¿Hasta qué profundidad puede llegar una persona en el camino de decirse la verdad sobre sí misma, antes de encontrar un tope?
Hace muchos años tuve una amiga que se teñía de rubio platinado. A 100 metros, brillaba como un sol.
Los años que la conocí siempre usaba la misma tintura.
Un día le pregunté a qué edad había empezado a teñirse de aquel color y me fulminó con la mirada.
— Yo no me tiño. Es mi color —me dijo.
Me reí, pero cuando la miré seguía con los ojos asesinos clavados en mí.
— Dale —le dije, implicándole “déjate de joder, hablemos la verdad”.
— ¿Qué te pasa? ¿Sos agresivo con las mujeres?
— ¿No te teñís?
— Es mi color natural —me cortó, fría como una navaja.
Tuve que mantenerle la mirada para saber si me estaba haciendo un chiste o si estaba loca.
Era una situación absurda. Como si yo le dijera a ella que era un canguro o que tenía 140 años.
Pero comencé a comprender que por muy amigos que fuéramos y aunque ella tuviera una ética impecable, no podía admitir la verdad de que se teñía.
Me quedo pensando cuáles son las verdades de mí que no permito que me digan, ni me digo, ni reconozco.
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