Chat con
la madre de mi hija.
Yo: Se me murió mi amigo Lo Yuao, que era además lo que atrapé de todo lo
que mi papá no me dejó. Con mi amigo Camilo, sinófilo de alma, estudié
caligrafía china con él. No me dejó nada en herencia, pero como sus paisanos chinos
no estaban muy interesados en sus asuntos de arte, que era lo que a él más le
interesaba, me traje todo: pinturas, cuadros, libros... Se me abarrotó la mitad
del departamento. A veces me dan ganas de tirar todo. Después se me ocurre que
tal vez a Fer, Santi, Irina u Orit se les despierte alguna vocación para la
cual este legado les venga bien.
Daniela: Si me recuerdo de él, ¿era con quien jugabas ajedrez?
Yo: Ese.
Daniela: ¿Cuándo falleció?
Yo: La semana pasada. Fue un tanto triste Llegué a la sala de velatorio...
¿así se le llama en tu país?
Daniela: Si, se llama así también.
Yo: Llegué allí a medianoche (había muerto pocas horas antes). No había
nadie en los sillones, ni en una salita para que la gente duerma, ni en la
cocina, ni nadie en la habitación donde estaba el cajón. Sólo estaba el cajón.
Y adentro Lo Yuao estaba pequeñísimo, perdido entre los pliegues de una mortaja
flaca. Lo más raro era que parecía que se reía. Yo me senté en uno de los sillones
para sentarse, no para dormir, y me quedé sin pensar mucho. No sabía qué haría,
pero terminé quedándome toda la noche. Pasadas las doce llegó mi amigo Camilo.
Creo que a nadie más le enseñó caligrafía china, sólo a nosotros dos. Yo iba
por el legado, o algo así, pero Camilo tiene una afinidad tremenda con el
espíritu chino, especialmente con la poesía, en prosa o en pintura. Llegó a la
noche y después volvió a ir a la mañana, antes de ir a trabajar. Luego, recién
al mediodía llegaron dos o tres chinos que yo no conocía. Y ahora tengo sus
cosas aquí.
Daniela: Eso debe haber sido extraño pero a la vez súper cercano a Lo Yuao.
Yo: Sí, alguien en mí me preguntaba si no le tenía miedo al muerto o a la
muerte, y yo, ni mu. No toqué el cadáver porque me daba impresión, pero me
sentí con la misma paz que tenía él, acompañándolo toda la noche.
Daniela: yo creo que es difícil temer a la gente que uno quiere en esa situación,
creo que fue la mejor forma de despedirse, sin que nadie interrumpiera ese
último momento de encuentro físico.
Yo: Sí. Y fue un poco raro; a los velorios de la gente de mi familia van
multitudes infinitas.
Lo raro
al día siguiente era ver nevados los sauces, los paraísos, las palmeras y los
palos borrachos.
Nevó en
Buenos Aires como si siempre nevara. Era irreal la nieva, tanto como que Lo
Yuao hubiera muerto.
Lo Yuao
pintaba con el estilo chino. Esas acuarelas, los motivos… incluso se hacía
traer materiales de China y allí se hizo fabricar un sello de los que se hacen
los pintores para firmar. Pero vivió muchos años en Argentina y la materia
local se le fue colando en las pinturas. Las carpas eran a veces reemplazadas
por moncholos y en las naturalezas muertas aparecían sin permiso los zapallos
criollos.
Fue un hombre extremadamente exiguo,
hecho de una brizna de hierba que un dios indolente arrojó a un lento hilo de
agua formado tras una lluvia torrencial. Ese dios indolente era un dios poeta e
irresponsable, y los padres de Lo Yuao fueron dos adolescentes de 17 años, y el
papá murió en el año que Lo Yuao nació y la mamá abandonó al niño con su abuela
y huyó, de modo que Lo Yuao debió compensar con paciente sabiduría e
indeclinable sensatez la insustancialidad de sus tres progenitores. Compensar
le llevaría la mayor parte de su vida, pero aún tendría tiempo para ver cómo un
pincel conducido por su mano dejaba un trazo de miles de años sobre un papel, o
para recordar lo primero que vio de su nuevo país, un campo al amanecer, con el
pasto verde cubierto de escarcha blanca, una bruma que velaba el horizonte y un
caballo rojo inquieto, y el vapor que salía de sus belfos.
