Tengo en mis manos la obra de Lo Yuao, cantonés que quedó huérfano
a los ocho años, padeció la atrocidad de la guerra en Kowloon, fue refugiado
por misioneros ingleses y por un equívoco legendario, en su intención de buscar
una vida mejor en los Estados Unidos, terminó en la Argentina —escuchó que
se reclutaban trabajadores para América del Sur, lo que interpretó como Sur de
América (posiblemente en chino se escriba de la misma forma), lugar que había
conocido en Lo que el viento se llevó.
Llegó a San Nicolás, provincia de Buenos Aires, en 1954 con un contingente de
chinos que tenían la misión de instalar y poner en funcionamiento la fábrica
textil Estela. Terminado el contrato, los chinos volvieron a su país o migraron
a los Estados Unidos. Lo Yuao aceptó la traición que la traducción le había deparado
como un sino y se quedó en la Argentina. Pudo haber permanecido en la fábrica,
pero abrió una casa de fotografía y luego se marchó a Buenos Aires, donde
trabajó como cocinero en restaurantes chinos, puso un buffet y terminó
dedicándose sólo a la fotografía. Mientras los peritos calígrafos le
solventaron su modesta vida pagándole para que fotografiara firmas, se hizo
artista y bohemio. La pintura ocuparía su vida hasta el final.
Desconocemos quiénes fueron sus maestros; apenas recordamos que mencionó
haber concurrido a la Asociación Estímulo de las Bellas Artes. Con algunos
compañeros hizo exposiciones marginales, algunas en casas de provincias. Recuerdo
una en el Bar Astral de la avenida Corrientes, también liquidado.
En esos primeros tiempos Lo Yuao partió de cierto expresionismo,
pero en algún momento abandonó la pintura occidental para meterse de lleno en
la oriental. Dudamos que haya pintado en China porque pareciera que en Buenos
Aires empezó de cero, pero podría haber sucedido que cuando era un diminuto huérfano
en la guerra, los maestros que lo refugiaron lo alentaron a dibujar.
Sabemos que en Argentina tuvo un maestro chino. Posiblemente
adquirió de él la pureza de la técnica china de la pintura. No sabemos nada de
ese maestro.
También los temas de muchos cuadros de Lo Yuao son chinos: los
caballos, los tigres, las cañas de bambú, los paisajes de agua grande de río
calmo, con botes antiguos y viejas montañas en el fondo. Sin embargo, el jugo
nativo del Paraná le subió por los vasos capilares y así como cantaba folklore
mal pronunciado en el coro de la Asociación Cultural Rumbo de San Nicolás, en
sus cuadros se colaban zapallos y bagres bigotudos.
Nutría esta convergencia la manía de Lo Yuao de dibujar todo. Todo
lo que veía, todo lo que recordaba. Como era un hombre pobre, no podía comprar
el papel de arroz necesario para el tipo de pintura que terminó haciendo.
Artesano al fin, y argentino, encontró una solución algo bestial: comenzó a
pintar en papel de cocina. Es que, repetimos, no podía estar sin pintar.
Inauguró, de esta manera, algo así como un subgénero de pintura china, la
pintura china-argentina sobre papel de cocina.
Muchas veces con Camilo Sánchez nos sentamos en el departamento
donde vivía el chino a mirar sus pinturas hasta sumergirnos completamente en el
mundo del que emergen, un mundo perdido en un tiempo que nos resulta desconocido;
delicado, solitario y sonriente.
En 2002 la televisión de Hong Kong hizo un documental sobre la
vida de Lo Yuao. La chinita que escribió el guión (quien poco después ganaría
uno de los principales concursos internacionales de guiones de teatro) cerró el
programa con la siguiente escena:
Lo Yuao va solo en un antiguo y fastuoso coche del subte A. Mientras
mira por la ventanilla como si pudiera ver otra cosa que no sea la oscuridad,
se escucha el diálogo:
Entrevistador: Ahora que ya
le quedan pocos años de vida, ¿no teme morir?
Lo Yuao: No. A veces me pregunto por qué no me
surge ese temor natural.
(Silencio)
Entrevistador: ¿Qué piensa cuando se va a dormir?
Lo Yuao: Me acuesto y no pienso. Cierro los ojos y
escucho los latidos de mi corazón, tu-túm tu-túm, tu-túm tu-túm, tu-túm tu-túm.
Lo Yuao ya ha muerto, y sin embargo aún están vivos sus tigres,
sus cañas de bambú temblando en la blancura, sus anchos ríos por los que
navegan botes antiguos, sus montañas eternas y sus bagres bigotudos del fondo
del Paraná.
Gustavo Ng, junio de 2008