Entre las palabras que faltan hay muchas sustantivaciones
(esa también falta) de las idiosincrasias nacionales: colombianidad, cubanidad,
lusitanidad, congolidad, norteamericanidad -las que existen, como germanismo o
argentinismo, se refieren exclusivamente al léxico. Falta también chinismo o
chinidad. El vacío es notable en general, y perplejizante en el caso de China,
teniendo en cuenta la dimensión, profundidad, sustancia y proyección del
universo que concurre a o mana de la identidad china.
Llevo casi toda mi vida buscando mi chinidad (chinacidad, se
diría, tratándose de una inquisición tan tenaz). La indagación comenzó en el
momento en que se me ocurrió que mi padre chino me la estaba negando. Pensé que
él no sólo tenía, en tanto padre, la obligación de dar a sus hijos lo que ha
recibido y producido, sino que carecía del derecho de no heredarlo. Me parece
natural la ética que fundamenta la extremista idea de que "no legamos el
mundo a nuestros hijos; lo tomamos prestado de ellos".
La psicoanalista también hija de un chino Teresa Yuan, me ha
advertido que no puedo culpar a mi padre desde que la ética suya, por china, no
es la mía.
Como sea, desde aquel descubrimiento que me sobrevino bastante
temprano —creo que ante la frustración de que no quisiera contarme a qué se
dedicaba su papá, mi abuelo— he estado buscando la chinidad, como alguien a
quien le han robado algo. Como la mitad del andrógino busca su otra mitad. Como
aquel chiste que explica que los perros huelen el culo de los demás porque
buscan el propio, que una vez perdieron. Como un Prometeo que roba el fuego en la certeza de
que los Dioses deberían habérselo dado antes; un Prometeo que va a devolverse
el fuego como quien cree que todo robo social es autodevolución.
Si mi épica era la búsqueda de la chinidad retenida por mi
padre, en un claro acto ilícito de patria potestad, no era necesario que yo me
aficionara por la chinidad. Lo que quería era que me devolvieran la chinidad
porque es mía, sin que fuera necesario que me importara la chinidad en sí. La
gesta es por la reparación de un delito. Por la restitución antes que por el objeto a ser restituido.
Claramente, entonces, el asunto es la chinacidad, antes que
la chinidad.
La porfía casi ciega con que he mantenido mi propósito
podría explicarse como una característica china, pero mejor como un rasgo de
los vascos, cuya idiosincrasia también me nutre. Además, si mi ser chino es un
baúl vacío, mi ser vasco es un derrame imparable.
Claro, el baúl vacío de la chinidad es engañosamente vacío:
contiene en una pared interior una puertita que lleva a otro baúl vacío, que a
su vez contiene una puertita que lleva a otro baúl vacío, que nuevamente
contiene una puertita, etc.
Mi búsqueda de mi chinidad perdida se parece mucho a la
añoranza cargada de codicia con la que mis parientes vascos quieren recuperar
la dicha de su infancia. Cada vez que recuerdan que se les ha arrebatado y les
corresponde, salen a cazarla.
Pero no es lo único que les pasa en su vida, ni siquiera es
lo único que tienen para recuperar. Es sólo una de las cosas de este mundo que
han de recuperar.
A propósito, digo "mis parientes vascos" como si
fueran de pura raza vasca, y la verdad es que no lo son: mis familiares
maternos tienen orígenes vasco, gallego, italiano... Como si construyera la
huidiza materia del baúl chino en el lecho del agua sobre el que quiero hacer pie,
necesito un cartel que diga en piedra, para siempre, irrevocablemente, cuál es
mi identidad, concebida como pertenencia. Y la necesito para empezar: "si
no me dicen qué clase de herramienta es esta, ¿cómo quieren que empiece a
trabajar? ¿Qué voy a hacer, si no sé qué es lo que tengo para hacer?"
Entraré al tema por otra puertita. El cuento que cuento en
estas líneas es el relato algo exagerado de lo que le sucede a casi todos los
que conozco: el de alguien que busca algo más en la vida. Podría conformarse,
pero no, no se conforma, necesita algo más. Estar mejor. Viajar más. Ser más
querido, dar más, vivir más, tener más, hacer más, decir más. Como las partes
del andrógino separado por Júpiter, condenadas a buscarse por siempre. Como el
filósofo, cuya épica es buscar el saber, antes que encontrarlo. Como los
hombres que quieren ir más lejos en el espacio, más lejos con el telescopio, con
la fantasía, las misiones tripuladas. Plus ultra. Ad astra. Más rápido, más
grande, más lejos, más profundamente. Debe haber otra vida cuando esta termina,
debe haber otro ser humano más allá de este ser humano de poder limitado.
