Un extraño efecto secundario de la pandemia es que a veces me ahoga la sensibilidad y lloro como una vieja, por cualquier cosa, o por ninguna razón.
Mi sobrina Manu y su marido me invitaron a cenar por mi cumpleaños.
Aún la tengo en brazos, puro ojos, su cuerpecito menudo, y sin embargo anoche era una mujer extraordinaria, elegante, adorable.
Cenamos en un restaurante vietnamita fascinante. Conté algunas anécdotas de tío aventurero, charlamos como si la noche no tuviera fin. Al fin los despedí, monté mi bicicleta y me largué hacia mi pobre departamento donde vivo rodeado de mis libros.
En el camino, a toda velocidad por la calle San Luis recordé una noche que regresaba en otra bici a las cuatro de la mañana al hostel en donde me hospedaba en Estambul, atravesando las calles del Gran Bazar vacío y a oscuras, con los bultos de la basura y los gatos en la calle. Pensaba en el gesto que los chicos tuvieron conmigo. Me sentí sumergido en un mar de orgullo por ellos y de alivio porque nuestro trabajo como padres está cumplido.
De pronto me sentí mejor persona.
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