Cuándo éramos
pibes Javier era dado a fantasías inagotables. Su vitalidad amaba disolver lo
imposible. Desbordaba todo límite con su estusiasmo. Iríamos a un lugar del río
donde pescaríamos sábalos con la mano, éramos tan buenos como los luchadores de
Titanes en el Ring, los Beatles vendrían a tocar a San Nicolás.
La verdad no era
que los Beatles vendrían a tocar a San Nicolás, sino la aventura de imaginar
que sucedería. Luego, Javier vivía lo que imaginaba. Íbamos al río,
escuchábamos el long-play Sgt. Pepper’s Lonely Heart Club Band y saboreábamos
la espera del recital y, por supuesto, pasábamos horas revolcándonos como el
Caballero Rojo, el Ancho Rubén Peuchele y Martín Karadagián.
Ahora que rozamos
los 60 años compruebo que Javier sigue haciendo lo mismo. No ha hecho otra cosa
en su vida que lanzarse a vivir lo que imagina. Ni civilización ni barbarie:
puro javierismo.
Anduvo por todo
el planeta hasta que regresó a San Nicolás, como un periodista que atestiguó
los límites morales de los hombres, atravesó los mares que no figuran en los
mapas, entrevistó a personajes hechos con madera de otra dimensión, pasó por
varias guerras, en fin, como alguien que lo ha visto todo.
San Nicolás es
una ciudad mediana, pero con una historia muy profunda. Javier no volvió a la
ciudad humillada por una coyuntura opaca, sino a la ciudad histórica, la que
fue bisagra entre los dos países que conformaban la Argentina, territorio de
las batallas que decidieron el destino de la Nación; la ciudad portuaria por
donde salía hacia Inglaterra todo lo que se producía en el país, cereales,
cuero y tasajo; nido de la aristocracia del norte de Buenos Aires; foco del
experimento de hacer una Argentina industrial, con la mayor siderúrgica de
América Latina; nudo de la Iglesia Católica con la instauración de una Virgen
que atrae enjambres de afligidos.
En esa San
Nicolás es donde Javier se ha materializado como un personaje. Ya es parte de
un elenco formado por jueces, artistas, militares, religiosos, políticos
legendarios. Se ha dejado crecer el cuerpo, la cabellera, la barba y el
vozarrón hasta ocupar el lugar central de donde sea que esté. Su memoria
prodigiosa lo pone a una altura inapelable. Conoce por el nombre a todas las
personas que han pasado un tiempo en la ciudad, de quienes sabe vida y obra.
Nada se le escapa. Es periodista, escritor, profesor, cineasta, artista,
cocinero y dirigente de la colectividad vasca.
He vuelto a verlo
muchos años después de su regreso a San Nicolás, cuando yo mismo volví al país.
Tengo que confesar que su demasía me aplastó. Me fascinó, pero su ego me dejó
ciego.
Sin embargo, con
los años pude ir manejando el encandilamiento y entonces comencé a disfrutar de
él. Pude recibir su generosidad tan grande como todo lo suyo, su cariño puro y
su deseo de mi bien.
Ahora ansío verlo
y cada vez que lo encuentro vivo una fiesta. Me siento junto a uno de los
mellizos de Cien Años de Soledad, y entonces aparezco en Macondo, o en San
Petersburgo, en una plaza de toros de Valencia, en una barco de madera
persiguiendo una ballena gigante, en una batalla en la selva paraguaya, en el
Lejano Oeste, en Galilea, junto a un horizonte de crucificados, en un río atroz
por el corazón del África.
Le estoy muy
agradecido.
Como posdata a
esta declaración de amor, quiero hacer una observación sobre mí. Javier me
sigue intimidando. No puedo regular la intensidad cuando estoy con él. El
amperímetro siempre está rebotando contra el tope, nunca sale del sector en
rojo.
Cada encuentro me
resulta algo parecido a una lluvia de meteoritos, o ver la aurora boreal, o atestiguar
una flotilla de ovnis: es algo maravilloso y perfectamente excepcional.
Todo lo que
recordamos es glorioso, lo que reflexionamos es sabio, los sentimientos que
ponemos en juego son extremos. Quiero decir, son superlativos para mí, mientras
para Javier creo que son normales. Algo parecido a lo que sucede con la comida;
él habrá comido medio chivo asado a la cruz y seguirá, mientras que yo, con una
pata, he quedado satisfecho. Tratar de empatarlo será una desmesura.
Cuestión que
siempre quiero pasar un rato con Javier, pero cuando estoy con él no puedo
imaginarme estar todo el tiempo con él. Me siento en un escenario, o una nave
espacial, o que he viajado en el tiempo y estoy entre dinosaurios. Permanezco,
pero con una hora de salida marcada en la muñeca, como la Cenicienta en el
baile. Cuando den las 12 volaré a casa.
Insisto, esto es
cosa mía, no de Javier.
Hemingway, que
tenía mucho de Javier, contaba en Muerte en la tarde que en los siete minutos
que el torero tenía para matar al toro, debía evitar por todos los medios que
el animal hiciera una querencia. Si el toro llegaba a elegir un lugar de la
arena como su hogar, no habría manera de matarlo, porque de allí no se movería
y sería inexpugnable. Cuando estoy con Javier sé que tras la fiesta vendrá el
momento de volverme a mi querencia.
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