Era tan educado que me dieron ganas de cogerlo en brazos y
llevarlo a su cuarto, sólo para demostrarle de qué modo apreciaba su cortesía.
Se fue. Cerró la puerta con suavidad, como si tuviera miedo
de despertar a alguien. La señora Grayle permaneció un instante con los ojos
fijos en la puerta y luego me miró recobrando una sonrisa.
(…)
— ¿Cómo te llamas?
— Phil. ¿Y tú?
— Helen. Bésame.
Se deslizó sobre mis rodillas, me incliné y comencé a
mordisquearle la cara. Ella, mientras, entornaba los párpados y sus labios
revoloteaban por mis mejillas. Cuando llegué a su boca, la encontré
entreabierta y ardiente, con la lengua vibrando entre los dientes, como una
serpiente.
Se abrió la puerta y el señor Grayle entró en la sala,
despacio. Yo tenía cogida a la rubia, sin posibilidad de soltarla. Alcé la
cabeza y le miré. Me sentí más frío que los pies de Don Quijote el día que lo
enterraron.
La rubia no se movió de mis brazos, ni siquiera cerró los
labios. Su rostro reflejaba una expresión mitad mitad soñadora, mitad
sarcástica.
El señor Grayle carraspeó débilmente y dijo:
— Oh, perdón.
* * *
Me enderecé, me acerqué al lavabo del rincón y me mojé la
cara con agua fría. Al cabo de un rato me encontré un poco mejor, aunque sólo
un poco. Necesitaba un trago. Sí, y necesitaba un buen seguro de vida,
necesitaba vacaciones, necesitaba una buena casa en el campo. Todos mis bienes
se reducían a una americana, un sombrero y una pistola. Cargué con ellos y salí
del cuarto.
* * *
Se retiró hacia una mesa sin perderme de vista y dejó la
pistola. Luego se quitó la gabardina y se echó en mi mejor butaca. La butaca
crujió, pero resistió. Malloy se echó cómodamente hacia atrás y colocó el
revólver al alcance de su mano derecha. Extrajo un paquete de cigarrillos y con
una sacudida de muñeca se insertó uno en la boca sin tocarlo. A golpe de uña
una cerilla ardió. El acre olor del tabaco invadió la habitación.
* * *
—
¿Cuándo vas a dejar que te bese, cretino?
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