Cuando llegamos a vivir a Nueva York en 1973, se empezó a armar quilombo cuando mi mamá dijo “yo quiero estar con mi gente. Esta no es mi gente”.
Sacando a los norteamericanos que la basureaban, los chinos la querían, eran cariñosos con ella, hasta la mimaban, pero no eran su gente. El compromiso que tenían con ella sólo estaba basado en que eran amorosos. No había un compromiso construido durante toda la vida. Ella sentía que no tenía de dónde agarrarse.
Entrar en contacto íntimo con Beijing es observar los detalles alarmantes.
Los hombres que se dejan muy largas la uña del dedo meñique.
Una chica muy fina que escupe en un tacho de la basura.
El horror de tocar la comida con las manos.
La indistinción entre los espacios público y privado en los hutong.
El contacto personal con Beijing es estar en intimidad con otra gente.
Otra gente que entra en mi mundo.
También es preguntarme con qué detalles nuestros ellos se alarman.
Seguramente con el olor a sudor.
Con la barba.
La desnudez.
El expresionismo.
El romanticismo en vez de ir a las cosas.
También es entrar en intimidad con Beijing andar en el subte con toda la gente obediente, enfocados en lo suyo y evitando conflictos y agitación, y uno escuchando hasta ensordecerse un recital en vivo de Manu Chao.
No hay comentarios:
Publicar un comentario