— ¿Qué Goku estás! —observó Mariela. Era el mediodía. Yo me
había levantado, me había puesto un pantalón y una remera y encontré que ya
estaba mateando con Pablo en la cocina. Somos amigos hace más de la mitad de
nuestras vidas. Me gusta mucho ir a su casa en Rosario. Habíamos llegado la
noche anterior con Victoria, luego de varias semanas de tensión insoportable en
mi vida, culminadas con el reventón de una cubierta en la ruta a 120 kilómetros por
hora. Luego del asado que hizo Pablo se me vino encima como una catarata de
cemento, el sueño que no había podido conciliar en mucho tiempo. Me quedaba
dormido mientras hablaban, incluso soñé. Finalmente nos fuimos a dormir (ni
siquiera recuerdo el momento en que me acosté). Y a la mañana siguiente Mariela
hizo esa observación sobre mis pelos —Goku es un personaje de cómics que lleva
los pelos erizados de modo estrambótico. Todos teníamos estilo Goku desde que
nos despertábamos hasta que nos dormíamos, cerca del amanecer, en el hostel
Giramundo, en San Marcos Sierra. Los demás tenían la edad para ser mis hijos,
lo que al principio hizo rara mi presencia, pero después nos olvidamos y ya
todos teníamos la misma edad, o no teníamos edad.