sábado, 17 de junio de 2017

Recital de Mateo y Camilo en el Frida


Dos días antes, muy tarde a la noche, cuando ya debería estar durmiendo porque al día siguiente tenía que arrancar muy temprano, recibí una foto de Marce.
“Otro que no puede dormir”, pensé. “Será que a esta edad empezamos a entender que tenemos más cosas por decir que tiempo para decirlas”.
Era una foto de cuando éramos muy jóvenes, quizás de 1988. Habíamos viajado eternamente en el noble, increíblemente incómodo, lento e indestructible Citroën 3CV de Marce, desde Buenos Aires hasta un remoto paraje de Neuquén, en la estepa patagónica. Allí dormíamos sobre un piso de piedras y polvo muy inclinado, en la ladera fría de una montaña.
En la foto es de noche. Estamos sentados sobre unos troncos retorcidos junto a un fogón famélico. Nos iluminamos las caras desde abajo con linternas. Jugábamos. Treinta años atrás.
Hacía seis años que habíamos tenido la guerra de las islas Malvinas con Inglaterra. Ambos tuvimos suerte de no haber sido convocados. Muchos chicos murieron y la vida de todos los que estuvieron quedó arruinada.
Estudiábamos Antropología, estábamos ardientemente politizados, leíamos a Antonio  Gramsci y a Carlos Castaneda, íbamos a los recitales, escuchábamos música latinoamericana, y a Sumo y a Charly García.
Treinta años.
Treinta años para adelante estaremos camino a los 90, o estaremos al costado de un camino, muy quietos.
Pero falta, para eso. Aún tenemos cosas que hacer. Cosas que terminar, e inclusive aún tenemos cosas que empezar.

Por ejemplo, la noche en la que más tarde Marce me mandaría la foto, yo había estado hablando con su hijo Camilo, que nació en el mismo año que mi hija Irina, para cerrar los detalles del recital que daríamos dos después. Yo lo producía, Camilo tocaría con su amigo Mateo.
Sería el primero de una serie de recitales en Frida, una casa donde mujeres con potente vocación social reciben a mujeres que se refugian de no tener un hogar.
Hablando con las trabajadoras nos había parecido buena idea poner música en vivo allí dentro, donde habita la tensa preocupación por el presente y el futuro de una veinte mujeres y de los hijos de varias de ellas.

La música no es un adorno, ni un complemento. No es “ponele música a tu vida”, sino que la música hace de la realidad otra cosa. El sonido altera la materia de modo que transforma las moléculas. Los patrones en que la música organiza los sonidos imprimen una forma específica al modo en que se organiza la materia. Que alguien vaya a hacer música a un lugar produce un cambio que se siente como “anímico”, pero el aire, los muebles, las paredes, los caños que están enterrados en el suelo, las ventanas, todo queda con otra forma. Y más fuerte aún es el cambio que la música opera en los cuerpos, porque la música tiene poderes mayores sobre el agua, y los cuerpos son básicamente agua.
Todo esto parece una simplificación materialista, pero parto de que las vibraciones de la música están decididas por el espíritu. En principio, estuvo la decisión de hacer el recital. Luego, la potencia con que los músicos tocaron, la alegría, el entusiasmo, el amor: todo eso es creado por el espíritu.
Es el espíritu el que labra la música con los sonidos.

Las trabajadoras de Frida nos pidieron que les adelantáramos un afiche y parte del repertorio para anunciar el recital. Querían que no fuera algo casual, sino un acontecimiento. Del tamaño que fuera, pero un acontecimiento.
El escritor Kurt Vonnegut decía que “la gracia fundamental de Laurel y Hardy consiste en que hacían todo lo posible en cada prueba.”
Intenté que el recital le diera a los músicos material para aprender.
No iban a hacer caridad, a dar lo que les sobraba, sino que iban a hacer algo en lo que les va el alma, enriqueciéndose por compartirlo, tanto ellos como quienes los escucharían.
Este es el afiche:



