Las cosas que me gustan de la vida, las transformo en aventura.
Me entusiasmo.
Armo el encierro como una aventura, algo que siempre
quise vivir, que tenía reservado para algún momento.
Algo que sólo viviré una vez.
Que será trágico, feliz, trágico y feliz y muchas cosas
más. Pero será, pasará algo, no será un tiempo inexistente, rutina vacía,
transcurrir sin sentido.
Hago de esta larga cuarentena un retiro espiritual.
La convierto en los 40 días y 40 noches de ayuno que pasó
Jesús en el desierto.
En los tres días y tres de Jonás dentro de la ballena.
En los años de Robinson Crusoe en la isla.
En la cárcel, el confinamiento tan temido y tan querido,
abajo de la pollera de mi madre, libre de todos los males que me pueden suceder
en la sociedad.
Esa particular brecha de no espacio creado por el salto con
que se pasa de un lugar a otro.
La terminal donde se tiene que quedar Tom Hank, ciudadano
de Krakozhia, la vida que Brendan Fraser pasa con su papá Christopher Walken y
su mamá Sissy Spacek en su refugio antinuclear, los años que los astronautas
pasan en un sueño criogenizados, etc.
Cualquier espera en el consultorio del dentista o en un
trámite de duración impredecible, a la que me llevo libros y cuaderno y iPad
para escribir.
Los 311 días, 20 horas y 1 minuto que Seguéi Krikaliov
pasó a bordo de la estación espacial Mir entre 1991 y 1992. Estaba previsto que
estaría mucho menos tiempo, pero de repente no había quién pudiera tomar la
decisión de que volviera. Krikaliov descendió a la Federación Rusa, pero nunca pudo
regresar a la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas de la que había salido,
porque ese país había dejado de existir.
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