En “La intimidad de las islas” cuento de un compañero de la escuela secundaria que luego de tratar con el padre Daniel McGrath, entró el seminario y se hizo cura.
En la novela no relato una conversación que tuve años después con aquel compañero.
Fui a saludarlo porque hacía poco que lo habían ordenado sacerdote.
Nos alegró muchísimo encontrarnos y estuvimos muy parlanchines, como dos gorriones que charlan en el piso.
Me contó que lo más fuerte que le había pasado en el seminario fue la amistad con un compañero.
— Nos hicimos amigos el primer día que entramos al seminario. Nos entendimos como si nos conociéramos de siempre. Como los hermanos. Y sentíamos lo mismo por la vida, por los demás, por Dios. Vivíamos a Dios de la misma forma. Todos los años del seminario fue como si hubiésemos caminado de la mano para llegar a estar frente a Dios y entregarle juntos nuestras vidas.
La emoción le impidió seguir hablando.
Cuando se recuperó, dijo:
— Esa noche volvimos juntos a la habitación que compartíamos. Nos sentamos cada uno en su cama, frente a frente. Nos miramos a los ojos en silencio. Éramos una sola persona. ¿Como podíamos estar más unidos? ¿Cogeríamos? No, no nos uniría más. Sólo nos uniría más cada día que viviéramos con Dios adentro nuestro.
Quedé preguntándome si es posible alguna conexión entre dos personas más profunda, más estar uno adentro del otro, que la relación sexual.
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