alteran las moléculas,
las ionizaciones, las cargas a intensidades eléctricas.
La segunda
hipótesis postula que el ser individual, el individuo es una construcción histórica,
forzada a sangre y fuego, y apenas sostenible. Es un recorte vertical de
flujos, capas, líneas, nubes, estados del ser que —en esta idea gráfica sólo a
fines didácticos— se pueden concebir como horizontales.
Fui feliz
encontrando coincidencias con Fernanda los días que me albergó en su casa, con
su marido y su hijo. Y fui feliz de que en esas coincidencias surgiera la
memoria de un yo que estaba perdido.
Nos entusiasmamos
soñando con estudiar las variadas formas con que los diferentes grupos y
tradiciones humanos han criado a los niños.
Visitar el Teatro
de la Ópera de Garnier y luego andar sueltos entre las pinturas de De Chirico,
Picasso, Cézanne, Monet y Chagall de las colecciones de Guillaume y
Apollinaire, se nos hizo una fiesta.
Otro día descubrimos
que nos ponía de buen humor ver a la gente cargando instrumentos de música en
los colectivos y subterráneos, especialmente los grandes instrumentos —los más
entrañables se nos hacían las chicas que llevaban contrabajos.
Un día tuvimos una
larga, y por momentos fuerte, discusión sobre la sabiduría. El caso de
Confucio, apoteosis del sabio, que confinaba a las mujeres a la sumisión, y de
Maquiavelo, indiscutido como pragmático y condenado fácilmente como inmoral,
nos llevó más de dos horas de debate tomando mate en la cocina de su
departamento de la Avenue de Ségur. Al final, nos gustó coincidir en que la
sabiduría verdadera debe ofrecer como producto el amor.
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