A quien la mira en soledad durante un tiempo, la luna siempre lo
asusta. El tiempo se enrolla enajenado y la realidad flota en la extrañeza.
Una noche yo venía por avenida Rivadavia, a la altura de
Liniers, miré hacia el centro y vi la luna apenas surgida del horizonte, tan
grande que tocaba los balcones de los edificios que la enmarcaban de un lado y
otro de la avenida. Me asusté muchísimo, le empecé a gritar que miraran a todos los otros
pasajeros, el corazón me golpeaba tan fuerte el pecho que pensé que se me iba a
lastimar, y estaba seguro de que había ocurrido una catástrofe astronómica. Tomé
conciencia de que nada podía pararla. Supe que era el fin del mundo. Nadie me
hizo caso y después milagrosamente todo volvió a la normalidad.
Quedé azorado. Aún lo estoy un poco. No termino de entender
que no hubiera anuncio de aquella luna tan imposiblemente grande, y menos
comprendo cómo todo siguió igual.