En la época en que sus padres lo
dejaron a merced del mundo, los japoneses invadían China y se extendía una
hambruna, masiva y feroz, por un territorio inacabable. Por carecer de peso Lo
Yuao no se hundió en el océano de la muerte que lo rodeaba; flotando llegó a
los confines y con su insignificancia traspasó las redes que separaban el Mundo
Antiguo del Mundo Moderno, el comunismo del capitalismo, Oriente de Occidente,
hasta arribar a la Argentina. Llegó por una confusión grande, la de entender
que América del Sur era el Sur de America, que conocía por Lo que el viento se
llevó. Muchos de sus compañeros de viaje repararon el error, migrando a Nueva
York o Toronto, pero Lo Yuao se quedó en Buenos Aires, vaya a saber por qué. Se
hizo tenuemente pintor, tenuemente bohemio, tenuemente porteño, como era
tenuemente chino. Fue tenuemente sabio y tenuemente bueno. Fue tenue, pero de
una tenuidad firme e irrevocable, porque lo que tenía de tenue era todo lo que
era.
Su tenue corazón, agente de la
desidia del dios poeta, dejó de latir un día casi sin darse cuenta. Lo Yuao
sufrió el tenue paro cardíaco y caminó hasta el hospital agarrándose con una
manito de pájaro su flaco pecho. Los médicos lo recuperaron con una aspirina y
meses después, en un documental de una productora de televisión de Hong Kong,
contaría que cuando se acostaba no pensaba, sino que escuchaba los latidos de
su corazón hasta dormirse. Tanta, tanta paciencia. Cerca de su cama, en su departamento
pequeño como un bote, había sobre una mesa y al lado del teléfono, la foto de
la novia de Lo Yuao. Fue una novia que vivía en Hong Kong, a quien Lo Yuao
mandó todos sus ahorros, pero ella desistió de venir. Luego de aquel episodio,
hace 45 años, Lo Yuao ya no tuvo novia.
Los últimos años pintaba en papel de
cocina —que usaba como papel de arroz— tigres, cañas de bambú, ideogramas y
caballos de tinta china; oía música clásica, miraba el noticiero y se acostaba
a dormir, a conciliar el sueño escuchando los latidos de su corazón.
Tuvo otro infarto y lo internaron.
En el hospital tuvo otro más y el corazón ya casi dejó de funcionarle. Fui a
visitarlo y no lo vi. No quise mirar lo que encontré; era un hombre digno y
hubiera pedido la gentileza de la discreción. Murió pocas horas después. El
paso de la vida a la muerte fue apenas un parpadeo. Un leve amague bastó.
Sus paisanos chinos le hicieron un
funeral (los chinos son afectos a los ritos funerarios, como los españoles,
pero sin el peso de la tragedia y con espectacularidad). En el cajón Lo Yuao
estaba muy amarillo y su expresión, casi una sonrisa, abría las puertas a la
paz infinita. Era una sonrisa tan delicada como la última luminosidad del día
en una langosta que mueve las antenas, agarrada de una brizna de hierba.
Nunca tuvo Lo Yuao la bendición de
una madre que algún día volverá, la belleza que vendrá, la fuerza que ganará,
la riqueza que tendrá algún día, la celebridad eterna que finalmente
conseguirá. Nunca tuvo esa condena porque apenas existió. Y sabía que jamás
sería ni tendría, lo que no era.
Gustavo Ng, Buenos Aires, 21 de
julio de 2007