domingo, 28 de agosto de 2022

Lo que quiso decir el profesor

No era el titular de la cátedra de Antropología Filosófica, pero se comportaba con una arrogancia como si fuera un profesor de una universidad europea que venía a esclarecer colonos que apenas hablaban un idioma civilizado.
Las ideas del titular, Mario Camaly, me encendían fuegos artificiales. Mi mente se disparaba hacia todos los rincones. Aún hoy, cuarenta años después, me siguen siendo fecundas. 
Pero lo que decía aquel payaso se me escurría inevitablemente, básicamente porque sentía que no decía nada. 
Yo tenía 19 años, quizás era efectivamente un colono que apenas hablaba un idioma civilizado. Como negro salvaje, no tenía dinero, y me ganaba la vida grabando y transcribiendo las clases. Eran mediados de los 80. Dos o tres empresas contrataban estudiantes para que grabaran las clases con un grabador de periodista y les pagaban las transcripciones, que luego vendían como apuntes al resto de los estudiantes. La actividad era furtiva: los profesores no revisaban las transcripciones, las empresas no le pagaban derechos a la Universidad de Buenos Aires por sacar provecho de las clases y a los estudiantes nos pagaban unas monedas.
Cuestión que entre las clases que me tocaban a mí estaban las del Gran Profesor Europeo.
Dado que yo transcribía ideas que para mí no tenían sustancia, sólo registraba palabras y por intuición lingüística ponía comas y puntos donde me parecía.
Y no sólo eso. Con el tiempo fui sabiendo que soy medio sordo.
Aquello no podía dar bien.
Una clase el Herr Professor llegó desencajado de la furia, arrojó con fuerza su bolso y libros sobre la mesa, produciendo un estruendo, y rugió:
– ¿Quién es el que transcribe mis clases?
Tras un instante en que permanecí duro como una estatua de piedra, le dije que era yo.
Empezó a gritarme como nunca alguien me había gritado. Ni siquiera mi padre, ni el animal de mi abuelo. El aula estaba llena de estudiantes, y yo tengo el problema de que necesito que me quieran, y soy hipersensible. Además había tres chicas que andaban siempre juntas y me gustaban las tres, y tenía esperanzas de que algún día, pudiera conquistar aunque fuera a una de ellas.
La humillación a la que me sometió aquel hombre me dejó en shock. Terminó ordenándole a los demás estudiantes que jamás, “¡JAMÁS!”, compraran las transcripciones que hacía yo.
No atiné a decirle que hacía aquello para poder pagarme los estudios –y no sé si le hubiera importado.

Cuarenta años después le recordé el episodio a una de aquellas tres chicas.
No lo recuerda en absoluto.
Casi ni recuerda al profesor.
La charla derivó hacia la fantasía de fidelidad de la transcripción. Si alguien habla, ¿dice exactamente lo que quiere decir?
Y sus interlocutores, ¿qué entienden?
No es posible la transmisión exacta de una enunciación. No es posible que la enunciación no sea ambigua, ni que sea recibida con la misma forma que fue emitida, ni, por tanto, es posible que sea retransmitida en la misma forma en que fue recibida. 
Lo que hay, entonces, es el flujo de un mensaje que va atravesando una cantidad de condiciones (como mi sordera o mi falta de conocimiento del contexto de los temas que hablaba el profesor). Las condiciones metamorfosean el contenido a lo largo del proceso de la comunicación.
Estos días que estoy en China, fracasando sistemáticamente en el intento de hablar con la gente, me resulta interesante que este proceso no observa diferencias entre la comunicación entre personas que hablan el mismo idioma y la traducción. 
Por otra parte, dado que en este proceso la fidelidad, siendo la plataforma que lo sostiene como intención, es algo imposible, mientras que su realidad es la transformación del contenido, resultaría útil prestar atención a las condiciones, los elementos y los mecanismos de esa transformación. 
O sea, por qué al transmitir un mensaje se comete determinado error y no otro, o por qué el contenido se mejora de determinada manera y no de otra.




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