No salí aún de la fascinación por los sea monkeys: tirar un
polvito al agua y que instantáneamente se formara una familia, el papá rey, la
mamá reina, todos sonrientes y relajados, cada uno haciendo lo suyo, que ha
hecho en un cultivado y largo pasado, y mirándote. Instantáneamente se creaba
un mundo, un reino feliz. No me han quitado la fascinación ni todas las burlas
que el revisionismo histórico en los 90 de la Internet le ha dedicado, ni
tampoco, y esto es más arduo, la comprobación a los 9 años, de que del polvito
no surgió nada, —además— tal como predijo mi padre.
Sólo ahora, muchas décadas después, siento que aflojo la
mano en que tengo apretados a aquellos sea monkeys que aún nadan frescos y
dueños de su reino, cuando se me ocurre que los amigos instantáneos se
convierten, con la misma fuerza irruptora, en ausencias instantáneas y para
siempre.
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