Una amiga fue al
Museo Nacional de Antropología de México.
Le pregunté qué le
había interesado de todo lo que había visto y me contestó que le gustó mucho la
arquitectura.
Luego me contó que todo
lo que había allí dentro era demasiado alucinante.
“Me cuesta mucho
creer que es verdad que todas esas máscaras, joyas, calendarios, vestimentas,
estatuas, estuvieran debajo de la ciudad. No puedo creer que se hayan hecho antes
de ahora”.
El escepticismo de
mi amiga me resultó divino.
Enfatizaré la palabra
divino.
No hay manera de
plantarse ante un misterio de forma más valiente y que mejor lance a alguien a tratar de conocer.
Generación tras
generación he visto cómo la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA destroza
el interés primitivo de los estudiantes de antropología, pulverizando su
vocación por lo exótico, lo diferente.
Es una triste
escena.
Mi amiga, que está
lejos de la antropología, me devolvió la esperanza.
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