Camilo toca la batería. Marce, su papá, quiso ser baterista. El individualismo imbécilmente obcecado de nuestra sociedad nos impide apreciar lo bellamente épicas que son las gestas logradas por la constancia de una sucesión de generaciones.
Las cosas que consiguen las personas en grupo son siempre más puras, más luminosas y más felices que los logros en solitario. De algún modo, Marce estaba en el recital. Estaba la estirpe baterista, hasta ahora formada por Marce y Camilo. Quizás se continúe.
Claramente sentí esa posibilidad cuando lo primero que sucedió una vez que entramos en la casa de Frida y nos sentamos a esperar en un patiecito, fue que vino un chico de nueve o diez años, alojado allí con su mamá, y pidió tocar el cajón peruano que había llevado Camilo como instrumento. El chico empezó a tocar con unas ansias expansivas.
Ese fue el primer sonido del primer recital en Frida.

Frida tiene algo de espacio liberado de varones, cosa que se entiende si se tiene en cuenta que las mujeres y chicos alojados allí son, de una u otra forma, víctimas de machistas.
La presencia de tres varones obligó a trabajadoras y alojadas a idear una estrategia para adaptarse a una situación no sólo nueva, sino un tanto patas arriba. Toda la primera parte del recital podía sentirse cómo las mujeres iban buscando la mejor manera de acomodarse a la novedad.
Pero una nenita de menos de dos años se acercó sin ninguna prevención a Camilo y lo abrazó, y se quedó abrazada un rato muy largo. Ayudó a la aceptación el hecho de que los niños se adaptaron instantáneamente.
También facilitó las cosas que Camilo y Mateo sean tan jóvenes (tienen la edad que Marce y yo teníamos en aquella foto) y que el repertorio fuera pensado para que resultara familiar.
La Negrita de los Redondos, el Nunca quise de Intoxicados y una cumbia fueron acompañados con las palmas y coreados.
Eso pasó cuando el recital ya estaba avanzado. Al principio sólo se quedaron en su silla las madres, como cuidando a los chicos, mientras las demás se acercaban y se iban, y regresaban y volvían a irse, como estudiando de qué se trataba aquello.
Antes del recital traté de ser enfático en advertirle a los músicos que debían despejar cualquier expectativa de ser aclamados, aplaudidos, siquiera aprobados, y que era oportuno considerar incluso la posibilidad de que fueran rechazados de plano.
Las mujeres no habían pedido el recital, la presencia de varones, además desconocidos, quizás les rompería un cotidiano que les había costado mucho trabajo construir y aún así era muy precario.
Por otra parte, la serie de situaciones que desembocaron en el alojamiento de las mujeres en Frida, quedarse en la calle, más aún con hijos, es una de las peores que una persona puede vivir, y posiblemente estuviera precedida por otros quebrantos, lo que tal vez había barrido en muchas de ellas la mínima necesidad de quedar bien y hacer concesiones.
“Van a tocar ante el público más difícil. La capacidad de apelación de la música de ustedes se pondrá a prueba de un modo extremo”, les dije. “Si son capaces de seducir al público con su calidad, su carisma y su entrega, es aquí donde se va a comprobar”.
Ninguno de los dos reculó. Entendieron todo a la perfección, como si lo hubieran pensado.

Desde el primer tema, como Laurel y Hardy, entregaron todo lo que tenían.
A unos centímetros al costado de Camilo estaba la puerta de una de los dormitorios. Muchas veces entró y salió una chica embarazada con una panza gigante. Al lado de Mateo había un cochecito de bebé, donde él colgó su campera. En todo el patio había juguetes, sobre las paredes estaban apoyados pizarrones con nombres y dibujos, bajo una escalera había un lavarropas. En una mesa se habían dispuesto sabrosos sandwichs de jamón y queso. Dos mujeres cebaban mate. Los niños bebían golosos un jugo de naranja servido en varias jarras.
Los músicos entregaron todo lo que tenían desde el primer tema. Nada se guardaron. Y aunque cuando tocaron temas menos conocidos y tranquilos, el público desapareció por completo, las mujeres acabaron sintiendo la entrega. Llegó un momento en que estaban todas en el patiecito, cantando, bailando, algunas sacando fotos con el celular.

Al fin pudieron, ellas también entregarse, el tiempo que duraban un tema, a la música.





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