Seguramente los místicos de alguna de las millones de
tribus que no dejaron registro (que deben ser casi la totalidad de las
sociedades humanas) descubrieron que no puede existir una persona aislada, o
sea, que una persona aislada deja de ser persona, porque cuando uno habla emite
ser, y si nadie responde con lo que esa emisión le causa o, más aún, si nadie recoge
la emisión, esa porción de ser se pierde.
En la persona que la emitió volverá a brotar algo que
también dará a los demás, como vuelven a crecer las flores en las plantas pese
a que las semillas que encerraban los frutos que surgieron de las flores
anteriores no germinaron. Pero los humanos no son plantas, y a la larga, una
persona cuyas semillas no encuentran suelo donde germinar, se seca.
Yo me siento un ejemplo extremo de esta ocurrencia, por
lo que cuando alguien aloja una palabra mía, me derrito de agradecimiento.
Un agradecimiento casi miserable, porque se me juega el
sobrevivir, o por lo menos, en estos tiempos de cuarentena, la salud mental.
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