¿Y esto por qué? ¿Por qué no podemos conformarnos? ¿Por qué
necesitamos más? Porque tenemos un agujero dentro de nosotros, que no nos deja
en paz, porque siendo el centro de nuestra base, no podemos construir una vida
sobre él. Entonces intentamos llenarlo, se nos va la vida en el intento de
transformar en macizo aquello que es vacío, que es nada, que no es, y la verdad
es que no hay modo de llenarlo. Es un agujero más fuerte que nosotros. No
podemos con él.
Pero otra verdad es que en la porfiada e irremediable gesta
que desplegamos en el intento de llenar el agujero, hacemos cosas todo el
tiempo, y ese trabajo de años, de cada día de nuestras vidas, de a uno, en
grupo, todos juntos en sociedad, tiene efectos laterales. Efectos residuales.
La Torre de Babel no alcanzó a Dios, pero tras el fracaso, quedaron la torre y
la multiplicidad de idiomas que cubren y dicen el mundo.
Nuestra vida está hecha de las torres y las lenguas, los
puentes y los dioses, los campos sembrados y las concepciones del inicio de
Universo, los aviones, los ritos, las vestimentas, los pensamientos, las
medicinas, los tiempos, los cuerpos, las físicas que han quedado como saldo de
la aventura desesperada y vital de llenar el agujero. Lo convertimos, así, en
un agujero originario. En la contradicción de un agujero basal. El mundo es lo
que queda de nuestra batalla por ser, contra la muerte.
Nos escapamos misteriosamente de la nada y la nada nos
espera en todo momento. El tiempo que estamos vivos vivimos en la balsa que nos
fabricamos. No nos servirá para cumplir nuestro deseo loco de escapar de la
nada, pero será por un tiempo nuestra casa, nuestro ser, nuestro yo propio.
Puede servir de consuelo la fantasía de que el tiempo que
concibe nuestra vida como un transcurrir en una línea que va de la nada a la
nada, no es más que otro de los productos residuales, de modo que si lo
desecháramos, cada instante de nuestras vidas podría ser eterno. Este truco
puede ser difícil conceptualmente (después de todo, la balsa es lo único que
tenemos, y cualquier cosa que la amenace, amenaza nuestras vidas), pero es
patente cuando se ve a un chico observando las lombrices que su padre ha
llevado al arroyo para pescar, cuando cada punto del alma de una persona se
toca con cada punto del alma de otra al ver las fotos que esta otra sacó, cuando
unos amigos meten un gol o cuando dos personas saben que las dos han entendido
lo mismo al leer un cuento.
Hace 30 años conocí a Camilo Sánchez. Uno de los motivos de
nuestra amistad era su afición por la chinidad. Camilo, que todo lo fabula,
llenó mi baúl chino con exuberante fantasía.
Yo estaba acostumbrado a ello, aunque no sé bien desde
cuándo, ni cómo. En los mi familia, compuesta por papá chino adoptado por
extensa familia de su esposa, no sé qué veían en mi viejo cuando lo pensaban
chino.
En los primeros años de la escuela noté que yo despertaba
curiosidad o interés, que me consideraban raro, y que me atribuían la
inteligencia. Calculo que fue en esa época en que comencé a indagar en mi padre
las respuestas a las preguntas que me causaba verme extraño por chino en el
espejo de los demás. Mi padre no respondió a las preguntas de los argentinos
reflejadas en mí. No me había enseñado el idioma, ni me había hablado de su
vida en China, ni de su familia, ni de sus mayores, ni del país del que provino.
Creo que tuvo muchas razones para aquel hermetismo, pero en fin, ni una gota
del contenido del baúl permeó hasta mí, de modo que cuando me preguntaban las
maestras o los compañeros por mi chinidad, no tenía nada qué contarles.
