1. Lo
que hay ahí
Nunca pude apartar de mí una anécdota que mi madre me
contó cuando yo era un chico de segundo grado. En un manicomio un loco trazó
una raya de tiza en el suelo de cemento y horas después lo encontraron muerto,
con la cabeza destrozada: se había matado en el intento de pasar por debajo de
la raya.
Diría que esta historia se me ha quedado suspendida a
pocos centímetros de mi cabeza.
También la historia de que mi madre se la contara suelta
de cuerpo a un chico de siete años.
A ella se la había contado su primo Nelson, que era médico
residente en un hospital psiquiátrico. “Él vio al loco”.
Nelson llevó a mi tío Coco al hospital para que lo
conociera. Coco le había insistido porque estaba muy intrigado con la locura;
luego entendió que él también se estaba volviendo loco y para no terminar como
aquellos que vio internados, reducidos a un estado deplorable y larvario, se
pegó un tiro en la cabeza.
Muchos años después internaron a mi primo Héctor en aquel
mismo hospital psiquiátrico y yo iba a visitarlo, con la misma curiosidad de mi
tío Coco.
Esa necesidad de entablar una lucha cuerpo a cuerpo,
fundiéndose en el riesgo de morir, con la otra realidad extrema que está acá
mismo y no la vemos.
El ansia de encontrarse aquí y ahora con el Diablo, o con
Dios.
2.
Matrimonios
Mi hermana se casó con un tipo que estaba a medio camino
entre el exterior y el interior del hospital neuropsiquiátrico. Mi hermana es
una mujer dura, resistente, y duró con ese hombre los últimos 27 años. Un día entendió
que hacía mucho que ya no estaban juntos y le propuso separarse. Él se negó, y
así comenzó un tira y afloje en que él se mantuvo en su decisión y mi hermana
cada vez lo soportó menos. Un día el subconsciente de mi hermana hizo lo que
ella no se animaba: le mostró a su marido que estaba con otro hombre. Esto desató
la consabida revolución, la violencia, la obsesión, y mi hermana decidió
tomarse unos días lejos de su ciudad, en Buenos Aires. Vino a parar a la casa
de Sandra.
Sandra fue mi primera esposa, hace 29 años. Pocos meses
después de casarnos me enamoré de su hermana. Inmediatamente corté, con Sandra,
con su hermana, con el matrimonio, la familia, con toda la vida aquella que
habíamos armado.
Toda la vida aquella era una raya de tiza en el suelo.
También lo fue enamorarme de la hermana.
Mi hermana conservó el parentesco con Sandra, quien todos
estos años ha despotricado contra mí, y lo sigue haciendo. Anteayer, sin ir más
lejos, le dijo a mi hermana que yo le sigo arruinando la vida por aquello que
hice.
Hay gente que tiene muy buena memoria.
3. Un desafío cinematográfico
Anoche estaba tomando algo con una amiga con la que
coordinamos talleres de redacción de cuentos en los que los escritores son
crotos, gente que vive en la calle. Muchos de ellos, a propósito, suelen ser
inquilinos de los hospitales psiquiátricos.
Mi amiga es una persona dinámica, humanitaria y luminosa,
y en algunas cosas nos entendemos fantásticamente, en el Cielo, y en otras
nada. De repente vi que pasaban por la vereda del bar en que estábamos mi
hermana, aquella exesposa mía y su hermana.
Tuve el impulso de salir a saludarlas, pero me frenó la
certeza de que tendríamos un momento de violencia.
Me apuré a contarle todo a mi amiga, antes de que el grupo
que iba por la vereda desapareciera. Ella no entendió, naturalmente, porque era
una historia demasiado larga para ser contada en un instante, y una vez que
pasó el momento, ya perdió interés.
Fue como un desafío cinematográfico imposible: contar la complicada
historia que explica lo que está sucediendo ante nuestros ojos, antes de que la
escena termine, en 140 segundos.
Luego continuamos charlando, pero alguien siguió paradito
arriba de mi cabeza mirando en dirección hacia donde se había dirigido aquella
comitiva, intentando ver si la distinguía a la distancia.
Finalmente le dije a mi amiga que sabía que estarían en el
Paseo de La Plaza y le pedí que me acompañara.
— ¿Para
qué? —me preguntó— ¿No me dijiste que no te pueden ni ver? No entiendo para qué
querés ir. ¿Para hacer bardo?
— Sí, para
hacer bardo —reconocí.
4. Mi vida sin Verónica
Una vez que hube acompañado a mi amiga a que tomara su
colectivo para reunirse con otras chicas de su edad —mi amiga tiene edad para
ser mi hija— y me quedé solo, pensé que el bardo no era lo mismo para ella que
para mí.
Si mi amiga no lo entendía automáticamente, como lo entiende Verónica, me
habría llevado años explicarle cuánto necesito el bardo que es mi manera de
remover el légamo del lecho del río, allí debajo del agua fresca y diáfana en
que se desarrolla la vida de mi amiga, para que del revuelto aparezcan los pedazos
del Diablo.
Esos pedazos son los que dan vida a todas las criaturas y
cositas de acá arriba en los inocentes paisajes de la superficie que brillan al
sol.
Es muy joven aún mi amiga, y nació cantarina, sin sentido
de la oscuridad, y no puede comprender que esos encuentros son los que nutren
de sentido mi vida, y que vivo para procurarlos, y luego dejarlos escritos.