Teníamos apenas 14
años. Estábamos en el punto exacto en que ella empezaba a ser mujer y yo
hombre. No sé cómo será ahora, entre los chicos de 14 años, con tantas turbulencias
etarias. Para otras culturas hubiéramos estado en edad de unirnos y
procrear. Nosotros llevamos lo que teníamos a la amistad.
Adriana era a la vez
humilde y valerosa. Me gustó desde el primer momento que la vi, en un recreo.
Tenía una tersura y llevaba el jumper bordó de un modo que presentí en ella la
vibrante hembra en que se convertiría.
Siempre mi percepción
fue más madura que yo; si pude presentir la fenomenal mujer que se
desarrollaría en Adriana, en cambio no tuve la experiencia necesaria para que
nos diéramos un beso, hasta que fue demasiado tarde.
Nuestra amistad de
los 14 años duró tres meses. Los adolescentes son divertidos. Hemos sido amigos
durante 40 años, hemos sido íntimos, por lo que sucedió en solo tres meses.
Estábamos juntos los recreos (nuestros compañeros no nos dejaban en paz), a
veces paseábamos los fines de semana, y cada día íbamos y veníamos juntos a la
escuela. Siempre charlando. Hablábamos mucho. De los compañeros de la escuela,
de los profesores, de los temas abstractos con que adoran problematizarse
los adolescentes: la justicia, la libertad, la amistad, la fidelidad, el amor.
También hablamos del país, de la dictadura militar. Me contó que su papá estaba
preso. Le conté que mi papá estaba en Estados Unidos.
Cuando me pasaba a
buscar a la mañana, mi madre preparaba el desayuno para los dos. Mi madre
saludaba a Adriana y se iba a dormir.
Nos quedábamos solos
en la cocina, en la casa en silencio. Afuera aún era de noche. Sólo veíamos por
la ventana un enorme sauce, oscuro y, aún en el viento, silencioso. Era un
momento de gran intimidad.
El mayor de
esos momentos fue la última vez que fue a buscarme, antes de que yo me fuera a vivir
con mi padre.
Después de desayunar
la invité a mi habitación. Cerré la puerta, puse Rubber Soul en el tocadiscos y
bailamos abrazados todas las canciones.
Siempre abrazados,
sin que nos importara el ritmo de la canción —Michelle, I'm looking through
you, In my life.
Fue una escena para
fundar una pareja.
No fue lo que
sucedió, pero sí fundó un amor.
Algo en nosotros
rechazaba al otro. Era como si hubiésemos tenido un imán, nos ataríamos y nos
rechazábamos con la misma fuerza.
En los hechos no
sucedió que nos amigáramos y nos peleáramos, sino que cada uno permaneció en su
lugar.
Cuando regresé a la
Argentina no la fui a buscar y ella tampoco me buscó a mí.
Y ya no nos buscamos
más.
Nos encontramos
hace unos cinco años. Nos reconocimos, reconocimos íntimamente el poder que el
cuerpo del otro tenía sobre nosotros.
Sin decírnoslo,
recordamos el beso que nos dimos aquella mañana, con los Beatles cantando desde
el tocadiscos, en la penumbra de la habitación, con el sauce afuera. Un beso
como una respuesta a una pregunta que nunca supimos hacernos.
Muy buen texto. Una escena tierna y humana de 40 años.
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