Por supuesto que con los años fui sabiendo de China, conocí
a mis abuelos y tíos chinos, viví en el Chinatown de New York, etc., pero
siempre sentí aquella chinidad como algo exterior a mí. Por un lado mis amigos
me decían Chino y llenaban la chinidad con su imaginación, y por otro, el mundo
chino me ofrecía contenido a través de mi familia china en Estados Unidos, pero
yo ya estaba buscando lo que me correspondía, lo que era mío y me habían
arrebatado: la chinidad constitutiva, estructural, inherente, sustancial de mí.
Aprendí que el tema de la puerta interior del baúl no era
algo personal mío, sino que la Cultura Occidental la llama cajas chinas y que se refiere a un vacío tan enorme que toda
fantasía cabe para describirlo: el alfabeto es infinito, hay una muralla que se
ve desde la luna, los guerreros son sacerdotes con cuerpos poderosos que lo
pueden todo, etc.
La fantasía también es rasgo idiosincrático de chinos, que
son muy prácticos y a la vez muy supersticiosos, pero la remotidad de China,
extrema, más allá del extremo, autoriza a quien sepa algo, cualquier cosa, a
saberlo todo. A quien ha vivido en aquel mundo, a quien ha pasado cerca, a
quien lo ha visto apenas, se le atribuye la palabra que dice la verdad. Se le
cree lo que diga, y cuanto más disparatado, mejor se le cree; se le ruega, se
le exige que sorprenda, que asombre, que impresione, que corrobore que un mundo
prodigioso, maravilloso, hecho de portentos y fenómenos que no caben en esta
tristemente pobre realidad, existe. Se le demanda que confirme que el milagro
es posible.
Así, quien vislumbró China se transforma en un testigo de la
magia y por tanto en un relator de lo inconcebible, y quien escucha se
convierte en un público ávido que exige que le cuenten fenómenos que están más
allá de los límites de toda credibilidad.
He probado esto reiterada, infaliblemente, con el zodíaco
chino, diciéndole a las personas cómo son, de acuerdo al animal zodiacal que
les tocó en suerte.
Nunca fallo.
El baúl vacío con la puertita interior de la chinidad
siempre me siguió, como un lunar, como la sombra de mí o la orientación torcida
de mi anular derecho. Está, en primer término, mi aspecto físico. No es broma,
el aspecto físico. Ahí están los pobres africanos en Buenos Aires, los más
visibles por ser los más oscuros. De la misma forma, la chinidad en la
fisonomía es no disimulable.
Lo que sí se puede hacer con la vida es dejar una
determinada identidad —por muy escandalosamente evidente que sea— en un segundo
plano. Algo que hice durante muchos años en que el aventurero, el argentino, el
periodista, el hispano, el ocurrente, el esposo, el extravagante, incluso el
vasco, estuvieron como sustantivos, que sólo a veces tenían al “chino” como
calificativo.
Ese largo período duró hasta el día que reencontré a Camilo
en el tren a Tigre. Él iba a ver a su hijo, yo a mi hija. Dos amigos, dos
periodistas, dos padres separados, él sinófilo, yo chino. Algo iba a salir de
esa fórmula.
Le presenté a Lo Yuao, antiguo camarada de mi viejo, que
vino con él de Hong Kong para instalar en San Nicolás, provincia de Buenos
Aires, la fábrica textil ESTELA.
Por la época en que llevé a Camilo a conocer el Lo Yuao
—cuando un arroyo de aguas diáfanas corría entre piedras blancas y grandes como
huevos de dinosaurios—, Lo Yuao ya era un viejo pajarito desprendido de la
fuerza de gravedad, encerrado en el departamento más alto de un edificio de
Tribunales que siempre tenía las ventanas abiertas; en un nido hecho de los
pinceles con que pintaba sin parar peces, grullas, tigres, paisajes, caballos y
otros motivos del arte milenario chino, sobre servilletas de papel de cocina. Naturalmente,
Camilo se enamoró de aquel semiángel, a la sazón chino, claro, ¿o nos vamos a
engañar creyendo que las fantasías sobre China son fantasías? Camilo no es
triquiñuelable en esas esferas del cosmos, de modo que entabló con Lo Yuao una
amistad incombustible, que tenía a Lo Yuao riendo como un chico en el cañaveral
de bambú cuando Camilo lo llevaba a pasear en su pequeño auto, y a Camilo
transportado a épocas que flotaban en la niebla blanca cuando Lo Yuao le
disponía sus pinturas como una alfombra mágica.
No, no eran una alfombra: lo que sucedía, en esos días, era
que el viejito Lo Yuao aparecía con la llave de la puertita de mi baúl y la
abría para Camilo. Bien por Camilo.
Yo, su compañero de aventuras, iba tras de él, y los dos
tras el viejito chiquitito como un pajarito.
Ciertamente aquel fue el principio de una gran amistad. Una
amistad que, además, hizo chinidad. Intentamos registrar la temeraria empresa
de traducir el Tao Te King. Intentamos aprender caligrafía china. Intentamos
aprender el idioma chino. Miramos mucho las pinturas sobre papel de cocina.
Anduvimos en auto. Fuimos a comer. Camilo llevó a Lo Yuao a su casamiento. Mi
hijo Fernando se tatuó los ideogramas que Lo Yuao dibujó en un cartón cuando
Fernando le pidió que escribiera kung fu.
Cuidamos a Lo Yuao. Los fuimos a ver al hospital. Lo acompañamos a la casa de
velatorio, cuando ya dormía, holgado, dentro de un cajón (“parece que sonríe”,
dijo Camilo de su amigo). Viajamos con él hasta el cementerio donde lo
liberaron del cuerpo de pajarito. Y cuando volvimos nos ganó la determinación
de mostrar su obra. Tarea a la que nos abocamos desde entonces.
Muchos humanos tratamos de tapar los agujeros que se nos
hacen en el alma. No lo conseguimos, tal cual traté de explicar, pero en el
intento construimos una barca con sus palos y sus velas, su puente, su quilla,
sus remos, sus remeros, el barco que es nuestro yo. No alcanzamos con Camilo el
mundo chino de Lo Yuao, pero terminamos construyendo una chinacidad juntos. Hicimos
la revista Dang Dai, “primera revista de intercambio cultural argentina-china”,
que nos llevó navegando a la Embajada como los primeros periodistas argentinos
dedicados a divulgar la cultura china en estas tierras. Sumamos a Néstor y llegamos
a otras islas: los empresarios, los antiguos chinos que llegaron perdidos, los
nuevos chinos que llegaron en grandes oleadas, los profesores de idioma chino,
los chantas, los diplomáticos, los académicos, los sinófilos de raza, los
sinófilos populares que aterrizan de a miles en el barrio chino, los hijos de
los chinos que andan buscando dentro de sus baúles.
Y yendo de isla en isla, acabamos en un banco, y allí había dos
chicas con mucha alma que vieron los cuadros de Lo Yuao y —sobre todo—
escucharon el canto de sirena de Camilo, y decidieron mostrarlos. Se hizo la
muestra que Camilo llamó “La frugalidad”, con esa perfección de ambigüedad
absoluta y exactitud absoluta que tiene la poesía.
Con esa nueva barca llegué al canal chino CCTV (el canal
central) y por él me vió no sé cuánta gente. Quizás mucha, porque los
televidentes de los canales chinos son muchos.
Mientras, con otra barca derivada, otro de esos botes que
hay en los barcos, en los que viven los polizontes, llegué a un puerto San
Martín, con una obra de teatro que escribí con mi hija Irina sobre una familia
de inmigrantes chinos que tienen un hijo que rechaza la identidad hasta que
conoce a su abuelo —su abuelo le entrega la chinidad sin obligarlo a aceptarla y
él la toma alegre, livianamente.
La barca exposición La Frugalidad llegó a tierras de la
revista Horizonte Chino, editada sólo en chino para la colectividad china, que
ya va llegando a las 120 mil personas, y su editor Hugo Wu —a la sazón mi mismo
apellido, en versión mandarín— decidió divulgar entre su público la historia de
los inmigrantes que llegaron en los años 50 a instalar una fábrica en San Nicolás,
provincia de Buenos Aires. Entre ellos mi padre, el hermético, y Lo Yuao, el
pájaro amigo de mi amigo Camilo Sánchez.
En fin, fin de la chinacidad.
Por ahora, claro.
Todo es por ahora.
Aunque nada más eterno que ahora.
EPÍLOGO
Por allá, por el horizonte curvado del océano, se ve un
punto que se aleja raudo hacia China —¡China, la real!—: no es otro que nuestro
socio de la revista Dang Dai, Néstor Restivo, siciliano como el pan y la
cebolla, en otro de los botes de polizontes del barco: se ganó un concurso
sobre la cultura china, que tenía como premio, el viaje.